El via crucis del peronismo melancólico
Hace algunos meses, aburrido frente al televisor, enganché por SyFy algunos capítulos de Resident Alien (2021), creada por Chris Sheridan, guionista de la serie Family Guy. La serie, que es mala, cuenta la historia del Capitán Hah Re, un alien enviado a la tierra en una misión secreta, que asume un cuerpo humano y se ve envuelto en una trama de asesinatos en un pequeño pueblo del midwest norteamericano. El tono cómico de los primeros episodios lo ofrece el hecho de que el visitante llega en su nave espacial con un manual que enumera todos los detalles de la interacción social humana formal, de manera en que pueda desenvolverse en la tierra sin levantar nuestras sospechas. Sin embargo, su apego estricto a las reglas explícitas de la interacción social -es decir, su ignorancia de aquellas reglas implícitas que hacen a la convivencia posible, los doble sentidos, las ironías, los chistes, en fin, las pequeñas transgresiones- vuelven evidente que su comportamiento no es para nada “humano”. El Capitán Hah Re, personificando a su alter-ego, el Dr. Harry Vanderspeigle, es excesivamente amable, formal, educado, aparatoso, lo que levanta sospechas de casi todos excepto de algunos freaks en el pueblo que no solo no notan nada raro en su comportamiento sino que se sienten atraídos por su profunda y carismática sobreactuación.
En lingüística, en general, se distingue entre dos tipos de libertad. La libertad “negativa” y la libertad “positiva”. La primera es la que deviene de la negación o la resistencia a las normas y obligaciones predominantes, actitud que lleva hacia una forma universalizada de distancia irónica hacía cualquier tipo de regulación positiva (no deberíamos confiar en ellas, son ilusiones que enmascaran intereses particulares, etc). La segunda, en cambio, es la libertad que designa el espacio que abre la observación de dichas normas -en el ámbito del lenguaje, por ejemplo, la posibilidad de combinar palabras para formar una cantidad infinita de frases, construir un texto, expresar ideas, debatir políticamente, etc., todo eso requiere mi participación activa en el sistema de reglas normalizadas del idioma español.
Es natural que el tipo de libertad “negativa” que surge potencialmente de la constante reflexión, cuestionamiento y negociación de todas las normas -el perpetuo distanciamiento irónico- tenga efectos debilitantes para el sistema y para los sujetos, eventualmente colapsando el mismo ejercicio de mi libertad por su propio exceso. Sin embargo, y a riesgo de ponerme un poco “filosófico”, ¿no es el ejercicio de la ironía, de cierta distancia irónica, una forma también de libertad “positiva”, como lo demuestra el caso del Capitán Hah Re en Resident Alien? ¿No está la ironía esencialmente fundamentada en un profundo conocimiento de las reglas, no es inherente de aquellos que realmente habitan el lenguaje?
Tomemos por ejemplo el patriotismo: un verdadero patriota nunca es aquel absolutamente dogmático, fanático, que pinta su casa de los colores de su bandera, que todo el tiempo habla con seriedad de su país, sino aquel que usualmente hace comentarios irónicos acerca de su patria y es capaz de señalar los errores con amargura. Irónicamente, esta condición es la que determina el amor que siente por la nación y lo que demuestra que, cuando las cosas se pongan serias, va a estar dispuesto a pelear por ella. Es algo que usualmente vemos al escuchar a los veteranos de Malvinas fuera de los ámbitos formalizados de los documentales y las entrevistas de TV. En general, en la intimidad, se permiten sus pequeñas trasgresiones (chistes, ironías) acerca de la guerra y de ciertos episodios de su participación en ella, habilitan el espacio para la distancia y el humor, y sin embargo, cuando la discusión se pone seria, o precisamente por eso, uno puede observar su profundo compromiso con esa causa.
Para ser capaz de desplegar ese nivel de ironía, es necesario dominar las reglas del lenguaje con una profundidad mucho mayor que aquellos que son capaces de hablarlo de forma impecable y no-irónica. De hecho, para realmente habitar un lenguaje es necesario no solo conocer sus reglas sino, sobre todo, conocer las meta-reglas que codifican cuáles son las reglas que puedo romper, y en qué forma, sin explícitamente destruir todo el sistema. Esto significa que no basta con “no cometer errores” sino que es necesario “cometer los errores correctos”. Pero no solo eso -para llevar el argumento un paso más allá-, uno debería decir que la subjetividad se expresa a través de estas violaciones reguladas a las reglas del lenguaje. Sin ellas lo que tenemos es un discurso impersonal y plano, una regurgitación sin imaginación de reglas formales.
Naturalmente, el peronismo funciona igual: es una sustancia ética -un marco de reglas- que habilita la libertad “positiva”. Esto es lo que debería responder cada vez que algún compañero criptomileista de twitter me pregunta por qué sostengo mi ridícula, derrotada, infiltrada por comunistas, etc identificación con el peronismo en lugar de simplemente abandonarla y dedicarme a escribir mis sofisticadas observaciones anti progres en redes sociales. Mi respuesta debería ser que necesito al peronismo precisamente como ese estándar político, ético y estético firme, ese movimiento que cifra una verdad última del pueblo argentino, un compromiso principal con la causa del justicialismo, para que todas mis pequeñas y placenteras trasgresiones sean posibles. O, en otras palabras, no deberíamos imaginar al peronismo como un orden sin antagonismos, sin alienación, trasparente, sino como un orden que habilita esta alienación “positiva” dada su propia opacidad, la gran tela de araña de regulaciones del lenguaje e ideológica que sostienen nuestra posibilidad de transgredirlo.
Lo mismo deberíamos recordarle a quienes, con insistencia robótica, se esfuerzan por hablar el lenguaje del kirchnerismo “de forma impecable y no-irónica.” Su incapacidad de alienarse, aun ligeramente, de las normas oficiales para modular el discurso, lo que se expresa en la obligada peregrinación performática por las catorce estaciones del vía crucis la década ganada antes de expresar una opinión, los convierte en expresiones grotescas de ese alien que, con el manual de la Conducción Interplanetaria sobre ceremonial y protocolo humano perfectamente estudiado, intenta disimular su inhumanidad solo para exponer más y más su condición extraterrestre.
El artículo reciente de Nicolás Vilela, pequeño espejismo junior de su jefe político y municipal Damián Selci (ambos camporistas, ambos licenciados en Letras, ambos proletarizados artificialmente como via sacrificial hacia la inserción en el Estado), es un ejemplo paradigmático del peronismo melancólico del que escribí en este artículo -y que ahora también podríamos llamar peronismo alien: un peronismo obsesionado por el pasado, enamorado de sus convicciones, incapaz de proyectarse hacia el futuro y, agregamos ahora, que obtura el ejercicio de la ironía o el humor.
En principio, porque disfraza bajo una apelación que subraya un carácter eminentemente político –“un análisis político no es interesante por la lectura que presenta sino por el poder real que representa”, cita Vilela a Selci– lo que en realidad es el vaciado absoluto de política de la estructura partidaria del peronismo hoy en manos del cristinismo. Voy a nombrar solo tres factores que expresan ese vaciamiento: 1) la reducción del peronismo a su mínima expresión, una mera maquinaria electoral, que encima no funciona como tal porque perdió casi todas las elecciones que disputó desde 2011 (5 de 6); 2) la impotencia para hacer política parlamentaria, como se demostró en la negociación de la ley Omnibus: nuestro bloque de diputados juega al irreductibilismo trotskista -aún contradiciendo la línea de Cristina-, parado sobre una posición moralista, y es la mancha venenosa para los diputados peronistas no kirchneristas que hacen piruetas para no votar “igual que Máximo”, asegurando su irrelevancia; y 3) la obturación de todos los antagonismos y debates internos bajo la figura sin dudas importante pero no ya hegemónica de Cristina, a través de una lectura parcial y extraviada de la historia reciente.
Podría agregar un cuarto, típico ejercicio despolitizador, que es la ensalada que hace Vilela al construir su “peronismo metafísico”, en el cual incluye a Rebord y a Pablo Semán (cito solo a dos de los tantos que nombra): un gran streamer, el primero, y un inteligente, sensible al pulso popular, pero reconocido gorila, el segundo, quienes seguramente tengan más divergencias que coincidencias respecto de la experiencia histórica del peronismo en la Argentina. Esto explica que, en un momento, Vilela afirme, señalando las contradicciones del interlocutor imaginario con el que dialoga, que “se reclama al mismo tiempo más coraje y más moderación, se exige volver a representar a los trabajadores que votaron a Milei a la vez que abandonar la postura ‘antiempresas’, se reprocha no haber ‘ajustado’ lo suficiente a la vez que no haber atendido las demandas de ‘segunda generación de la clase media”, etc. Más allá de que muchas de esas cosas solo puedan ser contradicciones en la cabeza de alguien que, acaso por su formación universitaria de clase media-alta ha estado excesivamente expuesto a la teoría marxista y muy poco a la doctrina peronista -¿a qué peronista puede realmente parecerle contradictorio ‘representar a los trabajadores’ y ser ‘proempresas’?-, la confusión de Vilela proviene necesariamente del pastiche que arma al construir un peronismo antikirchnerista inexistente de un patchwork variopinto de twitteros mileistas, streamers, blogueros y youtubers que piensan todos muy distinto. Esa divergencia en el pensamiento es un dato de la realidad. A Vilela le gustaría que existiese un “peronismo antikirchnerista” cerrado, agrupado, idealmente identificado con un partido, porque no puede registrar la falta de organicidad, lo entiende como algo negativo. Sin embargo, su melancolía lo inhibe de reconocer que la dispersión no es otra cosa que la consecuencia del propio “cierre” que el cristinismo operó sobre el movimiento nacional peronista (¿Dónde están las UB? ¿cómo se arman las listas?), que por otra parte no es más que la prolongación de una dinámica de conducción política que nació con el menemismo y que es herencia del Proceso (la estatalización del PJ, la desaparición del “tercio”, etc).
Sí hay una coincidencia, sin embargo, en todos esos agentes distintos que Vilela amontona, justamente el core de sentido que se niegan a nombrar: la necesidad de repensar con un sentido crítico la experiencia kirchnerista del ciclo 2011-2023, y de abrir el juego interno.
Por supuesto, los militantes políticos (uso el término en sentido laxo, para que no se ofendan) somos histéricos y necesitamos un Líder -un Sujeto Supuesto Saber. En este sentido, es entendible que Cristina continue siendo ese sujeto de transferencia libidinal para alguna parte de la militancia política, aún en condiciones de extrema contradicción con la realidad. Sin embargo, lo que Vilela parece no darse cuenta, y por eso su militancia política está particularmente condenada a la esterilidad, es que el rol del SSS es el de ser desafiado. Para citar a Zizek: “No hay democracia en el desarrollo teórico: algo nuevo no surge a través de mejoras en el razonamiento realizadas por una inteligencia colectiva de forma progresiva, etc, sino a través de los intentos desesperados de descubrir el significado de las afirmaciones ‘arbitrarias’ del Líder, las cuales contradicen la doxa compartida.” El Líder no es un genio en sí mismo, sino un punto de transferencia ilusorio que habilita un “campo de reglas” que vuelve posible la reflexión política y la militancia de sus seguidores, que deben darse bajo la forma de pequeñas o grandes trasgresiones -como alguna vez dijo Néstor: “sean transgresores, opinen, la juventud tiene que ser un punto de inflexión del nuevo tiempo”, aunque ni el autor de El consenso es corrupción, ni la agrupación política a la que pertenece ni quien escribe estas líneas califiquemos ya como “juventud”. Vilela parece entrever algo de esto cuando escribe: “Pero conviene leer la historia del peronismo: Vandor, Frondizi, los 70… no hubo líder más cuestionado y traicionado que Perón”, aunque la verdad se le escapa como arena entre los largos dedos del narcisismo y vuelve a hablar del FMI, de Alberto y de Milei como estrategia para silenciar las cagadas que nos mandamos en los últimos 12 años. Lo que el artículo desnuda, en última instancia, es que La Cámpora no tiene proyecto más que el asalto del Estado, y que les resulta ya imposible disimularlo.
Y sin embargo… El peronismo melancólico de Vilela no se resuelve en la reposición infinita de la figura de Cristina como único santo y seña de una Argentina en crisis de representación. Hay un elemento novedoso, que podría incluso llamar utópico, que consolida a “El consenso es corrupción: contra los nuevos intelectuales” como un documento que ilustra a la perfección al “peronismo cooptado por dirigentes de clase media universitaria que al privilegiar la agenda de minorías abandonaron la representación de los trabajadores enojados” cuyo autor representa: la reposición de una agenda marxista-leninista que avizora la refundación de un orden soviético argentino fundado en la hiperproductividad del militante orgánico de La Cámpora, como gran sujeto de la historia, el “individuo que trabaja de manera eficiente sin el garrote del capital. Su experiencia de organización y conciencia de grupo aumentan la productividad del trabajo; la convicción en un proyecto político que excede la administración cotidiana facilita el buen trato con el público; la disciplina orgánica acelera los procesos burocráticos.” Esta recuperación de los debates de los ‘60, el gran sueño del hombre nuevo cristinista, que resolverá el gran problema de la nación -lógicamente, la restricción externa, que requiere un esfuerzo de productividad para ser superada- a través de su compromiso con la causa, confieso que me sorprendió gratamente. Quizás la respuesta de la Argentina sea una suerte de hiperestatalización stalinista que inspire a los trabajadores argentinos a servir en pos de una Causa Superadora. No parece haber funcionado en Aerolíneas Argentinas cuando fue manejada por La Cámpora, ni parecería estar funcionando en el municipio de Selci, dado el tenor de las respuestas de los vecinos de Hurlingham a Nicolás en su cuenta de twitter oficial -respuestas acusándolo de votar aumentos de impuestos “mientras se hace el filósofo" que, por lo que vi recién, al parecer ocultó- pero quizás pueda ofrecer un horizonte de sueños posdemocráticos frente al gran conglomerado agro-mediático-judicial. Solo la historia nos absolverá.