Milei, entre el Hill Valley de Biff Tannen, Dark Souls y la utopía tecnocrática de Sarumán
El reaganismo fue una narrativa optimista que sin embargo alumbró una imaginación oscura y distópica, que se filtra en las novelas de William Gibson, Bruce Sterling o, mucho mejor, en la Hill Valley alternativa de Back to the Future 2 (1989), en la que Biff Tannen, convertido en un magnate de los juegos de azar y el real state, toma control del Estado y convierte el antes idílico refugio suburbano en un páramo sin ley donde sus habitantes luchan por la supervivencia contra pandillas armadas y jaurías de perros rabiosos. En esta versión alternativa de los Estados Unidos la guerra de Vietnam todavía sigue peleándose y la vieja casa de justicia de Hill Valley ha sido reciclada en el Biff Tannen’s Pleasure Paradise Casino & Hotel, un establecimiento alineado a los imperativos del capital financiero de la época y que atrae a todo tipo de criminales. Esta es, al igual que la Nueva York de The Warriors (1979) o la Detroit asolada por el crimen de Robocop (1987) el paraíso distópico del mercado darwinista en el que todos son libres de competir con todos. El costo es la retracción del Estado, la privatización de los servicios públicos y la perversión del vínculo social.
Este período marca la transición de la filosofía a la estética, el movimiento que nos lleva del concepto sugerido de aceleracionismo en Deleuze & Guattari al sistema de referencias literarias y musicales en Nick Land. El dark enlightment es antes que un sistema de pensamiento cerrado una red de intuiciones entre el techno industrial y la ciencia ficción cyberpunk. Siempre fue más importante leer la literatura de la época que entender los “sistemas de partidos”, pero a partir de los ’80 esta certeza se vuelve más nítida. Las transformaciones en el régimen del capitalismo que nos saca de la sociedad salarial se entienden entre Crash (1973) y Cocaine nights (1994).
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Después del 2016 el efecto se vuelve raro porque además de haber perdido de forma definitiva la sensibilidad de una cultura mediática masiva, la gramática dominante del discurso político e intelectual se mueve de la virtud hacia un inescrutable cinismo posirónico.
La salida del obamismo fue totalmente desencantada, después de las múltiples derrotas en las que incurrió ese intento de renovación litúrgica neoliberal, por derecha y por izquierda. En 2016 Hillary intentó replicar la campaña del 2008 de Obama, reemplazando el elemento racial por el feminismo con el slogan I’m With Her, pero la reacción, en lugar de la movilización esperanzadora de los sectores progresistas y liberales, fue la burla y el escarnio de los subrrepresentados.
Winter’s Bone (2006) de Daniel Woodrell, cuenta la historia de Ree, una adolescente de 16 años que recorre un área montañosa y estructuralmente empobrecida del mid-west blanco norteamericano en busca de su padre desaparecido para encontrarse con vecinos que entremezclan viejas enemistades shakespearanas cuyo origen nadie puede recordar pero que sin embargo todos se empeñan en continuar performando de forma atávica, con nuevas formas de la descomposición social vinculadas a la producción, tráfico y consumo de la metanfetamina. La novela narra muy bien la nueva imaginación del mundo en la crisis del neoliberalismo. Aquí -a diferencia de la Hill Valley de Biff Tannen o la Detroit de Robocop- no hay una competencia feroz desplegándose sobre la malla de un mercado cruel pero omnipresente sino una especie de apatía y anomia generalizada y emergente ante la retracción de todas las instituciones con capacidad de gestionar o intervenir sobre el lazo social (el mercado y el Estado), las cuales emiten una presencia débil sino inexistente.
Winter’s Bone comparte muchas características estéticas y temáticas con la serie de videojuegos de From Software Dark Souls, creados por Hidetaka Miyazaki, cuya primera edición salió en 2011. El juego captura incluso mejor que la literatura y el cine de la época el horizonte imposible de una época en crisis que no puede imaginar el futuro, no solo porque Lordran -una versión dark fantasy del Ozark Plateau de Woodrell- es un mundo majestuoso a su manera decadente, poblado por individuos que perdieron su humanidad, monstruos y autómatas sin razón de existir, sino porque el estilo narrativo del juego, escaso, fragmentario, insuficiente, obliga al jugador a reconstruir una historia elusiva a través de pistas y objetos en general inentendibles, una tarea que rápidamente se demuestra imposible excepto que seas autista. Todos los amigos que te hacés en Dark Souls son traidores o terminan viviendo un destino aciago y melancólico que los lleva a su propia destrucción. Nadie se salva, al final, y ni siquiera el protagonista, porque aunque el juego permite múltiples finales -y algunos son mejores que otros- no hay final “bueno”, en el que el mundo sobrevive a su destino y todos viven felices para siempre -otra diferencia crucial con la imaginación neoliberal reaganista: “reavivar la llama” (el objetivo del juego) prolonga el sufrimiento inútil de un universo en inevitable decadencia. Los créditos son siempre melancólicos.
Caminar por los mundos de Miyazaki, o por los Ozarks de Woodrell o hacer la peregrinación forzada hacia el océano que hacen el padre y su hijo en The Road de Cormac McCarthy -otra gran novela sobre la crisis del neoliberalismo, que es también una versión un poco superior y más oscura de Logan (2017)- no debe ser muy distinto a que te larguen a caminar por 4chan. Estas narrativas permiten pensar la transición espeluznante entre una sociedad optimista que engendra una imaginación apocalíptica y una realidad apocalíptica ya sin imaginación.
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Mark Fisher también es un filósofo que ya no nos ofrece una filosofía sino una estética del pesimismo voluntarista. Su pensamiento es perezoso pero está repleto de traducciones fáciles del posestructuralismo y el psicoanálisis y, como buen discípulo de Land, sus libros están minados con conceptos hiteros que funcionan bien para estimular los likes en redes sociales. A Fisher hay que leerlo al lado de Cosmópolis (2003) de Don DeLillo que sigue el recorrido durante un día de Eric Packer en su lujosa limusina por las calles atascadas de Nueva York mientras opera en la bolsa contra la subida del Yen, tiene encuentros sexuales casuales y es acechado por una amenaza indefinida pero “creíble”.
Después de esto no hay más nada o hay muy poco. El viraje de la cultura literaria del consumo de textos hacia el consumo de autores, como pequeñas y frágiles obras de arte bioprofesionalizadas, como dice Hernán Vanoli, que en lugar de un sistema de pensamiento producen un sistema de referencias estéticas y sensibilidades, hace que progresivamente dejemos de tener textos sobre las cuáles asentar el sentido de época. Hoy en lugar de intelectuales tenemos influencers y lo que hay que leer no sean obras sino el flujo contingente e incierto de sus pronunciamientos y los memes que obturan el discurso público.
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The Revolt of the Public (2014) de Martín Gurri se vendió en la Argentina con la promesa de capturar un poco ese sentido de época que nos está faltando, pero para mí falla, aunque no deja de ser un libro con mucho valor para pensar estas transformaciones. Gurri es también un exponente de cierto realismo capitalista que en nuestra época actual ya no esconde los mecanismos de la dominación sino que los muestra explícitamente para maximizar los efectos de su inevitabilidad. Durante los ’50 y ’60 la agencia de inteligencia financiaba literatura, arte y teoría critica que era afín a sus intereses de forma velada, con el sentido de ocultar el verdadero objetivo de consolidar un sentido común secularizador e individualizante. Hoy sus agentes escriben libros y los promocionan en su condición de tales, lo cual les confiere, frente a los ojos de sus audiencias anhelantes, cierto valor adicional, de la misma manera en que cuando uno abre el programa de una muestra de arte plástico de vanguardia en una galería de moda se encuentra en general con textos que critican fuertemente al capitalismo tardío al mismo tiempo que producen y comercializan sentidos culturales que refuerzan su hegemonía.
Como tal, el libro es interesante aunque le falta un poco de punch porque no termina de elaborar una noción interesante de poder. Para Gurri el poder aparece identificado con las instituciones “duras” y represivas del capitalismo industrial: los partidos políticos, la palabra impresa, la policía, etc. A este poder se le opone una periferia “blanda” compuesta por redes de “ciudadanos ordinarios” que consumen y producen sentidos a través de plataformas descentralizadas en sinergia con nuevos medios de comunicación. Estas redes contingentes atacan y horadan, por su propia naturaleza, ese poder central hasta fragmentarlo lo suficiente como para hacerlo perder su legitimidad política, aunque sin poder -ni querer- reemplazarlo.
No está mal, pero la oposición es falsa porque las redes de “ciudadanos” en realidad son un epifenómeno relativamente menor del cambio de régimen del capitalismo global promovido y financiado por élites que siguen constituyendo un poder “duro” a pesar de que se presenten tras la fachada de la descentralización y la desorganización. Estas élites son las plataformas de extracción de datos y los hombres detrás de ellas. El libro, así, termina siendo más una elegía melancólica a la pérdida de eficacia de la CIA para intervenir en un mundo que ya no comprende -o un intento deliberado por ocultar sus intervenciones realmente existentes- que un verdadero análisis sobre las transformaciones en que la información y el poder circula en el siglo XXI.
Por cierto, Gurri tampoco menciona que fue la propia agencia en la que trabajó la que contribuyó de forma decisiva a horadar el poder de las viejas instituciones de la sociedad de bienestar cuando, bajo la excusa de combatir al comunismo externo, terminaron en la práctica combatiendo al “comunismo interno” -como se llamaba en los ’60 y ’70 al agonizante New Deal order.
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El primer kirchnerismo produjo un esfuerzo narrativo tendiente a reorganizar un diccionario peronista que se percibía gastado y desordenado por la hibridación plebeya del menemismo y a reponer la centralidad de un lazo social resistente en la sensibilidad dramática de la época. Esto se hizo principalmente a través de tres vías, todas ellas extremadamente conservadoras -en tanto no abandonaron nunca el esfuerzo por separar lo “alto” de lo “bajo” y lo “cierto” de lo “falso”- pero no por eso menos vitales: por un lado, la remitologización festiva de la geografía suburbana y de la historia del peronismo en clave ucrónica y gloriosa; por otro, la reapropiación de los discursos heredados acerca de las víctimas de la dictadura militar en una clave en apariencia más pop pero que a la vez ocultaba su propio movimiento de museificación futura; y finalmente, el retorno sobre las experiencias de la sociabilidad fracturada durante los ’90 que adoptaban inevitablemente la forma de una liturgia de la desorientación que tenía por objetivo decirnos que, por suerte, ya habíamos dejado atrás todo eso y ahora vivíamos en una sociedad integrada con un mercado laboral con responsabilidad afectiva.
El alto kirchnerismo y el macrismo, su prolongación aesthetic, compartieron la llamada “literatura del yo”. Estas narrativas promovieron un tipo de imaginación social que reforzaba la sensación de derrota y tedio generacional y, en general, reproducían el fracaso de lo que en la década anterior había sido la intensidad transformadora de jóvenes que penetraron sus treintas dándose cuenta que la política los había cagado y que, entonces, preferían la micromilitancia de sí mismos por redes sociales mientras subían fotos desde Nueva York, Barcelona, el sudeste asiático y otros destinos cool a los que podían acceder gracias al dólar pisado. Esta literatura (que en su costado más macrista latte machiatto alumbró a Tammy Tenembaum y en su costado más kirchnerista infantilizado a Casciari) apagó el conflicto social tras los diversos grados de manifestación de la neurosis considerada como una de las bellas artes y fue muy afín a las causas del progresismo.
(Abro pequeño paréntesis: en redes sociales se la critica excesivamente a la Inca y diría que poco o nada a Tenenbaum o a Casciari, a pesar de que comparten la misma sensibilidad yoica y neoliberal y, en general, podríamos decir que tienen ideas muy similares acerca de las causas progresistas. La diferencia está en que donde la Inca expresa siempre un posicionamiento político fuerte -seamos más o menos sensible a su prosa medio ricotera- sus pares tienden a gambetear y a acomodarse para nunca quedar en offside con el lábil clima de época. Por eso, en lo personal, aunque no estoy de acuerdo con mucho de lo que dice, respeto a la Inca, que es pobre, mientras que Tamara y Casciari son ricos. Cierro paréntesis.)
Después de eso, medio que no tuvimos nada más. El gobierno de Alberto -y posiblemente la pandemia, y posiblemente internet, y posiblemente Cristina- secó la fuente de la fantasía argentina. Lo que recibimos en tiempos recientes es apenas el brillo moribundo de algunas estrellas que emiten su luz desde las décadas anteriores, entronizadas por los flujos vacilantes pero aún operativos del mercado editorial europeo, aunque en realidad -al igual que las estrellas reales que murieron hace millones de años y aún seguimos viendo- ya no están ahí.
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Pero entonces, ¿cuál es el estado de la imaginación del poscapitalismo actual? ¿Qué sociedad nos propone? ¿Qué se filtra hacia el mileismo? ¿Es algo más parecido al libre mercado darwinista que estimuló las distopías reaganistas (pandillas armadas, con distintos grados de fuerza, combatiendo entre sí por los recursos y contra un Estado debilitado)? ¿O está más cerca de la sociedad paralizada, apática y sin autoridad visible que alumbró el colapso de la era obamista (comunidades de gente pobre que se arreglan por sí mismos como pueden con lazos de solidaridad opacos o inexistentes y en donde los recursos ya se agotaron)?
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Quizás donde mejor podamos encontrar una respuesta sugerida a estas preguntas sea en el libro de Peter Thiel, Zero to one (2014), que se presenta como una libro de consejos para start-ups tecnológicas pero en realidad es un tratado de filosofía que cifra algunas visiones sugestivas sobre la sociedad del futuro.
Aún a pesar de cierta visión naive de la tecnología -Thiel financia iniciativas alrededor del desarrollo de la IA, la extensión de la vida y el establecimiento de pequeñas colonias marítimas en el espacio internacional, lejos de la vigilancia de los gobiernos- Zero to one es un alegato en contra del concepto de la competencia, la cual es calificada como una reliquia de la historia. Thiel afirma que, en realidad, el capitalismo y la competencia son conceptos opuestos, “el capitalismo se basa en la acumulación de capital pero bajo la competencia perfecta todos los beneficios se erradican entre sí”. La competencia, según Thiel, es una noción que la economía, como ciencia decadente, copió de la física del siglo XIX en un momento en el que ese parecía ser el modelo que mejor explicaba la realidad de los sistemas planetarios en estado de equilibrio y gozaba de gran prestigio. Sin embargo, eventualmente, las ciencias duras descartaron este modelo de reposo que no solo se volvió obsoleto sino que llevaba, en su proyección a largo plazo, a la muerte térmica del universo. La economía, en cambio, quedó agarrada en la mistificación de la competencia.
Thiel expande el concepto un poco más allá. El efecto de la sacralización de la competencia como gran principio ordenador de los mercados adquirió gran prestigio moral cuando el mercado desplazó al Estado como tecnología espiritual y se convirtió en la ideología dominante de nuestra época. Predicamos la competencia, promulgamos sus mandamientos y quedamos atrapados en ella. La ideología anarquista de la clase media, de hecho, sospecha de las ayudas estatales porque supone que obtura nuestra capacidad de “competir” en el mercado laboral. Pero la competencia nos empobrece como sociedad, promueve el narcisismo de las pequeñas diferencias, nos hace identificar oportunidades donde en realidad no las hay y, en definitiva, favorece el conformismo al obstruir la creatividad radical en pos de destacarnos apenas un poco por encima de nuestros adversarios. La solución, para Thiel, es construir un capitalismo monopólico de alto valor, a la manera de las grandes compañías tecnológicas.
Es evidente que esto tiene ciertas derivaciones socio-políticas, aunque Thiel no las haga explícitas. La primera es la forma de gobierno: democracia y mercado son conceptos equivalentes, consolidados encima de la misma idea de “competencia perfecta” (partidos políticos ofertan sus plataformas con presupuesto de comunicación equivalentes, o proporcionales a su caudal de votos, etc.). El correlato del monopolio en el mercado sería, en el orden político, un régimen de partido único, no exento de ciertos mecanismos de accountability, pero libre de los controles cruzados propios de la división de poderes del régimen republicano y de la, digamos, debilidad paralizante que ha alcanzado en las últimas décadas.
Lo segundo es el modelo de sociedad. Acá Thiel es un poco más preciso al adoptar un modelo basado en la percepción de futuro en función de dos ejes: pesimista - optimista (es decir, si una sociedad piensa que el futuro será mejor o peor que el presente) y definido - indefinido (es decir, si una sociedad tiene una idea clara de cómo se verá el futuro o supone que es algo incierto y, por ende, confuso y sobre el que es imposible intervenir). En general hay países que caen en diversos casilleros, pero Thiel parece estar de acuerdo que el panorama general que domina a las élites occidentales hoy es el de un futuro indefinido y optimista, cosa discutible pero bueno. Este, según su opinión, es el peor escenario posible, sin embargo, porque mientras que la indefinición acelera el predominio de las finanzas como matriz de sensibilidad y estrategia de valorización de capital privilegiado en detrimento de los grandes proyectos de transformación industriales, urbanísticos y tecnológicos, el optimismo ofusca el sentimiento de necesidad de planificación del futuro.
Su respuesta es clara: tenemos que encontrar el camino hacia el pesimismo definido. El futuro va a ser decididamente peor que el presente y tenemos que empezar a planificar a largo plazo cómo vamos a transformarlo físicamente a través de grandes obras de ingeniería para evitar la extinción de la humanidad. “¿Por donde empezamos? -se pregunta Thiel- John Rawl deberá ser desplazado de los departamentos de filosofía. Malcom Gladwell debe convencerse de cambiar sus teorías. Y los encuestadores tienen que ser expulsados de la política”.
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El kirchnerismo es optimista indefinido, aunque lentamente volviéndose pesimista, mientras que La Libertad Avanza es optimista definido. Ser definido es, para Thiel, siempre mejor que ser indefinido y más importante que ser pesimista u optimista.
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La referencia obvia para la imaginación de nuestra época sería el Imperio Galáctico, el orden que reemplaza a una República que entra en colapso por el propio desgaste de su burocratización, incapaz de contener la amenaza de la Trade Federation, frente a la cual lo único que pueden promover es un proceso administrativo y una serie de tuits indignados tipo Juli Strada. El Imperio manifiesta, en cambio, un orden hipercentralizado de máxima eficacia ejecutiva, organizado en torno a una figura central carismática y a la innovación tecnológica permanente. Funda un régimen de pleno empleo que, si bien no trae prosperidad material necesariamente a todos los rincones de la galaxia, sí al menos contiene a casi todos dentro del sistema y promueve una expansión de la economía sin precedentes, algo que por cierto la República era ya incapaz de garantizar. Y si bien es cierto que es un crecimiento sin redistribución, la situación mejora sustancialmente respecto al antiguo régimen. Lejos de representar al Viet Cong, la guerrilla que sobrevive al golpe de Estado, ayudada por los jedis, pone en acto los últimos rastros de una sensibilidad liberal y una moralidad puritana en retirada.
Ahora, esto es una obviedad. No vi el especial de Star Wars de Rebord pero estoy seguro que esto fue lo que dijeron.
Otro régimen parecido, aunque no lo pudimos ver desplegado en su totalidad, fue la visión de Sarumán para la Tierra Media. Estaba claro que la intención del mago blanco era aprovecharse del poder tecnológico de Saurón para luego derrocarlo y, tras purificarlo de su componente agnóstico, implementar un régimen tecnocrático benevolente, aboliendo la soberanía fragmentaria y titubeante de los múltiples pequeños reinos racistas que balcanizaban el continente, centralizando la explotación de recursos en un sistema económico racional que trajera crecimiento y prosperidad. La alianza entre la guerrilla multicultural de la Comunidad del Anillo y las fuerzas melancólicas decrecionistas de los elfos impidieron la realización de este sueño tecnofeudal progresista.
Tanto el Imperio Galáctico como en el régimen de Sarumán son, sin embargo, apenas siluetas de un orden posible y son presentados como enemigos, representados únicamente con el objetivo de su derrota última en sistemas semánticos de hegemonía liberal. Sin embargo, la imaginación que ambas técnicas posdemocráticas proyectan sobre nuestra época sugieren la abolición final de la política como gran sueño aspiracional de una población sobrehisterizada por el business de la grieta posmoderna de la que se ha servido el “campo democrático” para demorar su crisis. Esta abolición es también lo que emerge de las páginas del libro de Peter Thiel, cuando se maravilla de que, en Estados Unidos, el alto nivel de acierto de las proyecciones estadísticas de Nate Silver han producido una clase política más preocupada por cómo será el país dentro de dos semanas que dentro de diez o veinte años.
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Ahora, la pregunta final es si Milei puede manifestar, para la Argentina, alguna de estas imaginaciones o si la imaginación nos ha dejado para siempre. No tengo muy clara la respuesta. Porque si bien existe cierta potencialidad latente que se filtra en el nivel de las expectativas de sus bases, también hay límites claros marcados por sus evidentes fallas de carácter, por sus convicciones libertarias, acaso todavía demasiado ancladas en el paradigma de la competencia, y por su plan de integración de la Argentina en los mercados internacionales como territorio de extracción a bajísimo costo de recursos naturales. Más allá de esto, la pregunta es por la imaginación de la época y no por el plan de gobierno, que aún puede ser desastroso (como lo será sin dudas) y alumbrar grandes obras desesperantes. La pregunta es entonces: ¿qué streamer escribirá el Facundo?
Gran, gran texto. Gracias, saludos
Muy bueno. Saludos.