“El Príncipe de Maquiavelo podría ser estudiado como una ejemplificación histórica del «mito» de Sorel, es decir, de una ideología política que no se presenta como una fría utopía, ni como una argumentación doctrinaria, sino como la creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva. El carácter utópico de El Príncipe reside en el hecho de que un Príncipe tal no existía en la realidad histórica, no se presentaba al pueblo italiano con caracteres de inmediatez objetiva, sino que era una pura abstracción doctrinaria, el símbolo del jefe, del condottiero ideal; pero los elementos pasionales, míticos, contenidos en el pequeño volumen y planteados con recursos dramáticos de gran efecto, se resumen y convierten en elementos, vivos en la conclusión, en la invocación de un príncipe «realmente existente»”
Antonio Gramsci, Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno
La historia del tango escribe lateralmente la historia de la consolidación del Estado argentino moderno. “Mi noche triste” narra la incorporación de grandes sectores al sistema electoral y político. El fin de la época de oro coincide con el final del gobierno peronista. Juan Terranova escribe en Mi nombre es Rufus (2008): “Anthony Burguess dijo que la pobreza, en el sentido tercermundista, era algo que los punks ingleses no habían conocido nunca. ¿Cómo resuena esa afirmación en la Argentina o, con más precisión, en el conurbano bonaerense de los ’90?”.
Anthony Burguess es el autor de A Clockwork Orange, de 1962. Un libro que indudablemente alimenta el universo simbólico del punk, y que acá fue recibido con especial amor por el grupo Los Violadores, que compusieron su hitazo “1, 2, Ultraviolento” como homenaje a la obra. Un video de Los Violadores tocándolo en el programa de Cris Morena, Jugate Conmigo , nos da una idea aproximada de los complejos equívocos a los que está sometida la cultura occidental y de qué manera la “gran tradición” es recreada en la periferia. Personalmente banco a Los Violadores más por haber participado alguna vez de ese programa de TV que por todo el resto de su carrera, que es poco más que aburrida y que jamás me conmovió. Pero allí está el gérmen de lo que unos años más tarde sería “Hacelo por mí”, configuración máxima del punk mainstream en la Argentina. Con esto no estoy intentando una reflexión cínica y levemente irónica. Sin temas de mierda como “Hacelo por mí” la historia del punk sería esa cosa convencional que cuentan los tipos sin imaginación: “una contracultura joven que exportó una actitud de desafío y repudio a las instituciones y una estética”. Aún así, los tipos sin imaginación creen poder reponer esa historia paranoica y conspirativa desde una matriz frankfurtiana en donde esas expresiones son el punk corrompido por el capitalismo. La verdad es que “Hacelo por mí” forma más parte de la positividad del punk rock –y se parece mucho más a cualquier tema de los gloriosos Ramones– que Ricky Espinosa, que en última instancia es una anomalía en la historia del género.
Pero sigamos: lo que muy poca gente sabe (o lo que sabe la gente que lee el Wikipedia) es que el libro de Burguess está inspirado en un hecho desgraciado de la biografía del autor. En 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, cuatro soldados estadounidenses asaltaron y golpearon a Burguess y a su mujer en las callecitas de la aliada capital del imperio británico. A ella, además, la violaron reiteradamente y, dado que se encontraba embarazada, tuvo un aborto espontáneo. Punk.
Otro dato muy bueno acerca del libro es que a la edición norteamericana –en la que se basó el film de Kubrick–, a diferencia de la original británica, no tiene el capítulo final en donde nuestro protagonista entiende, al crecer, que es preferible canalizar su energía de un modo constructivo y se regenera pero de verdad, sin reflejos condicionados. Así es el triste final original de la novela, lo cual, en algún sentido, nos explica a Los Violadores en el programa de Cris Morena.
Toda esta carga de sentidos ocultos, opacados por la trama visible de la historia, repercute en la manera de componer, tocar y comercializar al punk, en sus miles de contextos temporales y espaciales. En la génesis simbólica del género está tanto la violación de la mujer de Burguess, el genial capítulo 21 y la adaptación de Kubrick, que es buena pero de repente no es tan fiel. Esto da una idea primaria y grosera de lo que es la genealogía política de Ricky Espinosa, lo cual nos devuelve a la pregunta: ¿hay una genealogía política en Ricky Espinosa? Hay, sin dudas, una narración mítica que de alguna manera expresa las condiciones políticas y culturales de su posibilidad sin ser reducible directamente a ellas. El punk en la Argentina no existió sino hasta los ’90, como emergente de una serie de complejos procesos sociales y económicos. La penetración del posmodernismo como “lógica cultural del capitalismo tardío”; el consenso neoconservador, más bien, la transformación de la matriz productiva de la Argentina, los flujos financieros, la flexibilización laboral, la reconversión mítica del conurbano bonaerense, en fin.
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En 1946 George Groz escribió en A little Yes and a Big No: “En aquellos días éramos todos dadaístas”. Cuando leí esa línea por primera vez me hizo acordar a José Aricó, que en La cola del diablo anotó: “En los ’70, todos éramos montoneros”. Es un largo desplazamiento que hay que hacer entre una cita y otra, es cierto, pero este tipo de anotaciones retrospectivas (ambos libros son autobiográficos) emergen de identidades totalizadoras que tratan de aprehender y transmitir eso que se llama zeitgeist. Incluso a pesar de toda la polémica que desató la frase de Aricó, que realmente no nos interesa, la siento verdadera. Hay determinados horizontes que, en algunos momentos de la historia, se vuelven la condición única y necesaria de contemporaneidad, por ellos mismos. En los ’90 podríamos decir que todos fuimos punks. El punk fue definitivamente la manera en que muchos nos relacionamos con una época de la Argentina y con su sociedad derrotada.
La práctica musical generalmente articula una particular identidad, narrativizada, que tiene la posibilidad de volverse hegemónica cuando cierta forma de distribución desigual de los recursos económicos y culturales de una sociedad homogeiniza a amplios sectores sociales a través de una serie determinada de representaciones que encuentran equivalencias entre sí y que, eventualmente, construyen una identidad común o, para usar uno de los términos más inexactos de la historia, una contracultura. A través de la historia de la música que uno escuchó a lo largo de su vida puede contar la historia de su vida. Esta idea de perogrullo, que funciona como leitmotiv de películas como High Fidelity (2000), es muy sugerente. Uno escucha música todo el tiempo, todo el tiempo busca bandas nuevas, navega en Internet y se descarga mil discos como un intento de intuir el tiempo presente y de fijar mojones de sentido que más tarde permitan hilar una buena historia para contar a los nietos. La música se ajusta a la trama argumental que organiza las identidades para imponer su propia lógica y organizar una serie de contenidos culturales torno a sí misma.
Yo cuando vi la lista de bandas y leí el editorial que había escrito helmostro punk [habla de invasión ’88] recién ahí me di cuenta de la ideología del disco. Me dije, ¿yo formo parte de esto? No sabía nada de todo eso. Yo había formado una banda que hacía punk porque no sabíamos tocar. No me quiero alabar, pero nosotros empezamos a hacer punk sin haberlo escuchado jamás” Ricky Espinosa
“Hacer punk antes de haberlo escuchado”. Ricky Espinosa inventó el punk, aunque diez años después de que lo hayan inventado en los centros de producción mundial de cultura. Eso no lo vuelve una repetición, porque, por cierto, lo único que Nueva York o Londres hace es proveer una marca de orígen, o sea, legitimidad. En rigor, cronológicamente, el punk lo inventaron Los Saicos en Lima, Perú, en 1964. La historia de esta banda se volvió muy popular en los últimos años por los fanáticos de la sordidez fáctica, las anomalías de la narración histórica y las desprolijidades mistificadas de la cultura latinoamericana. Aún así, nadie acepta popularmente que Los Saicos hayan inventado el punk, por la pura arbitrariedad de las creencias heredadas. Como dice un viejo adagio de la música negra, “no hay mentiras evidentes, pero sí hay verdades comprobadas”. Ahora bien: Ricky Espinosa inventó el punk, a finales de los ’80 y en Gerli. Esto tiene que ver con una serie de intuiciones de época, una trama simbólica sumergida y latente, que ya estaba allí antes del acto preformativo de nombrarlo por primera vez. Ese acto preformativo, que soldó la identidad del punk argentino, fue Invasión 88, entre cuyas bandas Flema era indudablemente la mejor.
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1987. Plaza Alsina. Ciudad de Avellaneda. Si para la generación del ’60 los espacios de sociabilidad eran el café o el local partidario, para la generación del ’80 las zonas de encuentro fueron otras. Paradigmáticamente, las esquinas y las plazas. La escenografía de la lumpenización. Muchos de los amigos de Ricky eran hijos de desaparecidos. Los hermanos Rossi, por ejemplo, lo son. 1987.
En 1983 el peronismo perdió las elecciones presidenciales frente a la UCR. Un hecho inédito. Yo no me acuerdo de la situación, pero un amigo que ese año iba al secundario me narró el desconsuelo con palabras que no podría reproducir jamás. El hecho era inédito. El era el único peronista del curso, porque el colegio era privado y porque en esa época, según me cuenta, todos eran alfonsinistas. El hecho fue inédito, porque por primera vez el peronismo perdía elecciones legítimas. De alguna manera esa derrota, infinitamente compleja en sus causas, volvió evidente una serie de procesos sociales que se estaban dando subterráneamente desde mitad de los ’70. Una reestructuración entera de la sociedad argentina.
El triunfo del alfonsinismo fue saludado exageradamente como el “tercer movimiento histórico”. Por lo que duró. Pero esa anomalía de la historia política argentina fue la confirmación de ciertos desplazamientos en el peso relativo de los grupos que constituyen los “hilos sociales del poder”. Fue la afirmación de una honda reconstrucción de los lazos tradicionales de representación, el comportamiento de los actores de la sociedad civil y la constitución de identidades políticas que operó el Proceso de Reorganización Nacional sobre el cuerpo social de la Argentina. El poder dictatorial no actuó únicamente en lo represivo, sino como formador de consensos y de nuevas subjetividades; un basto mecanismo de rearmado de la sociedad argentina, tendiente a fortalecer las nuevas bases de dominación, a fragmentar a las clases subalternas, a individualizar las conductas sociales, a desarticular los dispositivos de construcción de la sociedad civil.
La política de “tierra arrasada” destinada a crear las condiciones de posibilidad de los cambios que la dictadura tenía pensado introducir. La sociedad argentina en los ’60 tenía una estructura social muy distinta a la de los países capitalistas más industrializados, así como al perfil de la mayor parte de las formaciones latinoaméricas clásicas: “heterogénea por arriba y homogénea por abajo”. O sea, escasa centralización de capital (estratificación de los propietarios, diversificación productiva, fraccionamiento de los intereses de la clases dominantes) y profunda unión de los sectores populares, con altos niveles de movilización y aglutinadas en torno al peronismo, como identidad política que homogeneizaba sus intereses, demandas y percepciones. La Argentina era un buen país para vivir en ese entonces. La misma amplitud política en el peronismo complementaba la imagen y reproducía las condiciones homogeneizantes, en un proceso dinámico de formación de clases sociales concretas. Producto del desarrollo económico, pero también de determinada historia política.
En fin, la dictadura va a invertir el esquema, fijando las condiciones objetivas para lograr la cohesión de las clases dominantes, hegemonizadas por el capital financiero, y fragmentando el campo social. El equipo económico del proceso desplegó, entre 1977 y 1981, un conjunto de medidas que, con el objetivo manifiesto de contener la inflación, contribuyeron a transformar radicalmente el perfil de la estructura productiva argentina: reforma financiera, restricción monetaria, apertura comercial, devaluaciones programadas del tipo de cambio y un touch de crímenes de lesa humanidad. Las principales secuelas de este conjunto de medidas fueron la quiebra de numerosas industrias, la concentración de capital, la reorientación de excedentes al mercado financiero y el sustancial incremento de la deuda externa privada y pública.
A este largo proceso algunos autores lo llaman latinoamericanización de la sociedad argentina: desalarización, precarización e informalización de la economía. Tres aspectos fundamentales del proyecto productivo de la dictadura que se proyectaron hacia la década del ’90 bajo la forma de desmovilización, repliegue, ghetifficación y vino en cajita. Todo esto está, si se ponen a buscarlo, en Pogo, Mosh y Slam, el primer disco que editó Flema en 1992. Para ese entonces la vida de Ricky ya era como iba a ser siempre: se juntaba en la calle a tomar cerveza y fumar porro.
Pensemos en la anécdota de cómo Ricky Espinosa compuso el himno “Más feliz que la mierda”: estaba aspirando poxi y se quedó sin cigarrillos. Inapelable.
“Sólo en la cama, mirando al techo/ sin un amigo, con un resero/ pero por eso no he de sufrir/ con mi vinito soy feliz/ sólo en la cama, mirando el techo/ con mi bolsita de pegamento/ pero por eso no he de sufrir/ con mi bolsita soy feliz”.
Esa es la hermosa letra de la primer canción que aprendí a tocar en la guitarra. Los cambios en la estructura social y económica argentina repercutían en las costumbres de la vida cotidiana, el contradictorio proceso de formación de clases sociales y las categorizaciones sensibles que atraviesan el tejido comunitario; el amor, el dolor, la tristeza.
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Ricky Espinosa es hijo de ese proceso. En el disco Si el placer es un pecado bienvenidos al infierno (1997) se lee el siguiente texto:
“Pinta la noche, hay que prepararse. La tradición reza cerveza bien fría. Una vez dispuestos, nos refugiamos en donde suena nuestra música. La temperatura sube. Empezamos a divertirnos, nos preparamos. Ricky prende un cigarrillo y canta.
Estalla el pogo, uniendo crestas, candados, tatuajes, pelos coloridos, sudor, cadenas y cueros. La fiesta comienza abajo y arriba. Ricky intenta introducir los temas, no se entiende nada. A quién le importa. Cuatro tipos suben al escenario a cantar esos temas que se apropiaron, mientras el cantante calma su sed a un costado. Alguien le devuelve el micrófono y su voz sobresale nuevamente entre el coro de turno.
Los temas suenan como un grito de desahogo y van pasando mientras nuestros cuerpos hirvientes descargan su furia. Ricky balbucea o se despide, y abandona el escenario. Los músicos no tardan en seguirlo. Los últimos tragos van y vienen. Afuera la misma mierda de siempre. Adentro nuestro todavía está flema para aguantar”
Hay más, por supuesto, porque todas las letras de Flema tienen esto. En 1993 salió Nunca nos fuimos. El tema que da nombre al disco es otro de los textos fundamentales de la poética punk de Flema. La narración en primera persona de su vida y su tiempo, y texto menor en la larga historia de violencia en el mundo.
“Juventud sin futuro, temprana decepción,/ drogas y violencia, desocupación,/ estado de muerte, repre-depresión,/ salario de hambre, locura y ambición.// sabés muy bien que la máquina/ sin contemplaciones te va a tragar,/ pero no te resignes y buscá venganza./ te tomás mil pastillas y con eso no alcanza.// decime, escuchame, ¿cuál es tu plan?/ ¿jugar a los videos o aspirar poxirrán?/ nosotros con los chicos no nos aburrimos,/ planeamos atentados contra el presi y los milicos/ o quemar alguna iglesia o robar un banco,/ cantar una canción que exprese nuestro asco.// nunca nos fuimos, pero ahora volvimos,/ ¿por qué nunca entendiste lo que te dijimos?/ somos tu muerte o tu nacimiento./ nuestra negra bandera se agita con el viento./ no cagué al sistema pero al menos lo intenté,/ no cagué al sistema pero al menos lo intenté”
¿Qué es “no cagué al sistema pero al menos lo intenté” sino la articulación de la inapelable derrota generacional? “No cagué al sistema pero al menos lo intenté” es la proyección inversa del slogan democrático “Nunca más”, con que se enmascaró la experiencia fracturada en los ’70. Es una frase que nos devuelve en un eco la derrota y la matanza, y que le hace un juego de espejos monstruosos y deformantes al discurso de los ex PCR conversos que le escribieron a Alfonsín el discurso de Parque Norte (1985) en donde, frente al fracaso, se proponía modernización y una “ética de la solidaridad” . Es indudable que la relación con la política que proponía el alfonsinismo, mediada por la derrota cultural, fue arrastrando como una herencia muerta por la generación siguiente, la de sus hijos.
“No me interesa saludarte/ ni contarte nada sobre mi vida./ ni tus guiños cómplices,/ ni tus palmadas sobre la espalda/ pueden hacerme creer que la vida continúa./ ¿a qué grado vas? ¿qué vas a ser cuando crezcas?/ voy a ser tu asesino, el asesino de tu herencia./ yo no te voy a matar, pero, lo que es peor:/ cuando estés agonizando, yo voy a estar tirado en mi cama,/ masturbándome, mirando como se cae el techo”
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Hacia mitad de los ’80 y durante los ’90, dominada por la militancia política en las universidades argentinas, estaba la Juventud Radical. Hermosa, derrotada y cínica; poblada de miedos, tipos que no se paraban de manos sin un fierro, la abyección del barrio. Una juventud conservadora, un oxímoron más entre tantos que tuvieron esos años dorados y diáfanos. Desde el principio, la Franja Morada confluyó con el menemismo, el neoliberalismo triunfante por la via democrática, en la topografía social arrasada que nos había legado la dictadura militar. Personalmente la recuerdo con resentimiento, aunque en sus últimos estertores. Su influjo mágico en la Facultad de Sociales, junto al de sus expulsores, los troskos, le otorgaron razones equívocas a mi tibia militancia voluntarista y autonomista de esos años de mierda.
La Juventud Radical operó grandes mecanismos de restricción de la participación, con un grado de eficacia destacable. No fue sólo la apatía generalizada y la frivolidad toninegrista, quiero decir, en franca sintonía con la expulsión a gran escala de la nostálgica casa de la derrota cultural de las clases medias: la política universitaria de los últimos treinta años; una sensibilidad vinculada al fracaso político, a la crisis de los proyectos de largo alcance. En este contexto, fue el rock quien proveyó un esquema de acción, un sistema integrado de predisposiciones, anhelos genuinos y banales, identidades a las que masivamente se volcó la juventud. El rock, entonces, se reconvirtió, masivo y plebeyo, y de alguna manera habilitó un esquema de desarrollo opuesto a lo que el rock había sido hasta ese momento: un consumo de clases medias y altas, pretencioso, experimental, organizado en torno a las definiciones en el diccionario de la práctica artística. Hasta ese momento el rock nacional había hecho de los sectores populares consumidores (escuchas y fans). Nunca intelectuales legítimos del movimiento. Para el punk de los primeros años de los ’80, la figura emblemática en este sentido fue la de Diana Nylon, un compendio de los yeites del vanguardismo en el circuito del Einsten, el Parakultural y Cemento. Esa práctica teatral y performática intentaba transformar al punk en algo que nunca fue ni sería: un mensaje críptico, un movimiento de iniciados, un mecanismo de distinción para las clases medias: la famosa fiesta para unos pocos. Con la década del ’90, la plebeyización del rock le otorgó su verdadera matriz ideológica y su posición histórica: soldar y generar continuidad entre la cultura popular y la cultura massmediática (falsa oposición frankfurtiana, conservadora y decadente), de ser el eslabón perdido entre Mayo del ’68 y MTV. Ese movimiento de conversión estuvo a cargo del punk. Valentín Alsina: primer disco de rock chabón. En ese esquema de distribución de símbolos radicales, Flema era el poder en las sombras.
La banda que mejor ejemplifica este pasaje del vanguardismo críptico y la performance, las estrategias por excelencia de intervención de la derrota cultural, a la incontinencia plebeya, la resistencia fútil ante la expulsión, probablemente sean Los Redondos, que aún más, viene a empastar ambas tradiciones en un monstruo amorfo de proporciones incalculables: el pogo más grande del mundo. La interpretación de Los Redondos como la banda que representaba a los sectores populares, a la independencia, a la disconformidad política y a la izquierda, por eso, es fácil y bastante traída de los pelos; en el binomio futbolístico que supuestamente constituía con Soda Stereo.
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La división del campo de la música hacia los ’80 y durante los ’90 entre un rock frívolo pero musicalmente complejo, de clases altas, y un rock sencillo, de sectores populares, constituye un equívoco. No, en todo caso, porque estas tradiciones no existan, sino porque las fronteras entre ambas zonas son más bien lábiles. En el medio de ese panorama están Los Redondos, el monstruo.
Sobre el fenómeno Redondos, me gusta la hipótesis de Sergio Marchi en donde la masividad de la banda es un gran error sustentado en una especie de inexplicable mediación mística que hace que un grupo de descerebrados caídos del sistema formal de educación primaria confluya de repente como público de una banda cuyas letras son crípticas y sofisticadas y heredan lo mejor de la tradición supuestamente elevada del rock nacional y la poesía sesentayochista, que vendría a ser ese circuito de la vergüenza ajena que fue el under de los ’80. Marchi es el último templario de la alta tradición del rock. Una contradicción, con todo, porque el rock es massmediático, masivo, plebeyo, populista y maleducado, un poco nostálgico a veces, hasta hippie en algún momento, pero jamás Genesis, Pink Floyd o Serú Girán. En El rock perdido, Marchi narra al rock chabón como un discurso de barbarie, y a su público como una masa amorfa, brutal y ridícula. En este sentido, ese librito trivial se inserta en la tradición de otros textos triviales como El matadero o La fiesta del monstruo. O tantos otros, porque esta línea temática dentro de la literatura argentina ha sido alimentada largamente, a veces incluso con más irresponsabilidad que ésta que propongo.
Hay que reconocer, de todas formas, que el de Marchi es un poco mejor, más divertido, más contemporáneo que esos textos. Guarda el mismo resentimiento y fascinación inexplicable, en un sentido casi libidinal, por lo que se llama en los seminarios “la cuestión popular”. Este trabajo resume la trayectoria periodística del autor, entre la primer nota de tapa de la revista Rolling Stone de Argentina hasta la creación de 10musica.com.
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La New Wave, Los Redondos, Franja Morada, Valentín Alsina, las performances en el Café Einstein. Todo esto va delineando un mapa de época, arrebatado por las complejidades de procesos contradictorios y enquilombados, pero con una identidad, ¿lo intuyen? Cecilia Flaschland, en un artículo publicado en el N° 20 de la revista El Ojo Mocho formula la hipótesis de que frente al vaciamiento ideológico de la tradición populista, el rock viene a recrear ciertos símbolos de la tradición nacional y popular. A mí me gusta la hipótesis. Yo agregaría, quizás, que lo hace de forma un poco displaced, un poco torturada. La sociología de izquierda luego trataría de desteñir esas expresiones que le fueron siempre ajenas, por conservadoras, inarticuladas o contradictorias. La aproximación crítica en estos términos al punk, al rock chabón, al heavy o a la cumbia (cuatro fenómenos emergiendo de la misma sociedad) siempre me pareció un poco extranjera e indigente, en fin, extemporánea. La hipótesis de Flaschland, vuelvo, en parte ayuda a explicar por qué el peronismo post-2001 sintoniza tan bien su discurso político con alguno de los yeites de la semántica del rock y soldó tan bien su imaginario a gran escala, nutriéndose de esa mística. Digamos que en el rock fue en donde resistieron algunos símbolos clave de la retórica peronista.
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El hito que inicia la serie es el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, en 1982, vinculado a la Guerra de Malvinas. Allí empieza a hablarse de “rock nacional”, como clave de búsqueda, como trademark para nombrar a todo el circuito de producción de música dentro de las fronteras del país, sin distinción. El mote “rock nacional”, a partir de ahí, va a ser usado en retrospectiva, para crear una tradición, y en prospectiva, como mojón de legitimación, via la integración o la oposición. Rock nacional, puro rock nacional. En ese mote convergieron muchos artistas, muchas formas de componer, escuchar y consumir música, fundamentalmente bajo el reconocimiento de que allí había un algo, un acuerdo.
Los Redondos fueron protagonistas estrellas de este proceso sinuoso de nacionalización y plebeyización del rock en la Argentina. Son el link entre el Parakultural y la tragedia de Cromagnon. Una banda pretensiosa, con salpicados contenidos robados del imaginario militante, sin “barrio” en el sentido noventero del rock barrial. A diferencia de todas las bandas que la existencia de Los Redondos habilitó, sus inicios coinciden con los de la dictadura, y su separación con la crisis del neoliberalismo. Su formación cultural, con lo que en los centros urbanos en los ’70 se conoció como “la bohemia”. De hecho, según la leyenda, Skay Beillison completó sus estudios musicales en Londres y participó de los hechos de Mayo del ’68 en París. Aunque esto puede no ser cierto, describe toda una forma de vincularse al rock. Los Redondos no fue una banda hija del triunfo aplastante y radical del capitalismo, sino de su supuesta “inminente derrota”. De ahí para adelante todos sabemos sus mitos de origen: las proyecciones audiovisuales, las performances de teatro, exposiciones plásticas, los shows de stand-up, la falopa, toda esa voluntad vanguardista de la que ya hablamos. A medida que fueron estabilizándose en el circuito, sin embargo, a hacerse un nombre y a vender discos, a pegar el famoso salto a la masividad, todo ese imaginario ochentero underground desapareció, porque su profesionalización como una banda de rock y su transformación en un “fenómeno de masas” así lo requería. Requería, digo, que no persistieran en plantear una hermenéutica críptica para iniciados, sino una maquinaria cultural y comercial, una narrativa y buenos discos.
Este momento de transformación coincide con la década del ’90. En 1986 la revista CantaRock dice de Oktubre que “es un discazo que de entrada obliga a adjetivar desmedidamente.” Pero, como afirma el periodista Agustín Valle, “la aparición de Oktubre quedaría en la historia como el fin de la etapa más neta de Los Redondos como vanguardia del under y su condena a la grandeza interminable.” Esta es una apreciación muy adecuada. Oktubre es un disco todavía muy “new wave”, muy performativo, con esas referencias a la revolución rusa, el guiño extemporáneo al bloque soviético, la reflexión frankfurtiana sobre los medios de comunicación en “Divina TV Führer”; que todavía emerge del fraseo original de la banda y que prolijamente decreta su clausura. Un fraseo más típicamente político y pomposo. Un fraseo imposible o, mejor, irrelevante frente a lo que se vendría. Para los seguidores más intelectuales de Los Redondos, el mejor disco es todavía hoy Oktubre. Pero es con ¡Bang! ¡Bang! ¡Estás liquidado! (1989) que van a llegar a tocar en Obras Sanitarias para 25.000 personas. Y en aquellos años tocar en Obras era lo que de verdad te transformaba en una banda grande.
Por qué Los Redondos se transformaron en la banda que fue durante los ’90 es una pregunta imposible de contestar por fuera de los procesos de transformación cultural de la sociedad argentina durante los ’80 y ’90, y es algo que es ajeno a los humildes objetivos de este ensayo. Las prácticas fuertemente ritualizadas que de a poco transformaron sus shows en misas, sin embargo, otorgaron a muchos jóvenes expulsados de las instancias tradicionales de integración, de estrategias a través de las cuales construir identidades y sistemas de pertenencias. Este proceso trascendió las limitadas posibilidades prácticas e ideológicas de la banda o, mejor dicho, la empatía afectiva del líder carismático, el Indio, para movilizar esas energías en alguna dirección. Los Redondos nos muestra de manera viva en qué consiste la gran derrota cultural de las clases medias: el silencio, el miedo y la diletancia a la hora de dotar de sentido a la movilización de masas. Movilización de masas que, por cierto, llegó a los 140 mil espectadores en los dos River Plate que hicieron en abril de 2000.
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Una característica fundamental del liderazgo del Indio fue su relación de amor y odio con esos sectores populares que constituyeron sus fans. En 2001, en un recital en el Estadio de Córdoba, increpó a un pibe que le había revoleado una zapatilla: “gil, estos no son Los Violadores”. Al rato, el mismo pibe le tiró la otra zapatilla. Tras el recital, el Indio se disculpó por su reacción. Esa sería la última vez que Los Redondos tocarían en vivo, pero todavía no lo sabíamos.
El Indio siempre se sintió incómodo con la identidad ricotera, tal como la habían construido sus fans. Cuando le preguntaron por Pier, una banda que tras la disolución de Los Redondos captó a buena parte de su público a fuerza de incorporar ciertos guiños y tocar covers de la banda, el Indio dijo no reconocerse ni en sus shows, ni en sus letras, ni en sus fans. El Indio jamás se identificó con las miles de bandas que la influencia de Los Redondos desperdigó a lo largo y ancho del país.
En junio de 1999, Los Redondos tocan y se arma una batalla campal en las afueras del estadio de Mar del Plata. Detenidos, heridos, balas de goma, dos autos incendiados y una mueblería asaltada es el saldo de la marea de barbarie que anuncia el paso de la banda. Los medios de comunicación reeditan el “fenómeno Redondos”. El Indio Solari, como un playmobil sin la sonrisa, responde a la carrera las preguntas de la prensa.
-¿Qué pensás de la decisión de no dejarlos tocar en Mar del Plata?
-Tendrán que defender intereses, supongo, de los comerciantes. Es una cosa que hay que resolverla de otra manera, esto es un problema social mucho más serio y más grave
-¿Vos crees que pasa por ahí?
-¿Vos qué pensás? ¿O vos pensás que los chicos nacen malos? Discúlpenme, no quiero hablar
- Bueno, pero la solución, ¿por dónde pasa?
-No. Un grupo de rock no puede hacer un planteo social. Sobre 15.000 chicos había 700 que son marginales. Pero marginales no en el término despectivo, están marginados de la sociedad. Son unos chicos que se roban un ventiluz (sic)
“Un grupo de rock no puede hacer un planteo social”. Así es como Los Redondos, hijos de la creencia de que podía cambiarse el mundo con una canción, fueron fagocitados por el megalómano fenómeno de masas. El Tercer Movimiento Histórico. Una alucinación inútil. Una leyenda. Esa contra-cultura optimista, voluntarista y experimental, caldo de formación artística e ideológica de Los Redondos, fue absolutamente ineficaz frente al espectáculo vertiginoso de la desprotección y la marginalidad. Pereció así en su vínculo trunco con las masas. Los Redondos nunca fueron sus fans, y nunca estuvieron preparados para enfrentarlos. Las tensiones emergentes en las vinculaciones equívocas entre la banda y su público son respuesta al enfrentamiento entre una cultura política extemporánea y muerta, inocente y vitalista, con un proceso social difícil de dimensionar: los nuevos grandes bolsones de pobreza urbana. Estas tensiones pueden aparecer en letras como las de “Buenas noticias”, en donde se palpa el ir y venir entre la ternura, el desprecio y la más completa incomprensión.
En “Ensayo ricotero no redondo”, Patricio Suárez y Agustín Valle intentan un acercamiento al fenómeno de Los Redondos desde esta perspectiva y con algunos aciertos. Allí se intentan establecer continuidades entre todo el derrotero vital de la banda. Especialmente entre Oktubre y lo que sería el período posterior, con una voluntad de ir en contra de la caprichosa mirada de la “intelectualidad del rock”, que no sin snobismo despreció los fenómenos futbolizados y masivos y declaró que Los Redondos son una banda hasta el ’89 y otra a partir del ’93, lo que ellos llaman la “crítica ochentosa”. Sin embargo, Suárez y Valle intentan esta digna operación reponiendo el término de vanguardia, al que no pueden soltar por el peso muerto de una herencia inexplicable, que confiere aún todavía a esa palabra y sus prácticas artísticas asociadas una luz de prestigio. Pero está claro que la pregunta no es por si Los Redondos fue o no una banda vanguardista. Esa pregunta es banal porque las vanguardias no existen ni interesan en la década de los ‘90. La verdadera pregunta que se aloja en el derrotero equívoco de la banda interroga sobre la tensión entre líder y fans, entre la cultura setentista derrotada y sobreviviente y los nuevos procesos de expulsión y marginalidad sin precedentes, entre un dispositivo de composición siempre hermético y sospechado de realmente no significar nada y las obsesivas lecturas y reinterpretaciones a las que los fans sometían las letras del Indio Solari como un rosario laico, en una época en que los ídolos se parecían más y más a sus seguidores, tanto en la punta como en la base de la pirámide.
En Los Redondos hubo populismo sin proyecto cultural. La plebeyización sin precedentes de grandes capas de la sociedad argentina en un contexto de derrota cultural de las clases medias. El Indio Solari es hijo de esa derrota como quizás ninguna otra persona pública del período. Quizás sí sea cierto que en “el país de ricota” funcionaba una cadena equivalencial de sentidos que se construía laboriosamente como la proyección inversa del Primer Mundo al que la Argentina supuestamente había llegado en los ’90. Una especie de fuga populista (es decir, anti-institucional) hacia el futuro, frente al retraimiento y crisis del Estado. En ese contexto es que Los Redondos elijen poesía en lugar de retórica, y pánico en lugar de política. Los Redondos fueron probablemente el fenómeno más movilizante de la década menemista. Y el Indio expresa la derrota de las viejas estructuras emotivas del sententismo y la “vanguardia” a la hora de hacerse cargo. Todo esto está en sus últimos años en los que Los Redondos intentaron aggiornar su condición de fenómeno de masas reponiendo y modernizando la vieja sensibilidad experimental e inquieta de su juventud hippie, y el resultado son dos discos malísimos que los fans aceptaron con recelo en honor al viejo líder en decadencia. Y finalmente el Indio se retiró a una casa hipervigilada en un hermoso barrio del conurbano bonaerense que nadie conoce a ciencia cierta.
CONTINUARÁ…
Ningún Walter Bulacio fue lastimado durante la realización de esta nota.