Hace poco compré la novela de Tomás Rebord. La compra estuvo 100% movilizada por el hype, por mi relación neurótica con Rebord (lo banco frente a sus detractores y lo odio frente a sus defensores) y por cierta debilidad, deudora de una vejez melancólica y meada, ante el gesto rancio pero en algún sentido osado de escribir una novela, algo que apela directamente a mi culturalmente derrotado corazón, todavía con una pata en la necrológica del siglo XX. Es tan obvio que en Planeta le pidieron un libro de ensayos, de chistes de peronistas, de anécdotas verdes o de aforismos sobre la mística con el objetivo fariseo de monetizar los ingresos de su fanbase precarizada, que el hecho de que Rebord se haya negado para escribir lo que en principio se asomaba como un fantasy o una especie de novela de ciencia ficción teológica me generó una módica expectativa.
Sin embargo, debo admitir que fui engañado como una colegiala, si es que aún se permite el uso de esa frase picaresca de la sabiduría popular porteña. En el caso de Rebord, el acto de escribir y publicar una novela (o, mejor dicho, publicarla y después escribirla en youtube, como anhelaba Lamborghini) aparece solo superficialmente como un intento romántico y anacrónico por suturar los girones de una cultura letrada cogida y licuada por las lógicas de la atención difusa y la autoproducción estética que las plataformas de extracción de datos forzaron sobre nuestra castigada subjetividad de hombres modernos y enchufados a internet. En cambio, la apariencia del prestigio que confiere la “escritura” es aprovechada por el autor superficialmente para legitimar su movimiento de bioprofesionalización bajo el ropaje de la búsqueda artística o de la misión sagrada, algo que queda muy rápido en evidencia cuando se comprende que CAN no es un texto literario en el sentido tradicional (ni en ningún sentido), sino apenas un dispositivo para trasladar el carisma de su autor hacia otras zonas del mercado disfrazado de otra cosa. Un dispositivo que, por cierto, resulta muy deficiente a la hora de cumplir esa misión.
La novela, además, no es un fantasy ni es, en rigor, una novela. En cambio, podría enmarcarse mejor en el tipo de realismo narcisista al que pertenecen algunos proyectos tardíos de José Pablo Feinman o las crónicas de diván de Gabriel Rolón, aunque en este caso con cierto grado de subejecución narrativa. En este sentido, el libro presenta una marcada resistencia a operar dentro de la tradición más propiamente literaria, ya sea a favor o en contra, más allá de algunas alusiones apenas veladas a autores menores de una constelación deshilachada que no alcanza para constituir no digo un canon sino al menos un catálogo de obsesiones estéticas. CAN, entonces, flota como una especie de pequeño objeto ingenuo en el vacío de las referencias y, por eso, no llega a sufrir la angustia de las influencias. No está escrito en contra de nadie pero tampoco a favor de nada, y se sostiene de forma titubeante entre el formidable narcisismo de Rebord, el acercamiento precario y por eso penosamente reverencial al edificio en ruinas de una literatura que se ignora y las deliberadas operaciones del capital español por extraer valor de los últimos espacios marginales y semi-fértiles de una industria agonizante. Esta combinación, que aún podría constituir una estética política productiva -una especie de Belleza y Felicidad peronista para el mileismo cultural hegemónico- sin embargo no llega a hacerlo por las propias carencias ideológicas y doctrinarias del propio Rebord, que se filtran en el texto. Pero vayamos al libro.
Comentarios al Náucrato no es un texto sagrado, no es un manifiesto político y no es una novela, ¿qué es entonces?
CAN narra la historia de un periodista que mantiene su economía unifamiliar de forma inverosímil escribiendo para un portal online sin lectores que se sostiene con pauta estatal. Cínico y derrotado por las expectativas inviables de la aristocracia intelectual porteña materialmente pauperizada, el protagonista se fascina con una pequeña secta underground de buscadores del Náucrato, que es un libro mítico a la vez que una metáfora de la realización trascendental inmanente que cada hombre lleva cifrada en su espíritu, y con su profeta velado, el Cabrakan. La fascinación lo lleva eventualmente a convertirse él mismo en un buscador y, tras una especie de deriva inmovil por una escenografía estática, a dotar de propósito su otrora alienada vida.
Acá empiezan mis pequeños problemas de hombre blanco, derrotado y progresista con la novela. Los Buscadores del Náucrato se supone que tienen dos características: son una especie de microcosmos de la Argentina, es decir, representan la diversité culturelle de la nación, y están locos. Esto lo sabemos porque Rebord se encarga de decirlo de forma explícita en el primer capítulo, en un gesto anticlimático que va a penetrar la narración de principio a fin: “un crisol de potenciales neurodivergencias completaba el público” y “parecía distribuirse en perfecto equilibrio entre todas las tribus urbanas que existieron y existirán”. Sin embargo, ambas cosas se revelan muy rápido como falsas. La secta de fanáticos del Náucrato es, en realidad, apenas una pálida proyección del propio fandom de Rebord, es decir, los hagoveros (metaleros, estudiantes de puan, peronistas ortodoxos y libertarios, o sea digamos) y, al igual que ese mismo fandom, aparece en la novela no como gente que está loca sino como tipos que tienen un vínculo absolutamente normal con el cuerpo social que habitan apenas interferido por ciertas freakeadas que no son lo suficientemente peligrosas como para poner ese vínculo en verdadera tensión -en este caso, cierta obsesión con Rebord, que en CAN es a la vez el protagonista y el Cabrakan, como bien señaló Vanoli en su lectura crítica. La incapacidad del autor por estilizar narrativamente la relación con sus fieles llevándolos hacia la locura real, hacia el desequilibrio tóxico o hacia la genialidad intelectual y espiritual para así lograr verdaderos efectos literarios, parecería ser menos una señal de sus limitaciones como escritor que una declaración apenas velada de la relación contradictoria -mezcla de dependencia económica, desprecio y genuina emoción frente a sus gestos de devoción infantil- que Rebord mantiene con sus fans, a quienes no comprende y a quienes percibe en algún punto como inferiores.
Esta incomprensión cristalizada en su anodina caracterización de los Buscadores se prolonga en la renuncia deliberada a tematizar la especificidad inmaterial nacional -es decir, lo argentino- con un sentido escolástico, o sea, con una voluntad de proveer los principios místico-políticos capaces de fundar su comunidad imaginada. Esto es un poco lo que todos (todos sería yo) esperábamos de CAN: que sea un texto sagrado del rebordismo, o al menos un intento creíble por aproximarse a eso. Pero, en fin, CAN no es un texto sagrado. Y no solo no es un texto sagrado sino que se presenta como una retirada deliberada de la reclamada teología política que el autor nos venía prometiendo desde que saltó a la fama streamer: Rebord declara que no puede escribir el Náucrato, que es lo que tendría que haber escrito, porque siente que “no le da”, y entonces opta por escribir los “comentarios al Náucrato”. Ok.
Pero volvamos a lo argentino. Hay, entonces, una ausencia sorprendente de la Argentina en el libro que, de nuevo, se intenta enmascarar de forma poco convincente con algunas referencias a barrios de Capital Federal (Villa Crespo, Almagro, Flores). Estos barrios no aparecen como espacios vitales, sin embargo, sino como escenografías muertas que soportan una acción que de todas formas no avanza. El capítulo en el que el protagonista se encuentra a almorzar con Ezequiel, capítulo que se propone como una especie de pequeño tributo a la amistad out of context, es un ejemplo quizás demasiado melancólico de esto, porque no hay absolutamente ninguna marca que fije ese encuentro como una amistad verdaderamente argentina: ni el bodegón, ni los famosos en las fotos, ni los banderines ni el colegio tienen nombre, todo sucede en un exasperante vacío liminal. Lo único que lo sitúa es el barrio y algunas frases hechas que delinean una teoría poco persuasiva sobre salvar el mundo a través del poder de la amistad y la repetición de boludeces. Esto fija un contraste con el despliegue estético de espiritualidad llamémosle católico-austral, que Rebord, en tanto obra de autodiseño, nos presenta en sus intervenciones transmitidas desde hace cuatro o cinco años, cuando sacó ese video de Introducción a la Mística y se vinculó a la campaña de Lammens para Jefe de Gobierno produciendo buen contenido. En la novela sin embargo nada de eso se repite: no hay Iglesia Romana, ni Iorio, ni Dragon Ball, ni cine de los ‘90 doblado al español (hay una fugaz referencia a Terminator), ni hay Infernales, en fin. No está la Argentina. Cabrakan, en un gesto irónico final, se encuentra exiliado en Uruguay, el destino de los argentinos que abjuran de su patria por una de estas dos razones: o para no tributar al Estado o porque aman demasiado la democracia liberal y el peronismo les resulta intolerable. Y su filosofía criolla, como demostró Zurita de forma contundente en el podcast Desinteligencia Artificial, no es filosofía ni es criolla, porque podría perfectamente ser recortada por editorial Planeta y pegada en casi cualquier mercado anhelante de autoayuda premium latinoamericana y funcionar sin traducciones.
¿A qué se debe esta omisión? En el capítulo 3 el protagonista se encuentra con Pedro, quien hace una especie de introducción a la estética política del Náucrato que es, a la vez, una declaración de intenciones del propio Rebord. Pedro, es importante decirlo, recibe un estipendio de un sistema científico pauperizado para estudiar un tema irrelevante, hiperespecífico y desvinculado del aparato productivo, la “revolución haitiana”. Su fascinación con el Cabrakan llega en el momento en que éste es invitado a la Facultad de Filosofía y Letras y “el tipo, me acuerdo como si hubiera sido ayer, dijo que el pensamiento moderno estaba muerto porque ya nadie se atrevía a postular lo Universal”. Lo que sigue es una especie de diatriba en contra de la especialización de las ciencias y en favor de recuperar el pensamiento ingenuo, despojado de la tradición tecnológica y del sentido de productividad occidental, pero a la vez anclado en una especie de ethos grecolatino, o mejor, una fantasía escolar de lo que la filosofía griega se supone que era: la contemplación inocua, absuelta de los imperativos políticos, la observación desterritorializada y naturalista que conduzca a una especie de re-encantamiento secular del cosmos.
La fantasía es candorosa pero además parecería estar fundamentada en una muy perezosa lectura de Macedonio, de Borges o de Marechal, quienes en realidad nunca renunciaron -como Rebord en CAN- a sintetizar la gran tradición occidental con la especificidad cultural argentina. Esta renuncia parecería conducirnos de nuevo hacia la universalidad teleológica organicista que se realiza de manera ostensible en la constitución de una moralidad progresista, cosmopolita, neoliberal -llamenle como quieran- hoy en absoluta crisis. Es decir, nos reconduce de nuevo hacia la mecanización que impone la Revolución Industrial y hacia la despolitización, algo que podría ser deseable en una Argentina del siglo XX que crecía e integraba a sus hijos, pero que se vuelve muy conservador y chupapija en la Argentina recesiva, fracturada, feudalizada y gobernada por Milei. Esto promueve una especie de fantasía nostálgica que no es ya -ni siquiera- la pretensión de retornar a las tradiciones del catolicismo o a la Roma imperial -otro tipo de espejismo despolitizador planteado por otros “católicos no bautizados” de los streams en un vano intento por reponer algo parecido a una frágil representación dejada vacante por el peronismo, pero que, en esos casos, tiene un poco más de testosterona y sentido épico- sino a la ingenuidad epistemológica de la adolescencia, cuando cualquier boludez que leíamos nos parecía genial porque era lo único que habíamos leído.
Pero entonces, si CAN es incapaz de fundar una comunidad, o al menos de ofrecer una visión profética y un proyecto espiritual a sus seguidores, y tampoco es un manifiesto capaz de conducirnos hacia una visión repolitizadora de la realidad argentina, y tampoco es un texto literario, porque es incapaz de inscribirse en la tradición literaria, de escribir a su favor o en su contra, de constituir un canon. ¿Qué es? En principio, una mercancía en una góndola, fetichizada por la persistencia insólita del prestigio hauntológico de una literatura que ya nadie lee (el gran mérito de la novela de Rebord es que hizo leer a gente que “no lee”). En segundo lugar, es un profundo acto de cobardía, una serie de capitulaciones que se suceden una atrás de otra: a ofrecer un proyecto mesiánico, a ofrecer una mirada política sobre el kirchnerismo, a contar una historia en la que pasen cosas, etc. Y, en tercer lugar, es un muy mal vehículo para el carisma de Rebord, porque lejos de movilizarlo, lo lesiona y lo desangela.
El papel es un pobre sustituto del video porque revela de forma demasiado nítida que la filosofía política de Rebord es liberal, incel y un poco gorila
Esta constatación me lleva a mirar con un poco de escepticismo la lectura que le hace Vanoli a la novela como posibilidad de superación del fracaso del arte a través de una teología política argentina. Es cierto que, como afirma el director del Espacio Cultural Marcos Galperin al que este blog de reflexión tecnofeudal suscribe de forma orgánica, la promesa de redención de la literatura -cierta emancipación social producida por el encuentro trascendental con verdades espirituales emergentes en un espacio secular de relativa autonomía respecto de la “racionalidad utilitaria occidental”- ha producido demasiadas derrotas ya, incluso más de las que podemos contar, especialmente en la Argentina, en donde la literatura ha servido, salvo honrosas excepciones, para galvanizar proyectos políticos antipopulares y la penetración ideológica del plan cóndor. También es cierto que, en nuestra época, la restitución del vínculo destruido entre vanguardias artísticas y sociedad parecería residir en la superación de la dualidad entre “los que escriben” y “los que leen” que signó antaño la vieja cultura literaria modernista del “texto” en una especie de magma de prosumidores militantes del self guiados por la economía del magnetismo. Los hagoveros son un ejemplo y, en esto, son una amplia superación del proyecto rebordista que en CAN, como intento de reapropiación individualista de ese carisma colectivo, toca un piso bearish de expresión licuada.
En este contexto, y bajo esta lectura, Rebord, en tanto gran predicador protestante de youtube, en tanto arriero de almas liberales en una era de fragmentación, vigilancia y comercio electrónico, en tanto “obra de arte bioprofesionalizada”, parecería entrañar una salida por arriba al laberinto de la derrota cultural de las clases medias. Eso es lo que Vanoli, un aceleracionista del carisma en contra de la tecnocracia, ve en él.
Y eso es lo que en un punto yo también veo en Rebord, muchas veces seducido por sus intervenciones egotistas que lo posicionan como un objeto de puro diseño, una especie de pieza del museo de la videopolítica en movimiento, vaciado de sí mismo, con una pulsión destructiva pop, una máquina de reflejar, deformada, la época en tensión. Sin embargo, me cuesta encontrar los rastros de ese proyecto futurista y expresivo en CAN. Por el contrario, veo un paso atrás, una retirada: no un intento genuino por producir un marco cultural de referencia dentro del cual posicionarse a sí mismo como obra fluida, sino un gesto melancólico de restitución de una tradición reverencial y antisocial, una tradición que paradójicamente Rebord ignora y que si no ignorase despreciaría porque sabría que es estéril y que solo produce derrotas morales. Esta restitución lo deposita dentro de los márgenes de la mistificación paralizante y el goce narcisista de sentirse “escritor”.
Con esto quiero decir que aunque la novela pretende presentarse como una profanación de los dogmas del progresismo (la ciencia moderna, los “refutadores de leyendas” que “no creen”) en realidad los repite y los profundiza al reconstruir un espacio de enunciación anclado a la estética decadente y globalizada de… ¿Borges, Mariana Enriquez, Alan Moore?. El retorno propuesto a la fe, esa especie de promesa profética o absolutismo teológico que parece querer alumbrar la novela se deshace una y otra vez en el deseo burgués de autoafirmación individualista que los protagonistas animan y al que el Náucrato, como metafísica no del destino sino de su imposibilidad (de “destino flexible”, digamos, que es un anti-destino), vuelve eternamente cuando es descifrado a través de la figura enclenque del cíclope ascético Horacio Funes Alterio, un tipo que reinterpreta lo sagrado a través de su reducción neoliberal en una autoayuda mediocre que facilita su consumo por parte de los no iniciados que desean pertenecer. Vanoli lee esta figura como un Juan Ruffo pero si reemplazamos la autoayuda por el discurso formalista de la ciencia política queda claro que sería más un Agustín Courel, es decir, un pibe muy inteligente que sin embargo lee la política despojándola de su dimensión libidinal, como si estuviese haciendo análisis sintáctico de un monólogo de Hamlet. Esta posición lleva, en ambos casos, a la disolución tanto de la teología como de la política en una estética del procedimiento, en el larpeo vacío de lo que se asume es el folklore del “pueblo” desde una mirada de clase media anarquista y en la microcelebración de derrotas (como un segundo puesto en una elección de centro de estudiantes en una facultad cogida y radical). En esto, el proyecto estético-profético de Rebord funciona como la proyección opuesta y flácida del de Luquitas Rodríguez, que sí logra constituir una constelación de referencias y una idea de trascendencia más potente, no individualista, menos narcisista, genuinamente vinculada a la tradición cultural.
En uno de los Retazos al Náucrato se lee que la religión del Cabrakan es “creer en creer” y su idea de Dios, “intima y personal” es “una condición de posibilidad”. Todo es conjetura, no hay verdad, Dios reside en su indeterminación, y se mueve más allá a medida que la ciencia moderna va despejando lo que hay de impreciso o confuso en el mundo. La lectura nos aproxima a una interpretación amarga: al no haber correspondencia ontológica entre el mundo y la existencia del hombre los intentos de conferir un sentido último a la realidad están condenados al fracaso. CAN se vuelve así un relato ultra liberal y, en un punto, un poco antiperonista (el libro, en tanto expresión hiperindividualista del carisma único del autor, en tanto desprecio a los hagoveros, anula la posibilidad de la comunidad organizada), que olvida incluso las lecciones más básicas presentes en los elementales libros de Alejandro Dolina, que siempre salvaba su agnosticismo pequeño burgués en una especie de reverencia un poco exagerada pero funcional al amor y la sexualidad.
El protagonista de CAN, en cambio, no ama ni coge. Hay tres minas en la novela y las tres están mal resueltas. Esto, por supuesto, no lo menciono como una especie de reivindicación del cupo de género, que me chupa inconmensurablemente un huevo, sino como un signo de la represión sexual que la escritura de Rebord expresa como marca de su neurosis generacional. Primero, nombra a una pareja a la que dejó entrar en crisis por la pura inercia del tedio (“yo, de alguna manera, parecía haber logrado no optar por ninguna de las alternativas y me mantenía indeciso, sin terminar de tomar una decisión definitiva”). Luego, está la chica en el grupo de Buscadores que es una especie de emo/dark, proyección involuntaria de la misoginia del autor, que se siente con derechos de origen, absolutamente insoportable, posiblemente con voz de pito y que todo el tiempo lo está acusando de ser un fake y no de pertenecer (cosa cierta). Y finalmente está Claudia, que probablemente esté inspirada en la Sugus porque 1) está buena (Rebord lo escribe de la peor manera posible, dice: “era bellísima”), 2) entiende perfectamente lo que pasa a su alrededor y 3) tiene una mirada política sofisticada sobre la secta de Cabrakan. Es, de hecho, el único personaje que ofrece una mirada política sobre todo ese mundo chato y, por lo tanto, es el mejor personaje de la novela, el que está mejor construido y el que resulta más creíble cuando habla. Todo el capítulo parece indicarnos que el protagonista se la va a coger, o al menos lo va a intentar. Hay cierta electricidad de seducción, merodea algo de química. Ella es mucho más exitosa que él pero está un poco aburrida y desencantada del mundo. Y él es un pelotudo pero a fin de cuentas es Rebord (o sea, no es Rebord, pero cuando Rebord escribe sabe que sí es Rebord). Sin embargo, la escena termina y no pasa nada. No se pasan el instagram ni el whatsapp, el no intenta un comentario fallido, y Claudia no aparece más. El capítulo -y más en general la novela- anuncia sin rebelarse la castración de la generación sub30. Una generación que, aunque se presenta como la gran esperanza blanca del peronismo después de nuestro fracaso, es tan incapaz de coquetearle a una mina con un mínimo de gracia como de renovar los conceptos de la política por fuera del dogma neoliberal progresista o el gesto folklórico melancólico.
Esta represión sexual se manifiesta también en la relación homoerótica entre Funes Alterio y Cabrakan, que es una suerte de actualización del conflicto entre el científico y el político y una relectura un poco torturada del cuentito de Narciso y Goldmundo. Ese amor, también asexuado, llega a su clímax en el último o anteúltimo Retazos del Náucrato del libro, en el que se narra la fractura entre ambos personajes. Aquí la novela se convierte en una especie de perversión narcisista porque Funes Alterio deja de ser un salieri tecnocrático y se transfigura en el mismo Rebord, que a partir de ese momento mantiene un tenso debate consigo mismo (es decir, con el Cabrakan). Por un lado, entonces, está Cabrakan, carismático y profético, ordenando el mundo para las multitudes de almas inquietas y huérfanas a través de sus “verdades”. Y por otro lado tenemos a Funes Alterio, cuya misión sagrada consiste en fijar esos principios que derrama el carisma del pastor, normalizarlos y ofrecerles estructura para evitar que la fugacidad del acto performático de su amigo se los lleve para siempre en el viento de la historia y, a través de esa permanencia, procurar la trascendencia de su teología y de su secta, único sentido real de la vida. Como la novela es cobarde, perezosa y sexualmente reprimida, no obtenemos sin embargo una resolución satisfactoria para este conflicto. Ninguno de los dos gana esa disputa metafísica y no se impone ninguna verdad. El político y el científico conviven en un impasse eterno en el mundo infeliz e imaginario de la amistad abstracta, contemplándose con condescendencia desde la distancia. Se prolonga ad infinitum la indecisión del autor. Todos, salvo Rebord, perdemos y el mundo es hermoso.
Y finalmente está Equis, que es otro buen personaje de la novela y para mí es un poco como esos pibitos anarquistas que te resumen los libros de Caja Negra por twitch, en el sentido de que son pibes desenmasculinizados por cierto precario comfort material siempre en peligro de estallar por los aires en el que crecieron, por la fantasía de la militancia política y por las nuevas tecnologías, que resisten pero a la vez desean el fascismo, resisten y a la vez desean el sexo, resisten y a la vez desean el trabajo formal, etc. Por eso es una prolongación de la represión sexual y política generacional que articula el libro. Pero también me huele que no es un personaje original de Rebord sino una sugerencia externa (podría ser de Ana, aburrida de leer la deriva intrascendente de esos porteños normies) para enrarecer o ponerle un poco de pimienta a un relato que hasta ese momento aparecía muy chato. Es una intuición. Sea o no el caso, una vez incorporado a la novela, Equis -que potencialmente podía ser ese personaje que está realmente loco, que fractura la deriva del protagonista y el precario orden que lo sostiene y que la novela pide a gritos-, termina simplemente lumpenizado y castrado por el rayo naucratizador de Rebord.
7 consejos para que la segunda novela de Rebord me guste más que la primera novela de Rebord
La novela me parece que es un fallido por todos lados porque no logra constituir un mensaje poderoso ni presentar una verdad política ni salir de la deriva narcisista de que todos los personajes sean Rebord ni presentar una salida épica frente al tedio generacional. Como novela no funciona, pero tampoco funciona como vehículo del magnetismo personal de Rebord, que es muy grande y muy poderoso. Funciona como mercancía, eso sí, pero no como soporte de una obra trascendente. Es, digamos, una especie de fugaz reel de TikTok recontra sobreproducido. Hubiese sido más fácil hacer un reel de TikTok contando la trama y obtener los likes.
Sin embargo, no me gustaría dejar este pequeño artículo meadísimo con un mensaje negativo que devele el estado ultra cogido de mi imaginación derrotada, así que quiero presentar siete humildes consejos que me gustaría dar a Rebord para que su segunda novela me guste más. Obviamente no estoy diciendo que este debería ser el objetivo de su segunda novela, pero en el caso de él que quisiera hacerme feliz, esto es lo que tendría que hacer.
Querido Rebord:
1) Los norteamericanos inventaron y perfeccionaron el género autorreferencial, alegórico y narcisista que intentás recrear ingenuamente desde cero. Antes de escribir tu próxima novela deberías profundizar en el canon de la CIA y abandonar al viejo gagá de Borges.
2) Tu próxima novela deberías trabajarla en un taller literario. Entiendo que sos un genio -lo sos- pero hasta la genialidad tiene sus límites y en tu caso no es precisamente la prosa “arltiana”. Te recomiendo el de Vanoli. Para mi es un anciano pedante pero es morenista, escribe excelente ciencia ficción y por algún motivo te banca. Otra excelente opción es Sebastián Robles. Pero cualquiera va a estar bien.
3) En tu próxima novela los personajes tienen que coger, alguien tiene que desear algo de verdad, algo que no sea una abstracción. Esto es una verdad de las grandes historias desde la guerra de Troya.
4) En tu próxima novela tiene que haber al menos una espada. No puede ser que hayas escrito una novela y no le hayas puesto una espada. Ideal que esté en llamas. Ideal que alguien muera o resulte gravemente herido.
5) En tu próxima novela la verdad a la que acceda el protagonista al final tiene que ser una verdad sencilla.
6) En tu próxima novela tenés que putear a CFK.
7) En tu próxima novela los hagoveros tienen que salvar el día, como en la Spiderman de Sam Raimi.
Te mando un besote, Contrarreforma
resumen de la crítica: faltaron tetas
Gracias por la amplia reseña.