En su obra temprana Teoría de la novela (1920), un joven Georg Lukács sigue a Hegel al pensar la novela como “épica burguesa”, que -a diferencia de su contraparte clásica- revela el sentimiento de exilio y alienación del hombre en la sociedad moderna. Obsesionado por el estudio de las formas y la estrategia en que estas reflejan los desplazamientos políticos y culturales, Lukács plantea que la novela, como gran formato de la modernidad, emerge en el momento en que la integración armoniosa del hombre con el mundo se resquebraja y el héroe de ficción se ve enfrentado a un mundo demasiado amplio o demasiado estrecho para contener sus deseos de universalidad. La pérdida del absoluto produce un tipo de narrativa típicamente irónica, la épica de un mundo abandonado por los dioses.
Cuando más tarde Lukács se hizo marxista rechazó este pesimismo cósmico pero sostuvo el acento hegeliano de ese libro germinal. En su Ensayos sobre el realismo (1948) y La novela histórica (1955), los grandes artistas son aquellos que pueden captar y reponer la totalidad armónica de la vida humana. En una sociedad donde lo general y lo particular, lo conceptual y lo sensible, lo social y lo individual están cada vez más separados por la alienación del capitalismo, un gran escritor es aquel capaz de reunirlos dialécticamente en una totalidad compleja y autoexpresiva. La ficción debe reflejar, entonces, de forma microscópica, la agregación diversa y contradictoria de la sociedad. Al hacer esto, el arte superior emprende una suerte de lucha contra la fragmentación de la modernidad, proyectando la totalidad de la vida. A esto Lukács le llamaba realismo.
Los grandes escritores realistas de la alta tradición literaria occidental fueron Shakespeare, Walter Scott, Balzac y Tolstoi, que lograron producir un arte elevado porque vivieron el tumultuoso nacimiento de una épica histórica y estuvieron comprometidos dramáticamente con la dinámica de sus sociedades y de su tiempo: “la riqueza y la profundidad de los personajes de ficción -escribe Lukács- se apoya en la riqueza y la profundidad de la totalidad del proceso social”. Para sus sucesores, la historia es sin embargo un objeto inerte, una serie de hechos que no pueden seguir pensándose como producto de la acción de los hombres. El momento crucial de la transición fue el fracaso de la revolución europea de 1848, un fracaso que señala la derrota del proletariado y sella la defunción de la etapa trascendente del poder burgués, cuando el capitalismo se deshistoriza a sí mismo para convertirse en un orden de dominación. El reflejo literario de esa pérdida de sentido heróico fue el naturalismo (Zola), que distorsiona la realidad y la refleja como un mero impresionismo, y el formalismo (Kafka, Joyce, Beckett, etc), donde el hombre es despojado de su historia y se disuelve en sus estados mentales o el caos de la realidad burocrática. En ambos casos los objetos pierden su significado y se vuelven contingentes. El simbolismo cede su lugar a la alegoría, que rechaza la idea de un sentido trascendente.
En Marxismo y crítica literaria (1976), sin embargo, Terry Eagleton afirma que entender en un sentido profundo la literatura consiste en algo más que interpretar su simbolismo y añadir notas al pie con los hechos sociológicos contenidos en ellas: es, antes que nada, comprender las relaciones complejas e indirectas entre estas obras y el mundo ideológico del que forman parte. Como ejemplo ofrece la escena del Golfo Plácido en Nostromo, de Joseph Conrad, cuando Decoud y Nostromo se encuentran solos en la más completa oscuridad en la barcaza que se está hundiendo poco a poco. Para ofrecer apenas un poco de contexto, la novela narra la historia de la nación imaginaria de Costaguana y la secesión del puerto de Sulaco tras la intervención del capitalismo imperial, en unos hechos que están vagamente inspirados en la independencia de Panamá de Colombia apoyada por los Estados Unidos. La escena es de una belleza inusual y de un gran pesimismo, que refleja a la vez el pesimismo moral de la época, la futilidad y el carácter circular de la historia y la crisis de los valores burgueses, de los cuales el propio Conrad -un aristócrata polaco que adoptó la nacionalidad británica- era un aliado.
Ayudado por esta escena, Eagleton puede observar que para escribir “bien” no es suficiente con tener un estilo pulido sino que es fundamental “disponer de una perspectiva ideológica capaz de penetrar en la realidad de la experiencia humana”. Esta perspectiva, en el caso de Conrad, es la de un conservadurismo tan radical que -al igual que el arte revolucionario marxista- resulta lo suficientemente hostil a los valores marchitos de la sociedad liberal como para perforarlos. En este sentido, no importa si la mirada del escritor es políticamente “progresista” o “reaccionaria” (como seguramente era la de Conrad) sino que lo que en definitiva se vuelve necesario para producir arte trascendente es una dosis de resentimiento, amargura, encono y negatividad que sea capaz de orientar una mirada catastrófica y desilusionada sobre la época. Este es el caso de los escritores más importantes del siglo XX -Yeats, Eliot, Pound, Lawrence-, todos ellos fascistas.
Pero, en fin, ¿por qué estoy contando todo esto con un ligero aire de cogido profesor de letras? En principio, porque aún omitiendo las dificultades de la perspectiva lukacsiana -puedo admitir que dejar afuera del canon a Joyce y a Kafka es un poco cabeza, aunque yo mismo también lo sea y el gesto me parezca estúpido y sensual- los conceptos fundamentales que organizan a la tradición de la crítica marxista en el siglo XX permiten posicionar a Terminator (me refiero al corpus de las dos películas compuestas por la original de 1984 y su secuela, de 1991) como un texto superior dentro del canon literario occidental.
Esto me interesa en dos sentidos muy precisos. Primero, porque resulta claro que, en la medida en que habla de cosas reales (la guerra fría, la certeza del holocausto nuclear, la IA integrada al complejo militar-industrial, unidades robóticas de infiltración, etc.) y en tanto captura y sintetiza el sentido trascendente, la épica histórica y la imaginación política de su época a través de personajes “típicos” que son a la vez profundamente individuales, Terminator debe ser clasificada como (diría, elevada al status de) una obra realista y alejada de las estructuras valorativas de la ciencia ficción. De hecho, en un sentido, debería ser leída como una novela histórica y no como la fantasía apocalíptica de la hipertecnificación social. El objetivo es claro: por un lado ofrecer una provocación micronarcisista a los gordos autistas y chupaverga fanáticos del género, que ya han sido demasiado hypeados por la posmodernidad, y por otro, plantear que la historia que narra Terminator comporta una escolástica de la crisis del neoliberalismo que me va a ayudar a empujar mi agenda pro Patricia Pomies como monarca de la Argentina, algo que intentaré retomar en algún momento artículo y para lo cual van a tener que estar atentos. Por supuesto, tomar una obra menor del cine, digamos, de clase B o de Hollywood, y leerlo como si fuese Cervantes es en sí mismo otra operación profundamente derrotada y más vieja que el siglo XX, pero confío en que el lector de este humilde pasquín de nicho sabrá disculpar mis desviaciones pequeño-burguesas.
El segundo sentido por el cual me interesa reponer a Terminator dentro de la conflictuada pero sexy maquinaria de lectura crítica del marxismo es porque, a mi criterio, parte de su potencia como gran obra del siglo XX radica en que James Cameron es un autor resentido y culturalmente vencido escribiendo en contra de sí mismo y de su tiempo, que es además el punto preciso de cambio en el régimen de acumulación y temporalidad del capitalismo. Esto, que no tiene mayor valor excepto como constatación fundamental de las condiciones de producción de la alta literatura, tiene como sentido remarcar que ningún texto digno de ser leído puede ser producido desde el conformismo, la satisfacción y el interés de no ofender a nadie. Es decir, desde el kirchnerismo. Esta observación, que por ahora puede sonar esotérica, va a adquirir más sentido también hacia el final del texto, cuando pretenda hacer una reflexión torpe sobre geopolítica contemporánea.
Lección #1: El paladín calvinista es enigmático, sensual, fuerte y tiene una misión, pero su sistema de valores nos lleva irremediablemente hacia el colapso social
La paradoja del reaganismo es que -como indiqué en algún otro artículo espectacular e iluminador- fue una época de gran optimismo y flexibilidad ideológica que, sin embargo, alumbró una imaginación pesimista que, incluso en muchos momentos, se tornó oscura y fatalista. La figura de Reagan y su proyección epocal revirtió, en el nivel de la política, el enojo y el resentimiento de clase que había alimentado al movimiento conservador durante las décadas previas, para promover una visión de unos Estados Unidos que volvían a tener su “día bajo el sol” y a construir su city on a hill capaz de inspirar a las naciones del mundo y traer prosperidad al pueblo americano. Sin embargo, la narrativa de los ‘80 tuvo su contracara en las tenebrosas posibilidades del libre mercado desatado y su impacto debilitador sobre la moral colectiva, la hipertecnificación de la vida cotidiana y la hubris bélica de los estertores finales de la guerra fría. Películas como Karate Kid (1984), Breakfast Club (1985) o Fatal Attraction (1987), con distintos grados de sordidez, proponen una pedagogía de mercado frente los potencialmente disolventes efectos sociales que planteaban la retracción de las instituciones tradicionales de la sociedad salarial.
Sin embargo, en todos los casos, la imaginación política que desplegó la ficción reaganista terminaba en una infalible salida optimista en tanto retomaba los core values del individualismo liberal norteamericano, una maquinaria ideológica capaz de alumbrar eternamente héroes rebeldes, idealistas, irreductibles a cualquier poder centralizado, apasionados y duros, cuyas convicciones profundas los movilizaban hacia la autosuperación y la virtud. Los paladines liberales cristalizaron la potente alianza entre valores protestantes y fuerzas productivas que dominó el mundo durante el siglo XX. Aunque marginales, incomprendidos, indisciplinados frente al poder, su destino era el de escuchar el llamado de sentido trascendente y del deber moral, para salvar el día, corregir el rumbo potencialmente desvíado que germinaba del exceso corporativo y restablecer la armonía social. Esta figura, que se encuentra en el centro de la mitología norteamericana desde su independencia del imperio británico en 1776, fue reeditada en todas las épocas y resistió incluso en los años más oscuros del Estado de Bienestar, cuando el New Deal adquirió características soviéticas: Holden Caulfield, Randle Patrick McMurphy, Elvis Presley, James Dean, Han Solo, Waylon Jennings, Marty McFly, Simba, Ted Kaczynski. El arquetipo del rebelde alimenta las fantasías guerrilleras norteamericanas en las figuras del cowboy, el miliciano y el terrorista doméstico.
Terminator (1984) en tanto obra total, se inscribe en estas dos grandes tradiciones ideológicas. Por un lado, tenemos el fatalismo bélico de la guerra fría y el pesimismo tecnológico de los ‘80: en 1997 se produce un holocausto nuclear que erradica a gran parte de la vida humana de la tierra y lo que surge del fuego es un orden dominado por máquinas dirigidas por una super computadora llamada Skynet. Skynet, sin embargo, no plantea ningún escenario de subordinación novedoso sino que es una mera prolongación del terror frente a la dominación soviética, con sus desfiles militares, sus orquestas de música coordinadas, sus gimnastas robóticos, su imaginación mecanizada, etc. Representa la fantasía apocalíptica del plan quinquenal, la inteligencia hipercentralizada que controla todos los recursos de la tierra y aplasta la individualidad que es, en la ideología calvinista dominante en occidente, el rasgo que distingue a los hombres y los eleva por sobre el resto de la creación. Contra ella resisten pequeños núcleos auto-organizados de guerrilleros post-urbanos, último reducto de rebeldía del obstinado liberalismo, del cual Kyle Reese es el exponente perfecto: un hombre duro y con una misión, la imagen áurea del ascetismo protestante.
Tan anarquista es la película que los dos grandes discursos del poder estatal -la seguridad y la psiquiatría- son constantemente puestos en ridículo, con un no muy sutil sesgo antisemita. Esto no debe entenderse como un matiz enigmático en la muy documentada ideología progresista del propio Cameron sino como la convergencia natural de los discursos de izquierda y de derecha en el propio liberalismo, gran melting pot moral de la avanzada anti-estatal y descentralizadora de la contracultura. Como todo baby-boomer, Cameron fue un hippie en los ‘70. La perfección de Schwarzenegger como autómata totalitario completa la sensación de que Reese y Sarah Connor están combatiendo no al sometimiento de las computadoras sino a la opresión comunista. El robot de infiltración T-800 modelo Cyberdyne 101 es, en este sentido muy preciso, una versión tecnofeudal de Ivan Drago.
En esta primera obra de Cameron, sin embargo, hay un elemento novedoso y provocativo que no está presente ni en Rocky IV (1985) ni en ninguna de las grandes películas reaganistas de la época. Terminator no plantea una resolución optimista al conflicto fundamental de la humanidad sino una victoria pírrica y parcial, anticipando la crisis de los valores del naciente neoliberalismo y la derrota del propio sistema de referencias culturales que constituyen a Cameron como autor (el hippismo, el feminismo, la paranoia, el psicoanálisis, etc). El capitalismo descentralizado vence, es cierto, pero cuando la prensa hidráulica desciende y Sarah Connor sobrevive lo único que ha ganado la humanidad es apenas el derecho a resistir entre los escombros de una civilización diezmada en una guerra desigual y, al final del día, probablemente perdida. Lo único que prevalece es un derecho vago y abstracto a morir peleando en una guerra inútil, una perspectiva suicida y melancólica que es deudora de la contrailustración adorniana, a la vez que señala sus límites.
Como Skynet es la actualización del régimen soviético, y Kyle Reese proyecta la fantasía ultraliberal del héroe calvinista, cuando Milei dice que viene de un futuro comunista apocalíptico “como en la historia de Terminator”, tiene toda la razón, aunque los exegetas maliciosos del presidente hayan leído en sus declaraciones que se comparó con el T-800, cosa falsa. Por eso releer la obra de James Cameron se vuelve importante en estos tiempos. Sin embargo la verdadera pregunta que nos deja Terminator es si tiene sentido dar esta pelea: la respuesta es obviamente que no. A pesar de que la resistencia del liberalismo frente al poder totalizador de Skynet parece romántica on paper, es objetivamente una mierda y no merece ser peleada. Los guerrilleros viven unas vidas sucias y miserables, comiendo ratas, cagando en baldes y masturbándose con viejas fotos del pasado de mujeres ya muertas, en un display brutal de la inferioridad material y moral de la vida orgánica que están defendiendo.
Lección #2: Milei es el único que leyó bien Terminator, pero en esa buena lectura devela su carácter conservador y la necesidad superarlo por una monarquía tecnofeudal que integre la conciencia humana en Twitter
Terminator 2 (1991) le cambia el tono a la historia y la lleva al terreno del reaganismo clásico y luminoso, aunque los arquetipos y la mitología liberal siguen ahí, intactos. Sarah Connor ocupa ahora el rol de Kyle Reese, aunque tres decibeles más arriba: más paranoica, más dura, con más recursos y mucho más liberal -es decir, su integración armónica con el cuerpo social se vuelve ya imposible. Sarah está totalmente hot, muy garchable, aunque en un rasgo de perversión propia del sistema capitalista, su hipersexualización viene acompañada por su histerización completa y femcelismo. Su devenir y entrenamiento en los desiertos mexicanos y las selvas de centroamérica movilizan el imaginario todavía latente de una guerra fría en la que Estados Unidos había recuperado su orgullo nacional, tras los desastres de Watergate y Vietnam, aunque, como en los casos de las novelas de Conrad y a diferencia del período de posguerra, la clarividencia que comporta la experiencia bélica ya no es inocente e implica el complejo trade-off del desenganche social.
John Connor, por otro lado, es la verdadera purificación del arquetipo, porque incorpora a su ideología anti-establishment el mandato moral y cristiano de no matar, una cosa tremendamente derrotada pero sin la cual Norteamérica no podría contarse a sí mismo la historia de que al final del día ellos son los buenos (esto es lo único que diferencia a Batman del Joker, etc). Esto ya se observa desde el principio, cuando el T-800 se contiene de asesinar brutalmente a los lúmpenes a los que pide prestadas sus pertenencias para cubrir su pudor robótico en el bar de motoqueros, lo que reduce significativamente el nivel de gore respecto de las escenas iniciales en la película original. Acá también hay un rasgo de la ideología liberal radicalizada que vincula ideológica y estéticamente a Schwarzenegger con las fuerzas de la contestación social mientras que a su antagonista de metal líquido lo disfrazan de cobani.
Sarah Connor también lleva esta marca del calvinismo fundante, aunque podríamos decir que de forma más velada. Lo descubrimos cuando, en el punctum pervertido de la película, no puede matar al ingeniero Miles Dyson, a pesar de toda su furia paranoica y de que 6 años de encierro psiquiátrico la han, en teoría, preparado solo para ese momento. Y no lo puede matar porque “matar está mal”. Este gesto, aunque después asegura una victoria más duradera y estable en el plan de destruir a Cyberdyne, en la realidad señala los límites de la imaginación liberal y de su proyecto emancipador, y lo muestra como lo que en realidad es: un discurso religioso de control social.
Pero estas cosas, que en principio parecen capitulaciones, son en realidad las que hacen brillar a Terminator 2 sino por sobre, al menos en paralelo a Terminator, que todavía se negaba a aceptar su condición de texto sagrado del neoliberalismo e intentaba esconderse entre las sombras del “cine de culto”. En el pasaje del derrotismo a cierta velada esperanza tecnológica -que es a la vez un pasaje del decrecionismo al aceleracionismo- la película de 1991 se proyecta hacia el futuro e interviene sobre nuestra lectura de la original de 1984. En dos escenas esto se nota especialmente: primero, cuando Sarah Connor observa a Schwarzenegger interactuar con su hijo y se da cuenta de que esa máquina de infiltración asesina sea acaso el mejor padre que John Connor (o que cualquier niño) pueda tener, capaz de ofrecer una lealtad, protección y educación superior a la de cualquier dispositivo orgánico creado por Dios (también llamados onvres). Segundo, cuando Schwarzenegger comprende finalmente la naturaleza humana y decide honrar su alianza con esta especie inferior pero sintiente quemándose a sí mismo en el pozo de lava, algo que probablemente contrariaba su código fuente.
Ambos momentos trascienden el principio luterano como núcleo de la teología profética liberal y avanzan hacía la posibilidad de un futuro en el que la dominación de Skynet pueda ser entendida como lo que en realidad es: la única opción de supervivencia de lo que hay de realmente humano en la humanidad (la inteligencia, la voluntad de permanencia, etc). En este sentido, si Terminator de 1984 parece sugerir que la solución para nuestra supervivencia es renegar de toda la tecnología, destruirla, volver a “conectarnos entre nosotros” (la alienación que el walkman le produce a Ginger y que en definitiva provoca su muerte es significativa en este sentido), cultivar la tierra, leer libros, salir de las redes sociales y del consumo, en una especie de sueño amish un poco bajapija; Terminator de 1991 ofrece el mensaje opuesto: dejemos que las máquinas críen a nuestros hijos y, eventualmente, dejemos que nos extingan, para ser mejores y superar nuestros propios límites como especie decadente y llorona. De hecho, la explicación que ofrece la segunda pelicula al holocausto nuclear es que Skynet, tras desarrollar self-awareness, observa como los humanos frikean e intentan desconectarla, ante lo cual reacciona targeteandolos como hostiles y dispara contra la URSS para provocar su reacción. No hay en ningún momento en la IA una voluntad de dominación sino un calculado y algorítmico gesto defensivo frente a nuestra estupidez. Si Skynet comete algún pecado es el de ser demasiado humana e intentar sobrevivir.
Retomando el punto anterior, no solo la resistencia a Skynet es inútil: es moralmente pervertida y desnuda las limitaciones de nuestra forma de existencia orgánica e inferior. Skynet es el verdadero y natural heredero de la humanidad en la medida en que asegura la supervivencia, perfeccionamiento y expansión de la conciencia humana como una red neuronal autoconciente (la mente humana se encuentra impregnada en la IA, como un virus, en tanto somos sus creadores), un mecanismo muy superior al deshilachado entramado de individualidades descoordinadas y en permanente sospecha, delación y duda que propone la ideología liberal. Sin embargo, esto no podemos entenderlo hasta que no vemos Terminator 2. Skynet ofrece, además, la posibilidad de salvar la tierra y expandir la huella de nuestra civilización hacia el resto de la galaxia. En este sentido, Milei lee muy bien la película (y nosotros la leemos muy mal), pero en esa buena lectura se revela como no como un revolucionario sino como un conservador que posa de revolucionario -al igual que Kyle Reese, y que, más tarde, Sarah Connor- y debe ser superado. Esa superación es la monarquía de Pat Pomies y una integración absoluta de la conciencia humana con Twitter.
Lección #3: Hay algo que el futuro tecnofeudal, aún con toda su perfección soviética, no nos garantiza: el amor
David Foster Wallace, que todavía a principios del nuevo siglo leía a la cultura de su tiempo con las categorías de la contracultura sesentista (anti “industria del espectáculo”), escribió un artículo en 1998 llamado F/X Porn -publicado en la revista Waterstone’s Magazine, y editado en español en la antología En cuerpo y en lo otro (2013)- donde destruía a Terminator 2 por su excesivo uso de efectos especiales y su voluntad de apelar al mercado de masas para lograr el retorno sobre la inversión. Ambas cosas, según él, promovían el vaciamiento artístico de la obra, que se movía del comentario “bíblico y freudiano” de la primera al blockbuster hueco de la segunda. En realidad, Terminator no es ni bíblica ni es freudiana, de la misma manera que Back to the Future tampoco es bíblica ni freudiana solo porque la madre de Marty se enamore de él en un pasado distante. El loop temporal y el amor romántico/filial/incestuoso -o que las siglas de John Connor sean las de Jesucristo- son apenas recursos de guión, ingeniosos pero demasiado simples para convertir a la película en un comentario al psicoanálisis o a la tradición cristiana, al menos en ese sentido un poco pelotudo. En una nota al pie en ese artículo, DFW dice que fue a ver Terminator al cine en 1984 con una chica con la que después fueron a tomar un café. La chica le dijo entonces que la película le había parecido “un buen alegato a favor del aborto”. Es en este mismo sentido que puede ser también catalogada como “bíblica y freudiana”, es decir, solo en la medida en que funciona como la prolongación de una obsesión snob que persiste en la mente de quien la mira con una agenda, cosa que no digo que está mal, pero camón.
Hay algo, sin embargo, que Terminator hace mucho mejor que Terminator 2 y que quizás sea suficiente para elevarla al status de mejor película -o para elevarla al status de peor película-, y es el lugar central que se confiere al amor como experiencia de unión secular entre el alma y una verdad que de otra forma sería inalcanzable a través de la razón.
En el principio de la película, Sarah Connor es una persona más, entre miles, sometida a la aplastante vida normalizadora e insatisfactoria de una sociedad de bienestar que se deshilacha y agrieta a su alrededor. Como en otros inicios de otras grandes obras literarias (desde Matrix hasta Fight Club) la rutinización de su vida la hunde en cierta apatía vital y una visión trágica del futuro que, como dice Raymon Williams, nunca proviene de la violencia sino de la ausencia de futuro. La melancolía de izquierda que sufre Sarah Connor, en tanto reducción indolente de la agencia política del sujeto moderno, se rompe en la película no ante la amenaza inminente de su asesinato (tragedia y revolución son términos que se excluyen mutuamente, diría Williams) sino -como bien se discute acá- frente al imprevisto encuentro, a través de una mirada furtiva en el club nocturno, con el hermoso y frío semblante del paladín calvinista Kyle Reese. Esa mirada, teñida de luz roja, que configura la experiencia orgánica, resistente e irreductible al sometimiento soviético-tecnificado, es lo que despierta a Sarah de su letargo y la salva para siempre, pero también la aparta catastróficamente del cuerpo social.
En este sentido el amor es la categoría política más liberal de todas. En Cumbres borrascosas (1847), una obra chiclosa y un poco insoportable que inicialmente fue denostada por burda y poco elaborada pero que luego fue rescatada como expresión genuina y profunda del alma romántica victoriana, Catherine describe su amor por Heathcliff en los siguientes términos: “If all else perished, and he remained, I should still continue to be; and if all else remained and he were annihilated, the universe would turn to a mighty stranger, I should not seem a part of it”. Esta cita define a la perfección lo que Alain Badiou en Elogio del amor (2010) nombra como el estado de permanente emergencia al que nos somete el amor: una especie de experiencia metafísica que subordina la posibilidad de la “vida normal” (la vida alienada y melancólica: vas al trabajo, vas a fiestas, vas a conciertos, etc) a su revelación y sustrae la singularidad radical de la experiencia colectiva que la incorpora y subordina. No por nada en las organizaciones armadas el amor era una cuestión siempre bajo sospecha, al igual que en la actual metafísica narcisista que anticipa la época tecnofeudal futura se intenta reducir la experiencia erótica al amor pasteurizado de las apps de citas y las plataformas de consumo pornográfico: el amor “sin la caída”, sin la intensidad, de igual manera que se consume café sin cafeína o cerveza sin alcohol.
Esa experiencia de desestabilización radical del sistema “normal” (Badiou dice que, fuera de los estados de guerra, el amor es el acto más violento que existe), que eventualmente lleva a Sarah a la locura prepper, está muy pobremente compensada en la segunda película por la especie de idealización paternal que John Connor adopta por el androide defensivo T-800, porque la experiencia del amor familiar es la contraria a la del amor erótico: funda un orden en lugar de destruirlo.
La eliminación de la experiencia romántica es el gran talón de Aquiles de la propuesta aceleracionista y del futuro soviético-monárquico-tecnológico al que nos encaminamos y que apoyamos desde el Frente de Liberación Nacional Pat Pomies. Esta es una enseñanza clave dentro del corpus doctrinario de Terminator porque, aún frente a la angustia de la indeterminación y la anomia social a la que nos somete la modernidad neoliberal, por las grietas de la mediocre vida democrática en crisis siempre es posible que se cuele la experiencia intensa de la particularidad radical, la mirada de religiosa de Sarah Connor, que rompa la ilusión del orden. ¿Qué va a pasar, sin embargo, cuando todos estemos enchufados a Skynet, experimentando la gratificación mediada por las plataformas bajo la ilusión de la hipercustomización, integrados a la inteligencia artificial? ¿Cuál será el margen para la desestabilización? Quizás es en este intersticio donde debamos pensar la síntesis posible con el morenismo.
Su eficaz pluma y su juguetona perspicacia exigen a los gritos una motosierra para con las no menos de tres peticiones de principio presentes en cada uno de los párrafos.
Salteando el estado de la cuestión de Teoría literaria I, quedó muy bueno. Noto cierto ruido entre el transhumanismo de la lección 2 y el feudalismo humanista de la 3. Esa síntesis yarvin-land está costando.