La irrupción de Diego Maradona en la vida pública sucedió con tanta intensidad que muy rápido fue leída a través de los clichés culturales que parecían converger naturalmente con su biografía. La historia ya había sido contada incluso antes de que la conociéramos porque vivía en el alma colectiva de la Argentina plebeya, melancólica y peronista. Tangos como “El sueño del pibe”, que parecen narrar a la perfección la historia de Maradona pero que en realidad fueron escritos 20 años antes de su llegada al mundo, lo atestiguan. Nacimiento en una angustiante pobreza en las orillas del conurbano bonaerense, un muy temprano y reconocible despertar de sus habilidades, un primer contrato con un club humilde y la salida de la villa hacia la Capital, un paso por Boca y luego su entrada a Europa por la puerta del Barcelona, un club de la burguesía progresista que lo rechazó por ruidoso y marginal, una lesión criminal, admitida en el fútbol menos vigilado de esos años, que amenazó con convertirlo en una eterna promesa incumplida, el retorno glorioso en un club pobre del despreciado sur italiano manejado por la camorra y el épico campeonato del mundo. Luego, un período de hybris, arrogancia y caída y un arco de redención, una reinvención en la Boca y en los medios, el emocional retiro en una Bombonera explotada, una carrera de DT sin éxitos deportivos pero con momentos de alta intensidad emocional, y más tarde un período de promotor de pequeños clubes emergentes fuera del circuito mainstream, con una dosis de magia, una dosis de extravagancia y una dosis de épica. Gloria, escándalo, adulación; la transformación de un extraño y amenazador desplazado social en un ciudadano admirado y respetable, que le trajo gloria a un país luchando por recuperar un apogeo perdido (quizás solo reclamado míticamente), hasta que decayó lentamente y murió, en soledad, engañado, triste.
Los lugares y las fechas son conocidos por todos. Villa Fiorito, 1960. La Paternal, 1976. Barcelona, 1982. Napoles, 1984. Ciudad de Mexico, 1986. La Boca, 1995 y 2001. La Habana, 1998. Johannesburgo, 2010. Dubai, 2011. Sinaloa, 2018. Tigre, 2020. Los nombres también son familiares: Jorge Cysterzpiler, Doña Tota y Don Diego, Claudia Villafañe, Guillermo Coppola, Dalma y Gianina.
Pero obviamente nada es tan simple.
En 1990, Charles Wolfe, profesor de literatura inglesa en Middle Tennessee State University, habló con estudiantes de segundo y tercer grado en una escuela pública de Jasper, Tennessee a donde iban niños mayormente blancos de clase trabajadora y les preguntó: ¿saben quién es Elvis Presley? Habían pasado trece años de la muerte del rey. Las respuestas lo sorprendieron pero le permitieron descubrir un aspecto triunfal y evasivo del mito social: “Era un tipo viejo que fue rey de algún lado”, “fue un gigante que inventó el rock ‘n’ roll” “Vive en una mansión en Memphis y solo sale de noche” “Es un negro grandote que inventó la guitarra eléctrica”. ¿Qué responderán sobre Maradona los niños dentro de 10 años? ¿En qué transformará Argentina su mito, su narración, su figura?
Diego, a diferencia de otras figuras legendarias, presenta dos aspectos que lo complejizan. El primero es que él ya llevaba inscripto en sí mismo la infinitud de sus manifestaciones. Es decir, fue interminable y plástico antes que el mito social lo fetichizara, lo funcionalizara, lo convirtiera en una quimera. La enormidad de su impacto cultural, en millones de personas a lo largo del mundo, nunca terminó de convertirlo en un ser humano realmente vivo, realmente existente, de la misma manera en que hoy no termina de matarlo del todo (en un video que publicó el club Napoli hace poco y que estuvo a punto de hacerme llorar un taxista miraba a cámara y decía “Maradona non é morto”). Pero cuando al final Maradona murió de verdad, rodeado de traidores y extrañando a sus viejos, el evento se sintió como una explosión del que se desprendieron muchos fragmentos que fueron con el tiempo lentamente tomando forma, adquiriendo contorno, movilizándose hacia la luz. Supimos en esa trágica mañana de pandemia que Diego iba a tener una resurrección épica pero aún hoy no estamos seguros cuán ubicua, cuan juguetona, cuán perversa, terrorífica o divertida esa segunda vida vaya a ser. Especialmente comparada con la primera. Hoy Maradona es una gran conversación plural que mantenemos con el universo, hecha de canciones, obras de arte, libros, películas, videos en youtube, sueños, a veces más que nada es un ruido cultural de fondo, la glosa del dinero, de los comerciales, de los videos de La Cámpora, de los tuits de los que no se quieren quedar afuera y de las expresiones de los que lo odian, de las leyendas urbanas, de los best sellers, de las editoriales periodísticas, de los canales deportivos sensibleros y costumbristas. En cualquier formato, la historia que contamos sobre Maradona es una historia que no necesita narrador. Florece precisamente porque está libre de esos elementos, digamos, autoritarios. Porque se cuenta a sí misma.
Lo cual me lleva al segundo elemento. Maradona es una figura de disputa en un país que, por estar cada vez más neurótico y desangelado, es incapaz de construir mitos que lo excedan. Todo en Argentina se desancla de la historia y se lee desde el propio rabioso narcisismo: ¿puede Diego, con el tiempo, quedar reducido a un futbolista kirchnerista amigo de Chávez? ¿puede Diego, con el tiempo, ser amado u odiado solo porque en teoría era “peronista”? El destino trágico que late tras la figura de Maradona es dejar de ser un Cristo -es decir, un Dios universal que muere en la cruz para liberarnos- para quedar atrapado por la representación partisana del mito cornudo, un llanto melancólico sobre el héroe colectivo, un rezongo dolinesco sobre la excepcionalidad argentina, una reivindicación de que él siempre “estuvo con los jubilados”, en fin. De todas las cosas que se dijeron sobre Diego la peor es la que dijo Busqued, el santo de los que viven entre las ruinas del progresismo y ciegos a ellas: “el diego tuvo todas las oportunidades de ser el negro de ellos pero eligió seguir siendo el negro nuestro”, tuiteó el 26 de noviembre de 2020 (13 mil favs, 3 mil RTs). Es cierto, Diego no fue el negro de ellos pero tampoco fue el negro nuestro. Nunca fue el negro que la clase media argentina le reclamó que fuese, nunca recreó la performance sacrificial de su origen social para mantener la apariencia de su pureza espiritual, nunca fue totalmente el pibe del tango aunque en su interpretación cándida nos engañe a pensar que sí, nunca quiso ser una Virgen del Cerro para los Marcos Aramburu del mundo que necesitan fetichizar su pertenencia imposible y mutilada al mundo popular por su educación montessori y su inscripción en el CNBA. Siempre fue, en cambio -o también- un violador cocainómano, un hijo de mil putas, un traidor a su clase y un traidor a la Argentina, un egocéntrico, un procreador festivo, un destructor de mundos, una erupción de lo Real, pura jouissance, Jesús frente a los fariseos, la posibilidad del terror nuclear. Como tal, escapa una y otra vez a su simbolización. El mejor Diego es el Diego odiado. Cada vez que Diego es reivindicado por un streamer, por un periodista deportivo, por un crítico literario o por un militante político está más cerca de su muerte cultural. Maradona es demasiado importante para dejárselo al consorcio neoliberal La Cámpora - PJ Capital - Blender - Fundar - Corta.
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Maradona me vuelve loco, siempre lo hizo. O sea, lo amo con todo mi corazón. Por eso es que hay muchas cosas de Maradona que no puedo explicar y por eso escribir sobre él es en realidad un acto imposible. Tratar de entender, sin embargo, a un Diego muerto y evanescente como un símbolo cultural de nuestra época, como una especie de epistemología cultural de una Argentina fracasada pero aún orgullosa, débil y prejuiciosa, pero persistente y contagiosa, como una pequeña llave que abre el candado hacia… dónde? hacia el Imperio Austral? quizás me sería suficiente.
Vi a Diego en la cancha en 1997, en una especie de segunda vuelta a Boca después de una larga lesión, problemas de salud y desacuerdos contractuales y estéticos con Nike, que había empezado a sponsorear al club y le había clavado dos rayitas blancas entre el azul y el oro a la camiseta. Diego creo que se negaba a usarla no me acuerdo bien si porque tenía una exclusividad con Puma o porque consideraba el nuevo diseño una irrupción abyecta del tardocapitalismo que deformaba para siempre la condición plebeya del club, algo en lo que tenía razón y que, en su sensibilidad de héroe populista, percibió a la perfección. Fue un partido contra Racing de pura locura porque me acuerdo que, aunque la noche estaba clara y fría el recibimiento oscureció el cielo de una manera que nunca volví a ver. Quizás mi imaginación de niño haya deformado el tumulto o agrandado el humo y los papelitos, pero en mi mente fue la última explosión de una Bombonera ochentosa. En la tribuna sur había una bandera que decía, no me olvido más, “La tierra se abre, los mares se secan, el sueño se vuelve realidad. Bienvenido a casa Diego”, una pincelada de poesía bíblica que la 12 no pudo repetir nunca más a partir de ese momento.
Después volví a ver a Diego al año siguiente, también en la Bombonera aunque esta vez ya no jugaba. Fue un Boca - Talleres espectacular que ganamos 2 a 1 abajo de una lluvia torrencial. No me acuerdo quién hizo el primer gol (preguntenle a Davo, mi memoria es horrible) pero el segundo lo hizo Palermo después de un centro en diagonal del mellizo, un gol que recuerdo épico y que grité muchísimo. Mi viejo había conseguido uno de esos palcos -en ese momento le llamábamos, con un poco de inocencia, “palcos vip”- y dio la casualidad de que estaba justo al lado del de Diego. Quizás piensen que estoy mintiendo o exagerando, pero me chupa la pija la opinión de todos ustedes. En un momento, ya arrancado el primer tiempo, se empezó a escuchar un fuerte quilombo afuera -gente, gritos, ruidos-, así que mi viejo abrió la puerta y se asomó. Al toque giró la cabeza y me dijo “vení YA que está Diego”, y salimos. En fin, la anécdota no es importante, y además no se habían inventado los celulares y no tenía cámara de fotos, así que tampoco tengo pruebas, pero lo saludé. Con su atracción natural hacia los niños, y aunque en ese momento estaba, digamos, totalmente astillado, abrió grandes los ojos con esa expresión de chico que a veces ponía y me dijo “hola, cómo estás?” y me dio un beso en la mejilla, como si me conociese de toda la vida. No llegué a responderle nada y se metió en su palco. Un segundo de aura maradoniana.
Finalmente, volví a estar en la cancha de Boca el 10 de noviembre de 2001. Una tarde hermosa en la que la primavera porteña le empezaba a dejar paso a lo que iba a ser un verano furioso y sanguinario al que también me iba a sumar. Ese día se recuerda por la frase inmortal de “yo me equivoqué y pagué, pero la pelota no se mancha”, que escuchado en el estadio, con el eco rebotando en las tribunas, fue realmente emocionante, aunque en realidad todo el discurso de Diego, menos reproducido, es hermoso si lo escuchan, y recuerdo claramente que en ese momento me hizo preguntarme cómo es que su cerebro privilegiado, aún en los peores momentos, era capaz de encontrar el camino hacia ese tipo de poesía salvaje que alumbraba momentos de belleza intensa y sutil. Pero, aunque los que estábamos ahí lo amábamos y lo perdonábamos, no nos confundíamos: lo que teníamos en frente era en realidad un Maradona quebrado en medio de un país derrotado. Mientras se derretía de dulzura y vulnerabilidad frente a nuestros ojos, abrazándose a sí mismo ante el micrófono, las historias de la chica cubana de 16 años con la que había venido desde La Habana y los delirios con los que aterrorizaba y destruía el Hilton con una ballesta y armas de paintball circulaban en la tele. Obviamente nos chupaba un huevo -y nos sigue chupando un huevo- pero al menos no lo ocultábamos de forma hipócrita y chupapija bajo el espejismo de una canonización altruista. A Diego y a la Argentina les esperaba en el futuro un reciclaje neoliberal desencantado -a la Argentina el kirchnerismo, a Diego su vuelta como conductor, entrevistando a Charly García, a Pelé y a sí mismo- y eso estaba OK.
Lo que quiero decir con esto es que: Diego era demasiado grande, demasiado complejo, intenso e irreductible, para que ninguno de nosotros lo comprenda, lo absorba o lo interprete. Era demasiado extravagante, en fin, para vivir con él, para compartir su época. Constantemente se dedicó a confundirnos y por eso resulta imposible observarlo directamente. Como al sol, o como a Medusa, no podemos mirarlo a los ojos sin convertirnos en piedra o sin quedarnos ciegos. Entonces hay que mirarlo de forma diagonal. Desde un ángulo, vemos al joven que desenredó y retejió los filamentos de un destino nacional derrotista con dos goles legendarios a la selección británica y un campeonato del mundo glorioso, que nos devolvió el orgullo, desde otro ángulo, vemos a un hijo furioso de la vanidad alfonsinista, el ácido corrosivo goteando sobre los fundamentos de la sociedad industrial, desde un ángulo vemos al francotirador sedicioso, sublevado contra un sistema de poder que parasitaba el carisma de los jugadores y restringía el goce de los hinchas comunes, desde otro ángulo vemos a la primer real mega estrella de la globalización deportiva, que introdujo los mundiales de fútbol a grandes nuevas audiencias y mercados, y mercantilizó su propia imagen de rebelde hasta la recursividad (famosa es su anécdota de entrar a la cancha con los cordones desatados para que le sacaron las fotos a los botines mientras se los ataba).
Quizás muchos no se sientan cómodos con esta serie de contradicciones. Especialmente aquellos que son felices limando los fastidiosos pliegues de la realidad para construir narrativas esterilizadas -un Diego a favor de todo lo bueno y en contra de todo lo malo, un Diego kirchnerista, un Diego de izquierda, un Diego abortero, un Diego nunca peluca siempre pelusa, etc. Pero quizás con lo que no se sientan verdaderamente cómodos estas personas es con algo aún más grande y más interesante: la posibilidad de que quizás ninguna de estas cosas sean contradictorias en verdad. El hecho de que Diego sea amado, de que Diego sea Dios, no porque haya sido bueno sino porque fue injusto, arbitrario, violento y neoliberal, y porque dentro de estas cosas cabe aún la bondad, la justicia y la belleza.
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Durante finales del siglo XIX y principio del XX pocas cosas manifestaron el ideal trascendente de una civilización transhumana que el deporte. En el contexto de la civilización tecnológica, se percibía que el individualismo burgués decadente sería reemplazado por seres humanos que se convertirían en los portadores de experiencias que serían impersonales y estandarizadas - formas universales que, de la misma manera que los automóviles o los aviones entrañarían en su serialización cierta forma gloriosa de inmortalidad. Durante esas décadas el deporte se pensó como una suerte de renacimiento para masas. El Comité Olímpico Internacional, fundado en 1894, organizó los primeros JJOO de la era moderna al año siguiente con el sentido de funcionar como un proxy de los Salones que organizaba la Académie des beaux-arts de París, es decir, un intento de realizar el ideal clásico de la humanidad, pero a una escala masiva. Con el mismo sentido, el 21 de mayo de 1904 se fundó en la rue Saint-Honoré de la misma capital francesa la FIFA.
Hoy es probablemente el deporte y no el arte el que conecta a nuestra cultura occidental con sus raíces grecolatinas. Esta conexión está explicada por Leni Riefenstahl en su película Olympia, cuya primera secuencia muestra esculturas de dioses griegos convirtiéndose en atletas modernos. Pero también, y de forma quizás un poco más perfecta, esté narrado en los comerciales bíblicos de Nike de finales de los ‘90 y principios de los 2000, en el que grandes estrellas del fútbol juegan partidos contra representaciones de la tentación y el mal (demonios, íncubos, serpientes) en inferioridad de condiciones (los cagan a patadas y el árbitro es ciego, la cancha se les inclina, etc). El deporte marca el renacimiento de los cuerpos clásicos (grecolatinos) en tanto alegorías de la inmortalidad y de la divinidad: máquinas preparadas para performar al máximo nivel que nos resulta casi imposible imaginar enfermándose, decayendo o muriendo. El deporte marca también el renacimiento de las virtudes clásicas -la justicia, la fortaleza, la templanza. Y, finalmente, el deporte, más que el arte, señalan el renacimiento del tipo de experiencia sublime que nos conecta con lo trascendente tras la crisis de lo sagrado.
Maradona intercepta este mito de la modernidad tardía -lo sublime, lo metahumano, lo inmortal- pero también es un héroe a caballo entre dos épocas y como tal tiene un pie en el siglo XIX tiene otro en el XXI.
En 1977 se publicó en Estados Unidos The Complete Book of Running, que rápidamente se convirtió en un best-seller y llevó a su autor, Jim Fixx, al circuito de talk-shows de la época. Su historia era una de autosuperación: cómo él, que en el pasado era un gordito sedentario beneficiándose del seguro social y la protección del Estado de bienestar, se reconvirtió en una persona proactiva y atlética gracias al running. Entre finales de los ‘70 y mediados de los ‘90 emergieron una legión de videos y libros con rutinas de ejercicios y profesionales de la salud que insistían con ánimo talibán lo importante que era mantener un estilo de vida activo. En esta época Phil Knight ya era corredor de media distancia de ciertas cualidades en la Universidad de Oregon, en la cual cursaba estudios de periodismo. Una vez terminada la carrera se mudó a Stanford, en California, para hacer un posgrado en negocios.
Knight tenía una sensibilidad muy en sintonía con el nuevo clima de la época. Cuando hablaba de su carrera como runner o como empresario lo hacía con un discurso anti-autoritario e individualista: estás solo, peleás solo, solo vos sos responsable por tu éxito o fracaso. Esta narrativa predominante en la práctica de deportes solitarios estaba en el centro del sistema de creencias del nuevo ciclo de acumulación cultural del capitalismo. David Holt & David Cameron lo llamaron, en su libro Cultural Strategy, “combative solo willpower”, como una manera de entender el tipo de espíritu que caracterizaron el nuevo mercado de trabajo del reaganismo, el desmantelamiento del New Deal y el comienzo de la alianza entre Silicon Valley y Wall Street que reemplazaron a la vieja sociedad salarial y marcó el auge temprano de la industria del management y las business schools, la hegemonía de los discursos del bienestar personal y el fitness como tecnología privilegiada de gestión del yo.
En ese contexto es que Nike emergió como una prolongación del espíritu oscuro de su creador. La marca ofrecía una analogía simple: los runner son apasionados por lo que hacen, sienten la urgencia de ese amor y trabajan todos los días incansablemente para ganarse a sí mismos, para empujar sus límites y para sobrevivir. El primer símbolo de Nike fue Steve Prefontaine, un corredor que era más parecido a una estrella de rock que a un atleta: llevaba el pelo largo, insultaba, tomaba alcohol y tenía un estilo competitivo y agresivo que chocaba con los valores de fair play que regulaban la disciplina deportiva de su época. Murió a los 24 años en un accidente de auto y se convirtió en una leyenda. Prefontaine le señaló a la marca un estilo y le otorgó un aura de individualismo e indisciplina, pero hacia finales de los ‘80 todavía Nike todavía pertenecía a un nicho que todavía le costaba perforar, y no podía traducir ese prestigo a escala de mercado. El fraseo que había rastreado era potente y sintonizaba con la época pero todavía no alcanzaba a volverse masiva. Hasta que Wieden + Kennedy empezó a experimentar con materiales extraídos de una subcultura sensual y crecimentemente de moda en la jungla poscapitalista: el ghetto negro. En 1987 sacaron una de las piezas audiovisuales más importantes del siglo XXI: el comercial Revolution de 1987, que mostraba un collage de imágenes en blanco y negro mientras de fondo sonaba la canción homónima de los Beatles. El impacto fue movilizante: un llamado de Nike a revolucionar nuestro carácter para adaptarnos a las exigencias de la sociedad naciente. Las imágenes eran de deportistas amateurs en situaciones cotidianas pero de alta competitividad. Negros en el hood jugando basket en canchas de asfalto o entrenando en gimnasios rústicos, sosteniendo un poderoso mensaje contracultural: el starsystem es falso, el marketing es falso, la vida lujosa y fácil que vemos en la tele es falsa, la realidad tras la destrucción del mercado laboral y del Estado es violenta y solo triunfan los más fuertes a través del esfuerzo personal.
El final de los ‘80 es el punto en el que el exceso del marketing deviene anti-marketing y Maradona, como gran héroe liberal, moviliza también esta reverberante nueva narrativa del poscapitalismo: el deporte es una especie de nueva utopía, un mundo en el que todas las barreras y handicaps impuestos por la estratificación social se disuelven, un territorio en donde no ganan los favorecidos y los privilegiados sino aquellos que tienen la suficiente determinación, confianza y agresividad para imponerse. Una especie de anti-carnaval que disuelve las marcas de origen no en una celebración entusiasta y feliz sino en la competencia dramática a muerte. Este mito es uno poderoso y resonó especialmente en la periferia rioplatense gracias a Diego, que lo encarnó probablemente como ningún otro deportista en la historia (Jordan, por ejemplo, que fue la gran figura de Nike, tenía un background de clase media, que fue borradas convenientemente). El alma del deporte, nos dice Nike a caballo del nuevo consenso reaganista, es el atleta que supera la adversidad y triunfa. Y no solo que triunfa sino que humilla al rival. En Nike Culture. The sign of the swoosh, Robert Goldman y Stephan Papson lo expresan de esta manera: “No importa quien sos, no importa cuales son tus limitaciones físicas, económicas o sociales, la trascendencia no solo es posible, te está llamando. Tomá control de tu vida y no te capitules frente a las fuerzas mundanas de la vida cotidiana. No pienses más. No te justifiques más. Es tiempo de actuar”.
Nike y Diego nunca se encontraron en un sponsorship como el que merecían (Nike no se metió al fútbol de verdad sino hasta el mundial de Francia ‘98, y lo hizo con los brasileros que tenían el origen social pero encarnaban otro tipo de rebeldía más alegre y festiva, menos dark). Sin embargo, es fácil observar que todos los elementos que amamos en Diego y que, en la mirada del peronista melancólico lo elevan por encima de Messi -su militancia anti FIFA, ese exceso verborrágico que siempre perforaba los consensos morales hipócritas de su época, su capacidad de arrastrar él solo a un equipo de jugadores mediocres hacia la gloria futbolística, por ejemplo- son de forma acaso inadvertida atributos que pertenecen plenamente a un ethos que hoy identificaríamos con la derecha liberal: la poderosa pasión individualista y la oposición al orden mundial globalista -¿qué es la FIFA sino la gran expresión del consenso neoliberal?- casi un gesto anarquista absoluto, de soberanía personal irreductible a toda autoridad.
A menudo se dice que Diego arrastró a la Argentina sobre sus hombros, lo cual es estrictamente cierto. Pero nos preguntamos un poco menos hacia dónde la llevó. Su sacrificio mítico nos preparó para la desarticulación de la sociedad peronista y para nuestro ingreso en el nuevo sistema posindustrial (en su nuevo mercado laboral, en su nuevo sistema de sociabilidad deshilachada, etc) donde, aunque ocuparíamos un rol subordinado como nación, podríamos aspirar a sobrecompensarlo, o al menos mitigar sus efectos emocionales, a través de una combinación de consumo y éxitos futbolísticos, una promesa de soft-power que nos permitiera ilusionarnos con la reconstrucción del imperio argentino que no fue.
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En el caso de Argentina, el mismo nombre refleja los equívocos culturales y narrativos que llevaron a esta zona del mundo en su travesía torturada de colonia a país independiente, de territorio imperial a nación. En 1514, un año después de que Balboa descubriera el Pacífico, Juan Díaz de Solís fue encomendado por la corona española la búsqueda por la costa sudamericana de algún río que habilitase el paso entre los dos océanos. Un año después, Solís entró en el inmenso estuario que separaba a lo que es hoy Argentina de Uruguay, en donde fue engañado por los indígenas, quienes lo atrajeron fingiendo amistad para luego asesinarlo, junto con su tripulación. Otros exploradores, tiempo después, creyeron que la navegación hacia el norte del estuario llevaría a las zonas ricas en minerales del alto Perú, y bajo esa intuición lo bautizaron “río de la plata”. El nombre Argentina preserva, entonces, esa asociación original en la medida en que es una derivación del nombre en latín argentum. Popularizado en un poema escrito por Martín del Barco Centenera en 1602, el término Argentino se volvió un sustituto obligatorio de “rioplatense” para referirse de forma lírica a esta zona del imperio español, y adquirió un uso permanente en el lenguaje patriótico doscientos años después, cuando Vicente López y Planes compuso El Triunfo Argentino, un poema neoclásico que celebraba el triunfo sobre la invasión inglesa de 1807. Más tarde, en su Himno Nacional Argentino, el término recibió cierta validación oficial, aunque no fue sino hasta 1826, dieciséis años después de la revolución de mayo, que República Argentina se convirtió de hecho en el nombre de la nación.
Según Nicolas Shumway, la historia del nombre Argentina cifra la paradoja de un territorio que tanto los españoles como sus primeros descendientes directos criollos fallaron en reconocer en su potencial económico y, por lo tanto, en imaginar como una entidad política autónoma. A diferencia de los territorios más consolidados de Mexico y Perú, que sí eran ricos en minerales, el Río de la Plata no poseía ni oro ni plata, y las poblaciones nativas, virtualmente nómadas, preferían el exilio o la muerte antes que someterse a la institución de la encomienda. En cambio, la Argentina era dueña del vasto desierto, la pampa, probablemente las tierras de agricultura más ricas del mundo, un potencial productivo que nadie fue capaz de reconocer como tal hasta finales del siglo XIX.
Debido a la falta de promesa de la Argentina, la colonización española del cono sur fue esporádica y débil. Algunos asentamientos y pueblos somnolientos fueron apareciendo a lo largo de las rutas de comercio -especialmente las que unían el Alto Perú con Buenos Aires, un puerto periférico-, pero en lo principal el país, hacia el final del período colonial, era una vasta extensión de territorio vacío, con una muy débil conexión con la metrópoli, salpicada de pequeños pueblos y misiones aisladas entre sí y en donde las principales fortunas habían crecido al calor de desafiar el monopolio impuesto por la corona española comerciando ilegalmente con los barcos holandeses e ingleses.
En esta situación es prácticamente natural que Argentina desarrolle una intensa imaginación liberal popular, cristalizada en la figura literaria del gaucho. Para Josefina Ludmer el género de la gauchesca, al que define como un “uso letrado de la cultura popular”, es decir, la fetichización de una figura imaginaria en un mito ordenador, la elaboración de una narrativa guía capaz de dotar de sentido a la nación naciente, encuentra dos fronteras de sentido: por un lado la “delincuencia campesina” frente al ordenamiento jurídico que emana de los sucesivos intentos de fundar un Estado central, y por otro la guerra -la revolución primero y la guerra civil después- que necesitan incorporar a los gauchos a la nueva estructura civil. Pero estos dos hitos que definen la transformación del gaucho en signo también definen una frontera de indisciplina persistente. En la gramática legendaria del género se encuentran dos elementos: por un lado la “lengua como arma” (la viveza, la rapidez, la oralidad) frente a la “voz de la ley”, por otro, la hostilidad hacia el gobierno.
Así lo cuenta el propio Sarmiento, a contramano de la propia historia que lo narró a él mismo como liberal (liberal por qué? por creer en el “libre-comercio”?): “Facundo reaparece después, en Buenos Aires, donde en 1810 es enrolado como recluta en el regimiento de Arribeños que mandaba el general Ocampo, su compatriota, después presidente de Charcas. La carrera gloriosa de las armas se , con los primeros rayos del sol de mayo; y no hay duda que con el temple de alma que estaba dotado, con sus instintos de destrucción y carnicería, Facundo, moralizado por la disciplina y ennoblecido por la sublimidad del objeto de la lucha, habría vuelto un día del Perú, Chile o Bolivia, uno de los generales de la República Argentina, como tantos otros valientes gauchos, que principiaron su carrera desde el humilde puesto de soldado. Pero el alma rebelde de Quiroga no podía sufrir el yugo de la disciplina, el orden del cuartel ni la demora de los ascensos. Se sentía llamado a mandar, a surgir de un golpe, a crearse él solo, a despecho de la sociedad civilizada y en hostilidad con ella, una carrera a su modo, asociado el valor y el crimen, el gobierno y la desorganización.” (Facundo, Capítulo V)
El mito maradoniano resuena fácilmente en este párrafo. Es un caudillo popular argentino que fundó pequeñas sociedades carismáticas cuyo sentido fue el de desafiar y desestabilizar el poder centralizado, la ley y la civilización. Por eso su magia es tan seductora -frente al cyborg neoliberal Messi, al que quien escribe ama también y le agradece eternamente por la alegría más grande que ha vivido por siempre jamás- y por eso es tan malo y ominoso el Maradona by Kusturica, que presenta a un Diego ídolo, líder de masas, contestatario, casi coherente. Su problema con las drogas aparece no como un momento constitutivo de su vida desmedida y desbordada sino como una ligera desviación burguesa, algo por lo que hay que perdonarlo condescendientemente -casi como Diego se perdona a sí mismo, engañándose como se engañan los adictos. El Maradona del egotista Kusturica es un Maradona trotskista, si entendemos al trotskismo como esa mirada exótica y disociada de lo que es fundamentalmente argentino -lo carismático, lo populista, lo equivocado, lo fallido, lo derrotado: un Diego wannabe, indulgente, regodeándose con sus propias debilidades, que dice “sabés lo que podría haber sido sino me hubiese drogado”, como si San Martín pidiese perdón por tener asma cuando cruzó los Andes.
Cuando empieza el documental Kusturica apostrofa lo siguiente: “si Maradona no hubiese sido futbolista hubiese sido revolucionario”, lo más cualquiera, caprichoso, inocente que alguien podría decir sobre Diego. En cambio pienso en esa frase de Gramsci en Maquiavelo y Lenin: “El Príncipe de Maquiavelo podría ser estudiado como una ejemplificación histórica del mito de Sorel, es decir, una ideología política que no se presenta como una fría utopía ni como una argumentación doctrinaria, sino como la creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado para suscitar y organizar su voluntad colectiva”. O sea digamos, Maradona no necesita no ser futbolista para ser revolucionario, Kusturica pelotudo, sino todo lo contrario.
Continuará…