En enero de este año, imágenes sexualmente explícitas generadas con IA de la cantante Taylor Swift proliferaron en redes sociales, principalmente 4chan y Twitter. Seguramente las vieron. Los videos fueron creados con Microsoft Designer y reproducidos más de 50 millones de veces, según algunas fuentes, antes de ser retirados de internet, o al menos de la superficie de internet. La polémica produjo una fuerte reacción de grupos políticos, ONGs, del propio CEO de Microsoft, Satya Nadella, y de algunos senadores norteamericanos que introdujeron una ley con apoyo de los dos partidos para ofrecer derechos a las víctimas de este tipo de deepfakes.
El incidente fue interpretado como una especie de represalia contra Swift de parte de grupos de la derecha pro-Trump, que la odian y la presentan en las redes como una especie de militante de izquierda comunista, aún a pesar de que su música, en el mejor de los casos, es el epítome de una cultura juvenil, cliché y egotista, obsesionada con los pequeños placeres y los traumas cotidianos de la gente rica y privilegiada. Hace poco, de hecho, vi circular un video en el que un norteamericano de sombrero texano se gastaba seis mil dólares en una subasta para comprar una guitarra que en teoría había pertenecido a la cantante con el objetivo de romperla a manera de pequeña declaración política repleta de frivolidad pero que, de alguna manera, el tipo ostentaba frente a la cámara de forma triunfal.
Es obvio que la obsesión con Taylor Swift por parte de estos enardecidos trumpistas tiene un componente fetichista complejo. El hecho de que la cantante sea una mega estrella global no es suficiente para explicarlo. En el caso de las escenas de pornografía hay una especie de fantasía de realidad: se que esto que estoy viendo es falso, y sin embargo lo miro como si fuese real y disfruto de la humillación impartida sobre el objeto de mi odio -y quizás me caliento un poco también. En el documental de 2011 Il n’y a pas de rapport sexuel, de Raphael Siboni (el título es una frase de Lacan que literalmente significa “no hay relaciones sexuales”, aunque se tradujo al español como “Yo fui el rey del porno”, se las recomiendo) este punto queda revelado cuando al mostrar el behind the scenes y la dirección de muchas escenas del cine para adultos todo queda asquerosamente de-sexualizado: los actores fuman, se masturban para mantener su erección, fingen el placer de manera obvia, etc. Incluso aunque como espectadores ya sabemos que toda la pornografía es falsa, exponer la formalidad de la técnica artística devela la ansiedad del momento y destruye la ilusión para siempre.
Pero el repudio del placer fetichista sucede también del otro lado, entre las swifties, para quienes los ataques de los trolls pervertidos de 4chan parecen convertir a Taylor automáticamente en un vehículo potente de las aspiraciones políticas de su época. ¿Esto es realmente así? Obviamente que no. La música de Taylor Swift es manifiestamente frívola y calculadamente comercial. Su obra idolatra el narcisismo y los momentos teatrales a instancias de cualquier tipo de compromiso sentimental, ve todo rechazo como un agravio que debe ser vengado y todo afecto como una “neblina de lavanda” que hay que habitar sólo hasta llegue el siguiente. No hay reciprocidad, no hay moral, apenas una estética emocional nebulosa y egoísta que presentan a las chicas de su generación como tontas que saltan entre experiencias sin ningún sentido más que el de registrarlas con su celular para subirlas a instagram -y quizás tenga razón. No digo que nada de esto esté mal en sí, solo digo que, a diferencia de otras artistas pop que, en otras épocas o incluso en esta, sí se animaron a rascar un poquitito el tejido de la conversación social, Taylor Swift ofrece muy poco, ni siquiera el simulacro de una provocación.
Slavoj Zizek cuenta una buena anécdota sobre el físico Niels Bohr. Supuestamente tenía una herradura de caballo colgada en la puerta de su casa de campo en Dinamarca, un símbolo de superstición en Europa destinado a proteger al hogar de presencias malignas. Cuando un amigo la vio, lo increpó: “pero Niels, ¿cómo puede ser que un hombre de ciencia como vos crea en semejante estupidez?”. Su respuesta fue correcta: “no creo para nada, pero me dijeron que la herradura funciona para ahuyentar los espíritus aún si uno no cree en ella”. Esta es una manera perfecta de describir cómo funciona la ideología: algo que hacemos aún si no creemos en ello, o mejor dicho, especialmente si no creemos en ello. Sin saber que lo hacemos o por qué lo hacemos. Zizek utiliza la anécdota para referirse a la democracia liberal: un sistema fallido, que sabemos que no funciona, pero que sin embargo seguimos teatralizando como si funcionase. Quizás lo mismo pudiese decirse sobre este simulacro de peronismo al que asistimos actualmente, pero ese es otro tema. Más bien volvamos a este punto: ¿no pasa algo parecido con el poder político, transformador, contestatario, que suponemos tienen los artistas -incluso los populares? Por supuesto, nos encanta hacer de cuenta que provocan al poder, que lo perforan, que lo incomodan, que exponen algo, pero en realidad no hay más que un negocio calculado de reproducciones y self-design. Esto se volvió inapelable desde Malcolm McLaren para acá, al menos. Aplica desde The Clash hasta Lali Espósito. Desde La Polla Records hasta Dillom. El rock y el pop son grandes utopías conservadoras.
En el caso de Lali todo es un poco más complicado, porque algunas de sus composiciones son realmente notables, incluso si su sonido depende en gran medida de sus productores. Aún así, sus canciones están hechas para apelar al segmento de la transgresión tolerable, ese magma enigmático y elusivo en el que se modelan las divas pop: lo suficientemente edgy para que fantaseen los normies pero no tan provocativo como para que Gancia no pueda utilizar ese “himno” bondage para promocionar su bebida lista en el cascoteado subte de Buenos Aires. Quizás por eso es que no podamos fingir que Lali sea T. S. Eliot. De hecho, podríamos decir que es todo lo contrario. Arrastrada por la ola del “género urbano”, prácticamente todo Libra (2020) y Lali (2023) pintan el optimismo espontáneo del capitalismo evangélico manufacturado por las agonizantes industrias culturales. Esa falta de alma propia quizás sea lo que le impide todavía a Lali convertirse en un verdadero éxito regional.
En este estricto sentido, sin embargo, su nuevo hit contestatario, Fanático, hace match perfecto con el espíritu de un peronismo domado, lleno de un idealismo agotador y apático. Su insistencia en posicionarse del lado “correcto” de la grieta la vuelve la artista perfecta en una época en que tanto el arte como la política han abandonado la voluntad visionaria, conmovedora y profética y en donde descubrir algo malo sobre el carácter de alguien es socavar todo su atractivo. De ahí la gran capacidad de Lali para curar y mantener su propia imagen pública con maestría, que en definitiva es el único gran arte de nuestro siglo. Como dictan los manuales canónicos de branding, Lali nació como una niña prodigio, cargando los mandatos de la sociedad de clases, se rebeló y reinventó como ícono de la comunidad LGBT, se declaró bisexual, y finalmente, se politizó, ofreciendo a sus fans una plataforma corporativa de reivindicaciones culturales con las cuales sentirse representados e individualizados. Su próximo paso tiene que ser grabar un disco de baladas, o de boleros, o de R&B, es decir, un disco personal, su disco “más personal hasta ahora”. Luego fracasar. Finalmente volver, como Elvis, con un especial de navidad y anunciando su embarazo. O sea digamos, transitar el camino de Moria, que es su role model. Es muchísimo más -y muchísimo mejor- de lo que pudo hacer su némesis Tini Stoessel, que intenta copiar estos pasos pero de forma torpe, tarde y mal.
Pero también intentan copiar estos pasos todas las figuras del kirchnerismo, en su afán de dejar de ser políticos y convertirse en influencers. Por eso Lali es celebrada en tanto personifica el ideal de pronunciamiento sin costos reales (el hate en internet no es un costo sino, por el contrario, una estrategia de monetización), que es la aspiración máxima de esta nueva camada de dirigentes testimoniales que rehúyen las complejidades de la discusión política a cambio de clips de TikTok. También es la aspiración de la base de, digamos, votantes de esos políticos, que al vivir de forma vicaria a través de estas figuras, son incapaces de tolerar la contradicción, condición excluyente de su experiencia pasiva y moralmente reparadora. Lali, en este sentido, nos permite experimentar lo mismo que sentimos cuando compramos agua Villavicencio o café Starbucks o ropa Patagonia, etc que nos indica “sí, es cierto, nuestros productos son un poco más caros pero es porque un dólar va para los agricultores de Guatemala, otro dólar para mantener las reservas naturales en el amazonas, otro dólar para las hilanderas de Sri Lanka, etc”, es decir, incorpora la sensación de altruismo en el mismo acto de compra, evitándonos tener que hacer algo más para compensar la culpa del consumo hedonista, una lógica que en su perversidad no deja de ser atractiva.
Para nuestros referentes kirchneristas, entonces, convertirse en influencers reporta beneficios reales: les abre el upper funnel en su competencia cada vez más intensa por la atención de los descerebrados ciudadanos frente a los videojuegos de celulares, la pornografía y Netflix (según Eric Wilson, estratega del partido republicano, los políticos ya no compiten contra otros políticos sino contra las plataformas de entreteinimiento) y reduce a prácticamente a cero su obligación a arriesgar algo real al incorporar al acto de votar peronismo -que en las viejas épocas era considerado un acto retrógrado, oscuro, corrupto, etc- todo tipo de significados bellos, altruistas y modernos. El kirchnerismo ama estas estrategias y es por eso que ama a Lali y odia a los políticos tradicionales (como Pichetto), que todavía se permiten disfrutar de ser odiados por una población a la que desprecian.
Los riesgos y los límites de esta traza están, sin embargo, a la vista, en la medida en que promueven la rabiosa apatía de una población cada vez más radicalizada por pelotudeces cosméticas y a la vez menos comprometida políticamente. Esto les permite salirse con la suya en algunos casos. Por ejemplo, denunciando las injusticias del orden neoliberal mientras colaboran con sus think tanks produciendo piezas audiovisuales, documentos de trabajo o recomendaciones de políticas públicas que refuerzan el sentido común que lo sostiene en pie. Hay una idea que no se a quién le robé que indica que en el cine de clase B se filtra la lucha de clases: los vampiros representan a la burguesía -son educados, versados en las artes y la poesía, viven entre nosotros y, por supuesto, se alimentan de tu sangre- mientras que los zombies representan al proletariado -son feos, estúpidos, torpes, viven en el barro, etc. La película de 1932 White Zombie -que da su nombre a la banda de metal- narraba la historia de Charles Beaumont, un terrateniente que tiene una gran plantación de caña en la Haití ocupada por Estados Unidos y que emplea zombies en el proceso de refinamiento del azúcar. En cierta escena Beaumont explica entusiasmado que, a diferencia de los hombres, los zombies no se enferman, no paran de trabajar por la noche, no hacen huelgas ni se asocian en sindicatos, etc. A esto se refería Lacan cuando afirmaba que la verdad tiene la estructura de una ficción, es decir, que las ficciones revelan lo que convierte al lenguaje en un objeto real. Es fácil hacer el ejercicio y pensar cómo hablan nuestros representantes peronistas de sí mismos y de los otros (por ejemplo, de los libertarios que fueron a Parque Lezama a ver a Milei), ¿cómo vampiros o como zombies? Y viceversa, ¿cómo hablan los libertarios de la casta política? Por este motivo, me parece, es que hubo tantos kirchneristas ofendidos con Rebord cuando comparó, con inteligencia, el acto de Máximo (un acto de vampiros) con el de La Libertad Avanza (un acto de zombies).
Pero, en fin, me desvié un poco. Volvamos a Lali. Me gustaría terminar con una nota no tan amarga acerca de nuestra artista nacional, una nota no tan de anciano garchado por el progresismo de la UBA y obsesionado con los pequeños detalles de la crítica sobre los objetos finos, bellos, frívolos e irrelevantes de la cultura argentina, sino ofrecer una vía posible hacia la redención. La utopía, como sabemos, nos enfrenta al dilema filosófico de disolver la identidad de lo cotidiano, pero a la vez, lo que es radicalmente distinto de nosotros es aquello de lo que no podemos tener ninguna experiencia, aquello que por definición cae fuera del rango de nuestra imaginación. Jameson decía que, en la escala de lo cognoscible y lo incognoscible la utopía es “virtualmente y por definición, lo incognoscible incognoscible”. Por eso Marx afirmaba, discutiendo con los socialistas franceses e ingleses, que cada intento de describir el comunismo funciona necesariamente como una proyección de prejuicios personales, fobias y obsesiones del escritor. En efecto, la imaginación utópica es un tipo particular de imaginación artística. Y en este punto sabemos que el pop, desde Scream de Michael Jackson hasta Born this way de Lady Gaga, ofreció -y sigue ofreciendo- un camino probable hacia un futuro posible. Podríamos decir, de hecho, que el pop es una anticipación supersticiosa que intenta representar una unidad de la teoría y la práctica admisible en las sociedades tras la crisis del marxismo. Está claro cuál debería ser un renovado rol de Lali en este escenario: abandonar sus convicciones liberales y convertirse al comunismo, reunir a los entusiastas, transmitir la promesa íntima del éxtasis político, secuestrar a Milei, enjuiciarlo por stream, encontrarlo culpable, ejecutarlo en vivo y encender la chispa de la revuelta social. Solo así podrá trascender sus limitaciones y convertirse, finalmente, en nuestra verdadera y eterna estrella pop.
Párrafos geniales; lo leí en el celu y merece una lectura mas atenta y tranquila en la compu.
GENIAL.
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