“Homosexual activo, cocainómano (paciencia, culo y terror nunca me faltaron, dice) el Marqués de Sebregondi, huyente de sus ruinas, recaló en estas cosas: ancló en Buenos Aires”
O. Lamborghini (1973)
Un libro muy bueno que me recomendó un amigo hace unos años es Rastros de carmín, de Greil Marcus. Editado por Anagrama y agotado. De lo que se trata es de hacer una historia del hecho contracultural a lo largo del siglo XX. El libro es muy caprichoso e histérico, le sobran 150 páginas seguro. Pero compromete un esquema de investigación histórica y cultural heterodoxo que, cuando se editó en 1989, impactó en la manera de leer procesos culturales de gran escala. La tesis de Marcus es que hay ciertos lenguajes transhistóricos, subterráneos, que cimentan la trama más visible de símbolos que rápidamente reconocemos como “la cultura occidental”. Estos procesos se desarrollan invisibles y emergen en períodos críticos de la historia, reconvirtiendo el pasado y proyectando nuevas formas de interpretar y actuar sobre el mundo. El punk es uno de estos momentos. Esta noción permite a Marcus examinar lo que él entiende son conexiones “filosóficas” entre entidades diversas como las herejías medievales, el dadaísmo, el situasionismo y los Sex Pistols.
El libro es arbitrario y no siempre se sostiene, aunque está armado en función de una sensibilidad muy contemporánea, capaz de multitaskear al mismo tiempo sobre muchos fenómenos masivos de las industrias culturales globales. Esto y un gran volumen de datos yuxtapuestos y presentados de manera vertiginosa hacen de Rastros de carmín un texto que vale la pena. Marcus dice, poéticamente, así:
“Existe cierta alquimia. Un legado no reconocido de deseo, resentimiento y terror se ha puesto al fuego y se ha fundido para producir un solo acto de discurso público que, para algunos, derrumbará lo que habían dado por sentado, creído que deseaban, decidido en convenir. (…) Mi convicción es que tales circunstancias son, ante todo, extrañas. El que una crítica aforística y gnóstica concebida por un puñado de profetas de café de la Rive Gauche reaparezca, un cuarto de siglo más tarde, trace unos derroteros y luego vuelva a la vida como una nueva serie de exigencias a la cultura, resulta casi trascendentalmente extraño”.
Diez años antes que la caída del muro de Berlín estuvo el punk, la expresión radicalizada de uno de los hechos culturales más paradigmáticos del espíritu de occidente: el rock ‘n’ roll. El punk fue el verdadero fraseo tierno y banal del fin del siglo XX. En 1979, los Ramones grabaron, con potencia clarividente, “It’s the end, the end of the seventies/ It’s the end, the end of the century”, lo que resonaría unas décadas después en todo el mundo.
Me interesa acá correrme un poco de la interpretación clásica del punk como anomalía de la historia, como irrupción, como algo “nuevo” y underground. Toda esa ética del Do It Yourself, que estaba apuntalada por la épica contra la sociedad de consumo y las multinacionales es básicamente mistificadora. Me interesa más entender al punk como el primer gran hecho publicitario global de la historia del siglo XXI y lo que marca la transformación cultural de occidente del capitalismo industrial al financiero. Así dicho es un poco burdo, pero básicamente es eso. El punk fue el primer gran hecho de marketing global, y definitivamente cambió al mundo. Esto, me gustaría aclarar, no hace del punk algo menos legítimo o genuino. Es cierto que el punk construyó su propio contexto y sus propias instancias de legitimación. Sobretodo por eso es que un trabajo sobre el punk deba necesariamente tener en cuenta esas instancias, de qué manera fue consumido y de qué manera circuló socialmente. Si por la música sola fuese, no se explica como esas canciones sencillas, básicas y pegajosas, de estructura obvia y sonido lo-fi salvaron al rock ‘n’ roll.
“Odio el punk rock, pero lo adoro. Es una pose, una boludez, pero lo adoro. No hice más que hablar sobre punk rock en los últimos siete días”, escribe Myles Palmer en New wave explosion (1980). Hay miles de citas semejantes sobre el punk. Otra:
“Odio el punk rock. Bueno, no, no es verdad, me gusta el punk rock. Lo que sí odio es la gente que ama al punk rock. No ha habido nunca un género musical que confundiera más a la gente acerca de lo que es capaz de hacer el arte”, dice Chuck Klosterman en su libro Sex, drugs and cocoa pufs: a low culture manifiesto (2004).
La crisis que expresó el punk fue, por un lado, moral. El fin del esquema de valores del Estado de Bienestar (“trabaja duro y ahorra”) y su reemplazo por la formulita “no trabajes y vive así mientras puedas”. A esto algunos le dicen “ética post-rock”. A mi me gusta la expresión porque le otorga al rock un papel relevante en la evolución espiritual de la sociedad occidental que no tiene.
La década del ’70 fue la clausura de los ’60. Tanto así que en 1969 salió el último número de la revista Internationale Situationniste, muy importante durante la década. Allí se proclamaba, con letras grandes: “El inicio de una época”. En 1978, Zbigniew Brzezinski, el Consejero de Seguridad Nacional del Presidente de los Estados Unidos Jimmy Carter dijo, con lirismo, que ese manifiesto era “el estertor de los irrelevantes históricos”. Ese mismo año, realizó intensas acciones para extender el rango de alcance de la onda de Radio Free Europa, una iniciativa de la CIA que estaba contenida en el financiamiento otorgado a escritores como Carver y pintores como Pollock.
Pero El inicio de una época, para el año en que la URSS invadió Afganistán, era apenas un panfleto mal traducido del que nadie se acordaba. El Mayo del ’68, en esos años de recrudecimiento de la Guerra Fría, alcanzaba el mítico status del hit de ese mismo año de Gary U.S. Bonds, “Seven Day Weekend”. El mundo prometido en la década de los cincuenta, un mundo que en los años sesenta parecía al borde de la realización, era un chiste en 1975. El punk es hijo de este clima de derrota, que se tradujo en un impulso de venganza y un fugaz patrón de violencia adolescente. Eso por un lado. Por el otro, fue también un fraseo muy ocurrente que habilitó las primeras estrategias globales de marketing gracias al influjo mágico de su principal táctico, Malcom McLaren, un artista en el sentido contemporáneo, es decir, un gran publicista que renunció a sus estudios de arte para diseñar ropa y comercializar moda. Marketing y política fueron las dos involuntarias tradiciones que confluyeron en el punk. Primero, una estrategia deliberada de volver atractivo un producto para un público masivo y joven. Luego, los héroes de la guerra civil española y los slogans triviales del Mayo francés. En esta doble condición está el espíritu del rock ‘n’ roll, solo que radicalizado.
Cuando Beatriz Sarlo dice, en Escenas de la vida posmoderna. Intelectuales, arte y videocultura en la Argentina (1995), que “el rock cumplió uno de sus destinos posibles: ha dejado de ser un programa para convertirse en un estilo”, no puede evitar el sesgo conservador y frankfurtiano, donde el style es algo distinto de lo supuestamente genuino y vivo de la cultura popular. Desde esta perspectiva, el estilo es vacío, está producido de manera estandar y serializada, es impuesto a través de los medios masivos de comunicación para un mercado global, es diabólico y funciona obstruyendo el errar libre del pensamiento individual. Lo llamativo es que esto mismo, detrás de su gran velo de ineptitud, lo cree el punk, y los punks que justamente se visten así y escuchan su música como un escape a la uniformidad. Por supuesto, el problema no es el del uniforme (que es un problema moderno, es decir, antiguo), sino el de la subcultura, como matriz estable que habilita el pensamiento creativo.
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“Punk not dead” es lo que escribíamos siempre con aerosol en el barrio. El perpetuo acecho de lo comercial sobre el punk, la perpetua amenaza de muerte y la perpetua resistencia, es en realidad la condición del punk, que es inmortal porque es, ni más ni menos, una forma de comercializar productos desde el principio, tanto como una pulsión destructiva de una generación de adolescentes de sectores populares, urbanos, en los centros económicos y políticos del mundo, hacia finales del siglo XX.
Puesto al lado del libro de Marcus, las tesis de Sarlo son triviales y suenan irrelevantes. Porque el rock es una forma del marketing, es decir, una forma de anhelar el mundo, de ampliar el discurso de lo público, como nos alecciona Don Draper cada vez que se enfrenta, en la primera temporada, a los amigos hippies de su amante en Mad Men (2010).
Esta discusión llega a nuestros días, cuando algunos operadores de la cultura descreen del marketing como fuerza capaz de transformar el mundo. En el rock ‘n’ roll es donde las dos caras del mismo fenómeno, el rock y el pop, separables sólo conceptualmente, se entrecruzan e hibridan bajo una misma lógica de circulación e intercambio, que adquiere una expresión notable durante la década de los ’80 y que se estabiliza relativamente hacia los ’90. El punk es una forma del lazo social, que incluye el progresivo degradé entre juntarte con tus amigos en una sala de ensayo de mierda en el Abasto y que tu primita escuche a Lali. En el medio está VH1 pasando videos de los Ramones en un Top 100 Mejores Canciones de la Historia del Rock, o “Nunca seré policía” compitiendo –y perdiendo– contra “No me importa morir”, en el mundial de videos que organizaba MuchMusic y que conducía la hermosa Cecilia Elia, una chica que hacía el glorioso mix entre citas de Walter Benjamín, una defensa estilística del estalinismo y videos de Britney Spears y que en los 2010 tuvo un giro hacia el kirchnerismo estético.
No importa, realmente, si el pop refleja las modulaciones del discurso frívolo y alienante del poder y si el rock se inspira en la micro-resistencia romántica a la influencia de los medios masivos de comunicación, porque esa lectura lineal reclama al rock una politicidad literal que el rock no ha entregado ni entregará jamás, y, por otra parte, es una dicotomía inútil. Sí, en cambio, es mucho más productiva la pregunta por aquellos momentos en que el rock –y el pop, por supuesto– se acopló a procesos más trascendentes de modernización cultural, enriqueciéndolos y otorgando nuevos horizontes a las sociedades. Si a algo se parece el mito del rock ‘n’ roll es al mito cristiano y su sentido de muerte y resurrección para salvar nuestras almas.
“It wasn’t till much later, drowning in the kitschvats of Elton John and James Taylor, that I finally came to realize that grossness was the truest criterion for rock ‘n’ roll, the cruder the clang and grind, the more fun and longer listend-to the album would be” (Lester Bangs, Psychotic Reaction and Carburetor Dung)
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En 1976, Juan Carlos Kreimer, periodista y escritor argentino, vivía exiliado en Londres. El nacimiento del punk lo sorprendió, aunque no desprevenido. Escribió Punk, la muerte joven, editado por Brughera en 1978. La primera historia del punk. Una reflexión a futuro sobre las posibilidades del género, elaborada al calor de los acontecimientos. Kreimer se pregunta por qué el punk no iría a correr la suerte de los Beatles, que en los ’60 son sinónimo de ruido y en los ’70 se transforman en música de ascensor. Lo que alcanza a vislumbrar el libro es que ambas instancias se yuxtaponen sin contradicción en un mismo fenómeno cultural. “La carcajada del establishment es el fantasma del punk”, dice Kreimer. El punk puede ser un movimiento cultural portavoz de toda una generación tanto como una cartera de gestión más en la hipercompleja estructura de una multinacional. Ambas cosas no se excluyen. Mick Jagger en 1977 dice:
“El fenómeno punk es importante por su número creciente. Esa es su fuerza. El punk es un poco más interesante que otras modas anteriores porque plantea algunas alternativas diferentes. Nuevos circuitos, autoproducción de discos, nuevos tipos de distribución, inexperiencia como estilo, etc. Pero como movimiento underground no puede durar mucho. Prácticamente ya se ha hecho recuperar por el Big Brother. Es muy lindo tratar de mantenerse afuera, pero imposible, sobre todo en la moda y en la música, ambas un comercio. Ningún punk que se respete puede hoy vestirse como tal ni aceptar la etiqueta punk como definición de su rock. El aspecto cultura-moda o arte-negocio no es un fantasma, sino una realidad. Una vez que un chico comienza a ganar dinero y a veces envuelto en sus movimientos para multiplicarlo, también comienza a gastarlo de otra forma. Ninguna boutique punk ni ningún grupo de punk-rock cree en el cooperativismo ni se muestra interesado en financiar con sus ganancias a nuevas formaciones. Pretender una falsa marginalidad es querer dar la impresión de que se sigue puro, ligado a las raíces que lo hicieron crecer a uno. Si los discos de un grupo nuevo se pasan por el Top of the Pops, si se conceden entrevistas a New Musical Express o Sounds, de hecho se está al lado de Pink Floyd o del nuestro. En los reportajes pueden quejarse, denunciar las explotaciones del músico por el sistema comercial, decir que van a cambiarlo todo, pero finalmente si salen adelante deben aceptar que ellos también son parte de ese sistema. La misma cosa, la misma mierda”
Es una cita es de una sabiduría y un lirismo total, a veces muy difícil de encontrar en el campo de quemados y caretas que es el rock ‘n’ roll. Solo puede decirla un tipo como Mick Jagger.
El punk, a través de la construcción rigurosa de una imagen, completa y radicaliza el movimiento que el rock había insinuado desde su mismo surgimiento en los ’50 como un “estilo joven”: la conformación de una verdadera “estética de la vida cotidiana”, que se consolida e intensifica no a través de los elementos que la componen, sino en la forma particular en que esos elementos se articulan. Beatriz Sarlo continúa, en el artículo ya citado, con su análisis de la estética punk y observa la importancia de la sintaxis, aunque la desvincula de las marcas de clase social. El punk, dice, no aspira a la universalidad sino a una fracción particular: funciona como mecanismo de distinción. Para Sarlo, eso es un triunfo del capitalismo; la versión posmoderna de la crítica a la cultura de masas que hace la Escuela de Frankfurt en los ’40 y ’50, una crítica a la cultura de masas que emerge cómo cultura de masas.
Para mí, Sarlo es un triunfo del capitalismo. Lo cierto es que allí donde la Escuela de Frankfurt jerarquiza, identificando actores sociales portadores de una cultura legítima y mecanismos de producción de dominación simbólica, el punk democratiza, con un movimiento ligeramente destructivo y problematizador, y señala las zonas de coincidencia, convergencia y continuidad entre una “verdadera” cultura popular y una cultura mediática espúrea, que finalmente no son tales. En definitiva, el punk clausura la parodia y la reemplaza por un ejercicio de combinación sintáctica. Ambas son la imitación de una mueca determinada, pero mientras que en la parodia está la convicción de que por debajo de la lengua anormal subsiste una saludable normalidad lingüística, el punk es el resultado natural de una sociedad en la que las clases dominantes ya no pueden (o no quieren) establecer la hegemonía enunciativa. Este es el sentido que subyace al acto de ponerle un alfiler de gancho en la boca a la reina de Inglaterra o de filmar una película bajo el nombre The Rock ‘n’ Roll Swindle.
En algún sentido, tanto Adorno como el punk realizan una torsión parecida al reaccionar contra el imaginario de control que alimenta la Guerra Fría y el Estado de Bienestar. Pero mientras Adorno reafirma y alimenta el poder disciplinador de esos mecanismos, el punk asiste a su crisis y se transforma en un agente del caos.
“Hacerse punk es, en el fondo, no poder o no querer aspirar a nada. Desde cualquier punto de vista, toda clase de realización personal sería incompatible con el grado zero de esta filosofía. Aman a Johnny Rotten porque es el mayor traidor a su clase”
(J. C. Kreimer)
Después del punk el negocio de la música no estaba destruido, sino que alcanzó sus años más gloriosos. El punk contribuyó a esa expansión. Eso no significa que su existencia haya sido espuria, o que haya sido un fenómeno exclusivamente del mercado discográfico. Dave Marsh escribió que el punk era un intento por eliminar las jerarquías que el rock había generado en su interior, en su proceso de institucionalización, lo que es parcialmente así. Más allá de eso, lo irrefutable es que toda la música compuesta del ’76 hasta acá estará influenciada por el punk.
El punk fue transportado por un sinfín de experiencias artísticas y políticas que buscaron, conscientemente o no, recuperar sus dudosas banderas. Así, tuvo un fundamental triunfo político, por decirlo de alguna manera: se derramó por fuera de sí mismo. Como un genuino fenómeno del marketing contracultural global, la tradición punk apareció, más o menos nítida, en todas partes del mundo y del tiempo. De su vasta descendencia me interesan dos versiones sobretodo, por ser en algún sentido diametralmente opuestas. En ambos casos se trata de un complejo proceso de reterritorialización o reapropiación nacional del punk, como matriz semántica y cultural capaz de canalizar preocupaciones políticas particulares.
Una de ellas es la de la España del post-franquismo. Entre 1975 y 1979, el punk concede a la historia del rock ‘n’ roll y de la humanidad la génesis del rock radical vasco. Kortatu es la mejor entre esas bandas y La Polla Records la más tiernamente acogida por el público argentino. Y si tengo que ser justo, no puedo dejar de nombrar a MCD y su slogan de batalla: Bilbao, mierda, rock ‘n’ roll.
El rock radical vasco tematiza, en la España de la apertura democrática, la experiencia revolucionaria de 1936-39 que hasta ese momento, cuarenta años después, era un tema prohibido y tabú por la dura censura del régimen falangista. De un clásico de La Polla: “Somos los nietos de los obreros que nunca pudisteis matar / somos los nietos de los que perdieron la Guerra Civil / No somos nada.”
Este proceso contemporáneo al nacimiento del punk, pero el auge del rock vasco aparecerá en el período 1980-1986, cuando tuvieron lugar los festejos por el cincuentenario de la proclamación de la República y el del inicio de la Guerra Civil. La explosión musical corrió paralela a la explosión bibliográfica e historiográfica sobre el ese período oscurecido e invisibilizado de la guerra, lo que significó un verdadero proceso de modernización cultural de la sociedad española, a caballo de su incorporación al sistema neoliberal. Para tener una idea de lo que significó este proceso, se calcula que en ese período de tiempo se editaron, en España y en el extranjero, cerca de quince mil libros sobre la Guerra Civil española, lo cual equivaldría, cuantitativamente, al epitafio literario de toda la Segunda Guerra Mundial. Así, las jóvenes generaciones heredan de sus abuelos la “pasión anarquista”, aunque sobre el fraseo de la derrota, la censura y la represión.
En este contexto, el punk es exitoso porque conjura las inquietudes de la contracultura juvenil ibérica. Su modelo será el punk inglés, recreando con mucha libertad y creatividad su repertorio sonoro y cultural, e incorporando el imaginario ácrata en poderosas versiones de los himnos de la revolución. “Hijos del Pueblo” y “A las barricadas”. Si eras una banda de punk en España en esos años, los tocabas. El cover es una figura fundamental en la historia de la música grabada, porque es el dispositivo a través del cual se construyen las tradiciones reconocidas. El punk español más que covers de otras bandas de punk, se vinculó con la música popular de los ’30 y ’40.
El segundo caso es, naturalmente, el argentino. Llamaré panrock al complejo dispositivo cultural y de identidades que nace de la intersección entre la tradición del punk en proceso de importación –especialmente el norteamericano–, los procesos de transformación socio-económica que la penetración del neoliberalismo y su intensificación durante los ’90 provocó a la estructura histórica productiva de la Argentina, y al imaginario vital de los suburbios pobres de Buenos Aires, ese tipo de relación social que se nombra comúnmente con la fórmula “El Conurbano”.
El mismo año que nacía el punk en Londres y Nueva York, en la Argentina se iniciaba el Proceso de Reorganización Nacional. Ambos hechos coinciden en ser la culminación de un proceso de emergencia de la juventud como franja demográfica autónoma, con sus propias aspiraciones y capacidad de consumo. En los centros urbanos de Europa y Norteamérica, el punk. En la periferia tercermundista, la guerrilla armada. Las dos figuras son emergentes del mismo proceso a escala global, solo que el primer mundo procesa las transformaciones a través de dispositivos de construcción de subjetividades mucho más “inofensivas”. La pregunta de Burguess incorpora nuevos matices y pliegues. Tanto ser militante revolucionario en los ‘60 como ser punk en los ’90 indica un circuito de actividades, un sistema de anhelos, un estilo de consumo, un complejo de signos que solidifican identidades. En los ’80, ya clausurada la política revolucionaria como camino de transformación social, el punk otorgó a los jóvenes argentinos que heredaban la derrota de sus hermanos mayores y sus padres, categorías de interpretación y acción, de identidad y differánce.
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Para entender al panrock, a Flema, a Ricky Espinosa y a la brillante década del ’90 es imperativo hablar del dispositivo cultural menemista. Como narración mítica de su época, el menemismo fijó las fronteras de sentido radical de la Argentina neoliberal. La larga década del ’90 tuvo fuertes marcas de estilo. El más célebre slogan tendiente a captar el zeitgeist fue el de pizza con champagne, acuñado por la periodista Sylvia Walger. El libro tiene sus momentos de lirismo, aunque en general es despajero. Allí se cuenta que, en 1992, Amalita Fortabat declaró a la revista Caras: “ahora los ricos también podemos ser peronistas”. El menemismo se pensó a sí mismo como el inconsciente desatado de una Argentina que finalmente, y en un acto de sinceramiento sin precedentes, comenzaba a aceptar su ser tercermundista, vulgar y jodón, a la manera de un gran carnaval carioca. El menemismo fue una denuncia –y en estos términos fue valiente y modernizadora– del doble discurso fundacional de la Argentina: la civilización y la barbarie, las dos tradiciones que reaparecen a lo largo de todo el pensamiento nacional, de Sarmiento a Martínez Estrada a La hora de los hornos, que supone que hay dos paises, el que vemos y el subterráneo, el superficial y el profundo, el visible y el invisible, amparada en la sospecha de que bajo la historia oficial se encuentra la historia verdadera.
Amparado en estas creencias de larga duración, el menemismo fue el primer intento serio y exitoso de sintonizar ambas narrativas en un solo nivel de discurso y forjar una cultura unívoca y finalmente argentina que contuviese elementos de ambas tradiciones. Así, el menemismo sustituyó la hipocresía del doble discurso por el cinismo del discurso único. La Argentina del menemismo fue, de esta manera, la primera y única superación histórica de todas las argentinas parciales que desde la independencia hasta la primavera alfonsinista se habían yuxtapuesto en una puja violenta y poco elegante. “Pizza con champagne”, en suma, indica esta reconciliación, la de los ricos y la de los pobres. La imagen del “new rich”, en auge en esos años, también se orienta en ese sentido al producir un tipo de empresario con las marcas sociales objetivas del éxito pero grasa y gritón. No está de más decirlo, Diego Maradona es el paradigma de la subjetividad menemista, porque en ese caso era un sujeto portador genuino de las modulaciones físicas y filológicas de la cultura popular.
Ideológicamente, esta operación se traduce en la convivencia armónica entre elementos de la tradición nacional-popular y elementos provenientes de la batería conceptual y valorativa del neoliberalismo. Una suerte de “desquicio simbólico” del diccionario peronista, cuyas palabras dejaron de corresponderse con las cosas y comenzaron a remitir a otras o a nada. La melancólica modernización de la sociedad argentina propuesta por el menemismo no podía llevarse a cabo sin la degradación de las identidades políticas históricas de la Argentina y de los procesos de distribución económica, política y simbólica que tradicionalmente habían signado su estructura productiva y social.
El dispositivo cultural y político que puso en marcha el menemismo propuso un proyecto genuino de liberación nacional que, sin embargo, subvertía la consigna tal como se había utilizado en los ’60, proyectándola de manera inversa. Carlos Saúl Menem fue, en el corte diacrónico, la inversión del peronismo, y el período ’89-’99 la reproducción alegre de la nostálgica épica nacional desarrollista. El objetivo del menemismo fue liberar a los sectores ABC1 –y, por intermedio de ellos, a toda la sociedad–, oprimidos culturalmente por las normas de etiqueta y conducta del prestigio y la reputación. En este sentido, el modelo neoliberal opera una redistribución negativa del ingreso tanto como de los signos, transfiriendo recursos de los sectores más desprotegidos a los más ricos. Esos recursos son la renta, pero también el fraseo, los gestos, los comportamientos, las prácticas y los anhelos de los sectores populares, que era aquello que los ricos más envidiaban.
Un rasgo definitivo del menemismo es su fuerte capacidad de hibridación y de aplastamiento de discurso y prácticas tradicionalmente opuestas. El menemismo es la desaparición de algunos límites o separaciones clave propios de la modernidad, especialmente la distinción entre una cultura superior o “alta cultura” y la cultura popular. Este proceso es inquietante, y produjo una cultura de elite progresivamente más y más permeable a las fuentes de la cultura plebeya, como el cine o las series de televisión, las revistas de chimentos, los comics, el video o el fútbol. Lo que en los Estados Unidos se llamó la “cultura de Reader’s Digest”, y que hoy por hoy alcanza su momento de mayor intensidad gracias a Wikipedia, fuente principal para escribir este largo ensayo.
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Para Perry Anderson, tres fenómenos de la cultura distinguen el nuevo orden mundial que se inicia hacia la segunda mitad de los ’70: el desplazamiento de formas verbales de la dominación a códigos visuales, uno. Dos, la reducción a cero, tendencialmente, de la tensión entre cultura dominante y culturas subordinadas o contestatarias. Tres, y principal, la desaparición de los conflictos entre culturas “altas” y “bajas”. A esto, Anderson le llama “neopopulismo estetizante e igualador”, una definición grosera e imprecisa que sin embargo le queda muy bien a nuestra gloriosa década del ’90.
Lo que sí hay que entender, sin embargo, es que este proceso que se presenta como una plebeyización interpretable incluso en términos de democratización cultural de la sociedad, es parcialmente ilusorio. Es cierto que en la medida en que la alta cultura abandona la sofisticación para saquear los signos de la cultura de masas, se produce el empoderamiento de los genuinos portadores de esa cultura de masas, que se transforman en hablantes privilegiados y legítimos. Sin embargo, esta democratización no alcanza a la manera en que esos bienes culturales, transformados y pasados por el tamiz de la cultura plebeya, circulan socialmente y pueden o no ser apropiados por los distintos actores sociales. Por el contrario, la cultura de Reader’s Digest, si bien habilita un complejo de instituciones, autores y lectores, prácticas y discursos, continua recreando un circulo de producción restringido con canales exclusivos y excluyentes de pertenencia.
Estos desplazamientos no tienen que ver tanto con la libre circulación de los contenidos culturales sino, paradójicamente, con la intensificación de los mecanismos de exclusión. Esto, por supuesto, no significa que la plebeyización de las artes no sea, en sí misma, una forma progresista y positiva de democratización cultural; sino que no lo es en la medida en que es puesta en función los sectores “ganadores”. En un artículo que se llama “La cultura menemista”, Oscar Terán denuncia este proceso y reclama la recomposición de la cultura letrada, un proyecto en el que por cierto toda la derecha intelectual persistió durante los años de la fiesta ciega. Pero el problema no es la plebeyización de la cultura letrada sino el neoliberalismo como política de estado y como clima de época.
“Esa tarde, Menem estaba recostado en un sofá de su casa en la avenida Callao al 200, donde solía pasar algunos días durante sus continuas estadías en Buenos Aires. Era gobernador de La Rioja y precandidato presidencial del peronismo. En julio de ese año de 1988 se harían las elecciones internas. El televisor estaba encendido y él tenía el control remoto en su mano derecha y lo accionaba sin parar. Como una cinta sinfín pasaban los veintitantos canales y comenzaban nuevamente. El zapping no se detenía un instante. No se si seguirá conservando esa costumbre, que mantuvo todos aquello años” (Eduardo Duhalde, Memorias del incendio, 2003)
Este es el mejor párrafo del libro de Duhalde. La cita está galvanizada por la sensación de esquizofrenia. Es bastante característico de los relatos sobre los ’90 esa sensación. La esquizofrenia. Una persona con este diagnóstico muestra un pensamiento desorganizado y errático, delirios, alteraciones preceptúales, alteraciones afectivas, del lenguaje y conductuales. Schizo, del griego, significa “división” o “escisión”. El aparato cultural y político menemista es esquizofrénico, sin lugar a dudas. La cita de Duhalde, más que una definición de los ’90, otorgan una definición de cómo los ’90 fueron percibidos. Como una alucinación se nos vienen a la cabeza las imágenes del ex Presidente Menem abriendo el ciclo lectivo en Salta con las famosas declaraciones de los vuelos espaciales que nos iban a permitir estar en una hora y media en Japón. Una alucinación del Estado de Bienestar es esa promesa de campaña, de 1989: “Gobernaré para los chicos pobres que tienen hambre y para los chicos ricos que tienen tristeza”. No significa que el menemismo sea reducible a estas dos frases. Tampoco a las cientos de miles de anécdotas tragicómicas que estructuran el relato mitológico que la década siguiente hizo de los ’90 para fundar su proyección hacia el futuro y velar su propia condición neoliberal. No. El menemismo fue un complejo proceso político y cultural, hegemónico y con altos grados de consenso democrático, e incluso con sus aspectos positivos, como el disciplinamiento de las Fuerzas Armadas. Por supuesto, no es lo que nos interesa en un análisis del menemismo, por ahora, sino de sus efectos culturales.
Foucault utiliza el concepto de ubuesco para designar la maximización de los efectos de poder a partir de la máxima descalificación de quien los produce. El poder político, en las sociedades occidentales, puede generarse y tener origen en lugares que efectivamente transmiten y amplifican sus efectos por su condición manifiestamente descalificadora de quien lo ejerce, por odioso, infame o ridículo. Esa descalificación hace que quien es el poseedor de la majestas, ese plus de poder con respecto a cualquier otro poder constituido, sea al mismo tiempo en su realidad física, su gestualidad y corporalidad, un personaje infame. Al mostrarse explícitamente el poder como algo abyecto no se trata de limitar sus efectos descoronando simbólicamente a quien recibe la corona. Por el contrario, se trata de manifestar de manera contundente la inevitabilidad del poder, la imposibilidad de eludirlo, en el límite extremo de su racionalidad violenta, aún cuando está en manos de quien aparenta estar visiblemente descalificado para ejercerlo.
El grotesco es, a la vez, un término nacido en la arquitectura para designar un estilo que imita la aspereza de la naturaleza. Interceptado por Pirandello para describir su propia dramaturgia, grotesco alude a una realidad entre cómica y trágica. Recreado en la Argentina, el grotesco designó el ensombrecimiento de las escenas que en el sainete criollo clásico eran festivas. Este pasaje ensombrecido se da en muchos niveles e impacta sobre la cultura argentina en sentido amplio. El sainete muestra la acción bajo la luz cenital, que homogeiniza la visión de los espectadores y se apoya en lo convencional, “bajo el sol de esta tierra que nos alumbra a todos por igual”. El grotesco, en cambio, habilita un tipo de latitud ambivalente, oscilante entre la luz y las sombras. Este movimiento crepuscular admite cierta trama compleja de sentidos encontrados que genera un código de horror y extrañamiento. El grotesco criollo como punto de convergencia entre la tragedia y la comedia es un momento clave de la constitución espiritual de la Argentina. Define la transformación de la zarzuela en tango, del diálogo al stand-up.
Estas categorías, muy rudimentarias, nos otorgan algunas herramientas para procesar el tipo de evolución histórica cuya culminación son los ’90. Estoy pensando en varias cosas. Una de ellas es la tapa del disco Miami (1999), de Babasónicos, que rota en 90° la silueta del litoral argentino para hacerlo pasar como la costa sur de los Estados Unidos. Llamativamente, las provincias argentinas, tras la torsión, se parecen mucho a la silueta de los Estados Confederados de América. Es una de las mejores tapas en la historia del rock nacional.
–Tenemos que proponer algo –dije–, una revolución productiva
Menem apagó el televisor, giró la cabeza, me miró y dijo:
–Una revolución productiva. Ésa es buena.
Había captado la esencia de mi idea en esa formulación que ciertamente resumía lo que yo pensaba que necesitaba la Argentina.
–La Revolución Productiva –le expliqué– es el título de un libro que escribí. Allí están las ideas que pueden ser nuestra plataforma.
– Metele para adelante. Me gusta.
De aquella revolución productiva, al cabo de una década, sólo quedaron algunos ejemplares en mesa de saldos de librerías porteñas y una burla que fue creciendo a medida que el modelo neocolonial comenzó a agotarse. Un viejo militante del barrio Villa Albertina, de Lomas, lo sintetizó un día ante un grupo de compañeros:
–Creíamos que el Turco era el nieto de Facundo Quiroga y resultó ser el hijo de Rockefeller
(Eduardo Duhalde, Memorias del incendio, 2003)
En el debate acerca de las continuidades entre peronismo y menemismo hay un nodo fundamental que permite apreciar ciertos sentidos profundos de la compleja trama cultural de la Argentina en los ’90. Este problema es el de la traducción. El menemismo invierte las señas de identidad del peronismo hasta el punto de hacer imposible sostener una continuidad histórica al interior del movimiento, más allá de su supervivencia en el imaginario militante.
Por eso puede sostenerse que la transformación estructural de la Argentina de la gran década de los años 90 constituye el segundo momento revolucionario de la Argentina moderna y de la historia del peronismo, un movimiento que nació a la vida política del país con la clara decisión de afrontar y resolver, en cada época, su desafío central.
Para el siempre temeroso y vulgar anti-peronismo (por ejemplo, para el kirchnerismo), el menemismo ha servido como impugnación ligera, la negación limpia de una doctrina que se aloja en el centro de la emotividad popular y la terrible confirmación de todas las tendencias éticas, estéticas y políticas que el peronismo había delineado y que hasta los ’90 se mantuvieron disimuladas tras el manto piadoso de la justicia social y la democracia popular. Para el peronismo, en cambio, el menemismo es una anomalía violenta. Más allá de ambas versiones, el menemismo prolonga la cultura política peronista en el modelo de conducción política: pragmatismo, acuerdos de cúpulas y versatilidad frente a coyunturas divergentes y hasta opuestas. Las continuidades y las rupturas entre las culturas políticas peronista y menemista construirán un esquema trunco, bizarro y deforme, que contornea una década desdoblada. Existe un dogma peronista que se usufructúa, se utiliza como refugio, a la vez que se olvida y se destruye. O como dice el personaje de Sony Calogero en A Bronx Tale (1993): “Availability, that’s what it all comes down to”.
Todo esto es para enmarcar una frase de Ricky Espinosa: “los peronistas somos las ovejas negras de la sociedad careta”, citado en el Manifiesto Anarko-peronista. El mito de Ricky Espinosa es una narración que circula autónomamente por el espacio social, transportado y custodiado por sus fanáticos. Una suerte de historia oral maravillosa, en donde Ricky reformula a John William Cooke. Proyección negativa del menemismo –lógica cultural megalómana y única-, Espinosa recupera y actualiza la punta de lanza de la militancia popular sesentista, resguarda el núcleo duro e insubvertible de la revolución peronista, moderniza el mito de La Resistencia. Los ’60 y los ’90 son décadas de resistencia.
“Su familia además estaba compuesta por dos hermanos. Claudia, de seis años, y Daniel, de once, quien dedicaba sus tardes a las tareas escolares y era totalmente diferente en personalidad a Ricky. Lo asombroso era que sus hermanos eran de piel más clara que la suya y además tenían ojos verdes” (Sebastián Duarte, Ricky de Flema)
El estigma racial y de clase está en la base de toda la obra de Ricky Espinosa. Es una fuerza en ebullición que radicaliza la cultura popular hasta el límite de lo plebeyo para volverla improcesable por los dispositivos homogeneizantes de la cultura menemista. Ricky decía que nunca iba a llegar a nada porque era “un negro de mierda”. Ricky sentía la marginalidad como el peso muerto de la condena. Fue pobre y marginado, bastardo, hijo del Conurbano, negro en una familia de inmigrantes europeos de ojos claros. Ricky nutrió con resentimiento su pulso rebelde. Ese resentimiento no es individual sino colectivo, la fuerza motriz de la historia, la dignidad del humillado. El resentimiento es un gesto clave en la evolución emotiva de la Argentina moderna.
“Yo me la jugaba, porque a lo mejor él no llegaba en las mejores condiciones, pero mis amigos no eran muy distintos. Serían de otra clase social, pero no eran muy diferentes de la realidad que él estaba viviendo. En la época que nos conocimos, yo tampoco era un pan de Dios. O sea, más o menos curtíamos la misma historia con distintas realidades sociales”
(Mario Pergollini)
Esta frase de Pergollini aparece citada en el libro de Sebastián Duarte. Creo que a través de ella se pueden leer los vínculos sociales entre clases en la Argentina menemista, las articulaciones entre las clases alta y baja en proceso de reconfiguración y homogeneización y el resentimiento como narrativa de la jerarquización social.
Mario Pergollini nació en 1964, dos años antes de Ricky Espinosa. Pasó su infancia en el Conurbano bonaerense: San Isidro y Martínez. Era hijo de un escritor de ciencia ficción, pintor e ingeniero y un ama de casa antiperonista. Era un chico rico, solo y triste, que se transformó en un joven exitoso y transgresor. Pergollini era uno de los héroes de mi adolescencia temprana y construyó uno de los perfiles mediáticos más importantes de los ’90, una estrategia de comunicación que modificó sensiblemente la manera en que se hablaba hasta entonces en radio y televisión. Gracias a él, una generación de jóvenes quisimos tener un programa de radio y, cuando a veces lo conseguíamos, pensamos que la mejor manera de hacerlo era con dos amigos, tirando chistes pelotudos y hablando de cine y rock.
En los ’80 Pergollini fue militante de la Juventud Radical en el comité de Beccar. Se inició en radio junto a Ari Paluch. En 1988 produjo junto a Eduardo de la Puente el programa radial “Monoblock”. Llegó a ser el programa periodístico más escuchado del momento. Un éxito del que nadie disfrutó porque estaban muy enroscados en el vértigo de la agonizante década. Pergollini introdujo en la semántica de los medios de comunicación la resistencia juvenil a la cultura neoliberal: merca y rock. Aparente resistencia, digo, porque esa fórmula fue el cemento emotivo de la década, no su opuesto.
“Ellos son la Zona Norte y nosotros el tetrabrik. Ellos son como una despedida de solteros y nosotros somos un viaje de egresados”, una frase genial para describir su pelea con Tinelli, que después contradice: “A lo mejor B. B. King o Ray Charles no dan rating pero ¿no es un gusto verlos? ¿O prefieren Pimpinela o Pablito Ruiz? Quien tiene un almacén no puede vender queso fino”. ¿Es la vanguardia esclarecida o el populismo conservador? Es, en realidad, la prueba de que la cultura menemista todo lo permeó. La característica sobresaliente de ese peligro retórico que es el “pensamiento único” es que funciona como discurso oficial pero también como discurso de oposición. El neoliberalismo fue la ortodoxia y la heterodoxia, el menemismo y el Frepaso. El par Pergollini-Tinelli una falsa dualidad: estés donde estés en el arco de reivindicaciones trazado por el fraseo ideológico de los medios masivos de comunicación, estabas en el mismo lugar.
Las declaraciones contradictorias de Pergollini expresan las ambigüedades de un derrotero cultural que sin poder renunciar al gesto lumpenizante que lo legitimaba, se desplazaba de lo “grasa” via sofisticación e inteligencia. El “humor inteligente” fue el gran bleff del dispositivo retórico pergollinista para justificar su categoría “de culto”, que es una manera de decir que no te ve nadie, no te escucha nadie, y que Pergollini siempre despreció, soñando con la masividad. Ese esquema de legitimar las buenas costumbres via la mística de lo popular pervive hoy en tipos como Mauricio Macri y es típico de su gestión en el club Boca Juniors, al que intentó transformar en un club concheto pero manteniendo la épica de la periferia como manera de producir valor simbólico agregado. Su traza se percibe hoy en el fanatismo normalizado de Martín Kohan.
Estas estrategias de comercialización y construcción de imagen acompañarán las biografías profesionales de los cinco modelos de éxito en los medios de comunicación en los ’90 según el buen libro La rebeldía pop de los periodistas Diego Rottman y Ariel Bernárdez: Jorge Lanata, Adrián Suar, Mario Pergollini y la sociedad Agulla & Baccetti. Sus trayectorias expresan un andamiaje ideológico en donde el prestigio de lo incorrecto legitima la voluntad indeclinable de pertenecer y hacerse millonarios. En este sentido, el neoliberalismo como sensibilidad del capitalismo produjo un discurso de derecha fuertemente sustentado en la retórica y los gestos históricamente asociados a la izquierda, algo que el kirchnerismo parasitó con notable éxito. Esta es una estrategia hija del menemismo, pero no netamente menemista. El menemismo jamás buscó fundar la simbólica de su poder en ningún prestigio. Era directamente popular. Para los hijos de clases medias y altas, sin embargo, ese estilo de vida era inaceptable. Ellos cargan los relatos del ascenso social y los mecanismos simbólicos de diferenciación que vienen con ese relato, y necesitan hacerlos valer.
“En términos horribles, [Cuatro Cabezas es] un proveedor confiable, que camina en el borde pero que no se cae, sino que sigue estando dentro del esquema, aunque esté a la izquierda del esquema”
(Diego Guevel, 1996)
Mario Pergollini y Ricky Espinosa comparten una filiación, “la misma historia”. Pero distinto origen de clase. Sus trayectorias culminan según lo estipula genéricamente la matriz social de asignación de oportunidades y destinos. La lógica de la sociedad de clases prevalece y las tensiones entre alta cultura y cultura mediática persiste a pesar de haberse vuelto confusas. El pibe de Barrio Norte funda una productora, se vuelve exitoso, administra sus negocios, caga a sus amigos. El de Gerli muere absurdamente. Los azares misteriosos del cosmos los haría confluir una última vez. Pergollini, bajo la forma de una empresa; Ricky hablando por sí mismo, cuando Quatro K Records intentó fichar a Flema. Le prometió 30 mil dólares. Ricky se reunió con Piero Carpín, representante del sello y le escupió la granadina con vodka: “Si sos punk, tomá”. Luego le dijo: “Flema es una mierda. Somos todos drogadictos, no ensayamos nunca y no llevamos gente.” Se paró y se fue.
CONTINUARÁ…