Cada vez que Guillermo Moreno tiene un pico de atención por alguna intervención estrafalaria o porque algún influencer del espectro autista (también conocidos como “progresistas”) lo intercepta con curiosidad como estrategia de autoproducción de su propio carisma online, recibe la reacción negativa de los peronistas neoliberales de paladar negro -o de los neoliberales de izquierda a secas que orbitan lateralmente al peronismo- que con insistencia se niegan a abandonar sus convicciones en la puerta de la crisis de representación terminal y la nichificación impotente de la agenda que atraviesa nuestro hermoso movimiento. Uno estaría tentado a pensar que detrás de esta indignación hay un debate sincero alrededor de convicciones, doctrinas o planes de gobierno, pero sabemos que nada de eso sucede en realidad. El peronismo realmente existente hace mucho tiempo que no propone nada de eso a la sociedad. Tampoco hay una discusión, más mezquina pero eventualmente también más real, sobre posiciones institucionales a sostener, porque el poder deshilachado de un peronismo ultra cogido y con poca capacidad de maniobra nos presenta estos flujos y reflujos como un campo de posiciones farsescas que sobregiran en falso en un espacio vacío. Entonces, ¿qué hay realmente detrás de la resistencia y la atracción hacia el compañero Guillermo Moreno?
Aunque todas las cosas que los progres dijesen de Moreno fuesen verdad (que no lo son), el anti-morenismo seguiría siendo patológico
Es evidente que para el espectro del peronismo liberal hay una obsesión que es a la vez una fascinación con la figura de Moreno, que se ha elevado en el último tiempo al status de fetiche en un sentido psicoanalítico. Recordemos de nuevo la escandalosa afirmación de Lacan de que, incluso si lo que un marido celoso afirma sobre su mujer (que se coge a otros tipos) es cierto, sus celos siguen siendo patológicos, en tanto reprimen la verdadera razón por la cual el hombre necesita a los celos: para sostener su posición ideológica. La verdadera pregunta, para Lacan, nunca es si los celos están “justificados por la realidad” sino “por qué este hombre necesita a los celos para defender su identidad”. El elemento patológico es que los celos funcionan como un desplazamiento que impide al sujeto enfrentarse a su propia escisión desnuda.
Siguiendo esta línea, la figura de Moreno es un fetiche en la medida que incluso si todas las cosas que dicen los progresistas sobre él son verdad (que es antisemita, que es fascista, que es un patotero, que lo más moderno que propone es un retorno imposible a la argentina industrial y a la familia patriarcal, etc.) -cosa que por supuesto no son ciertas- el anti-morenismo de todas maneras funcionaría como un fenómeno patológico en tanto actuaría como la represión de la verdadera razón inconfesable por la cual necesitan ser anti-morenistas como estrategia para sostener la estabilidad de su posición ideológica: porque se consideran las personas buenas, los mejores, los ilustrados, la vanguardia intelectual de una sociedad demasiado villera y “rota” para darse cuenta de la “verdad”. Por eso, la fascinación del peronismo liberal con Moreno fetichiza y ofusca las propias limitaciones ideológicas de los peronistas liberales de salón que con frecuencia pontifican desde el altar moral.
En sus Notas para una definición de cultura, T.S. Eliot afirma que hay momentos en que la única opción es la que se da entre la herejía y el ateísmo, cuando la única manera de mantener una creencia viva es producir un cisma y desviarse del cuerpo principal de la ortodoxia. Esto es lo que hay que hacer hoy con el peronismo: la única forma de recuperar su verdadero sentido es rechazar las apelaciones inútiles y banales a la “unidad” que nos llevan hacia el fracaso y nos ponen de espaldas a la historia y resistir su actual condición neoliberal. En este sentido, la imagen de Guillermo Moreno es lo último que el peronismo melancólico puede ver antes de ser confrontado con el antagonismo desnudo de su propio fracaso. Por eso todos los progresistas están fascinados con Moreno: porque les permite no hablar de su propia derrota cultural, de su apego a instituciones democráticas en decadencia y a un modelo económico que empobreció a la sociedad argentina y de su incapacidad de pensar (y proponer) el futuro. Aquí aplica la frase de Hegel, que decía que “el mal reside en la mirada de aquellos que ven el mal en todos lados”, porque la misma mirada de los progresistas que demonizan a Moreno sirve para ofuscar la mala fe que ignora deliberadamente su sistemático fracaso que durante los últimos quince años abrió el espacio para su crecimiento.
Algo muy parecido podría decirse acerca de Javier Milei, que es sin lugar a dudas la otra gran figura del sistema político argentino que representa este desplazamiento pervertido de lo que el peronismo ha reprimido: el antagonismo social, representado por el deshilachado mundo del trabajo y sus nuevas formas de contratación precarizada, aquello que el peronismo se ha históricamente dedicado a expresar pero que hoy ha abandonado trágicamente por las nuevas formas del activismo individualista. Tanto Milei como Moreno son la última y única referencia realmente existente a la retórica antiestablishment que sostiene el principio del exceso [jouissance] frente al placer controlado y domesticado de la política neoliberal en crisis. El último ejemplo más claro de esto fue el caso de Enzo Fernandez (¿qué es un canto de cancha, especialmente uno argentino, sino una expresión pura del exceso más allá del principio de placer, incluso hasta el punto de la contradicción homoerótica o la imprecisión geopolítica?), que dejó en offside a neoliberales tanto de derecha (PRO) como de izquierda (kirchneristas), quienes se plegaron, siguiendo su sensibilidad internalizada durante los últimos treinta años pero calculando muy en contra del cambio de época, al dispositivo de disciplinamiento hipócrita del moralismo globalista que oculta sus propios excesos colonialistas, mientras que la militancia morenista y libertaria -y algunas figuras importantes del gobierno- optaron por un discurso (simulado o no, farsesco o no, eso no importa) de apoyo y soberanía simbólica contra los valores democráticos en términos totalmente desorbitados que restituyó cierto sentido de dignidad nacional en el mejor de los casos solicitado, en el peor muy simpático, a nivel popular.
Más allá de este debate lateral, por esto para mí está claro que interpretar a Guillermo Moreno en clave de “vuelta real a la doctrina peronista” y nada más es un error -aún si superficialmente parecería proponer solo eso- y una lectura únicamente posible desde el atalaya vencido y decadente del progresismo neoliberal. Bajo esa lectura el morenismo queda reducido sin dudas a un mero espejismo o una especie de trauma vudú. Porque esa recuperación de un sentido político trascendente que tiene que ver con lo que hay de argentino en el peronismo (y no con lo que hay de peronista en la Argentina) es mucho menos una danza folclórica que la confrontación con el núcleo central del fracaso del kirchnerismo en tanto fue la prolongación y el perfeccionamiento (económico, político, cultural) del Estado neoliberal implantado con la violencia y el financiamiento norteamericano en 1976 -financiamiento que hoy continúa promoviendo viajes de formación e intercambio de nuestros “mejores” cuadros políticos.
Frente a la crisis de la Ilustración, Moreno sugiere la salida heiddegeriana y Milei la salida hegeliana. Pero por fuera de ellos dos, en la Argentina actual nadie propone nada
Bueno, acá tengo que intentar resumir algo muy complejo y seguramente lo haré mal. Yuk Hui, en su artículo What begins after the end of the Enlightment? (2019) afirma que la hegemonía de la democracia, durante largo tiempo celebrada como un valor occidental inconmovible, asume hoy una condición cómica y decadente. El debate Trump/Biden fue probablemente un momento luminoso de ese trance mágico que, para el autor chino, arranca el 11 de septiembre de 2001, como momento de agresión autoinmune de un sistema ya irremediablemente autonomizado contra sí mismo. Pero la democracia liberal agrietada y satírica es apenas un síntoma de la crisis del sentido sincrónico universal que es, a su vez y en realidad, el agotamiento del ciclo de propagación de la Ilustración o, como dice Hui, su propio proceso de autorrealización que lleva a su vez a su negación, al lograr la independencia y conversión de la tecnología moderna -la estructura de soporte de la filosofía de la Ilustración- como su propia filosofía: a medida que la tecnología asume y desempeña el rol del pensamiento de la Ilustración, el medio deja de ser el portador de sentido y se vuelve el sentido mismo.
La Ilustración no fue solo un movimiento intelectual que promovía la secularización del mundo europeo sino que fue un pensamiento fundamentalmente político y geoestratégico, soportado por la expansión de la tecnología cartográfica y militar. Su objetivo último fue promover la sincronización temporal y moral de todo el mundo, un proceso que hoy conocemos como globalización. Para Hui ese proceso hoy ya está completado, con el catch-up de parte de los países del “sur global” con Occidente. El ejemplo que ofrece para ilustrar esto es el del gran aceleracionista, y compatriota suyo, Den Xiaoping, que ha dado a China su actual aspecto monstruoso y su rol de liderazgo, convirtiéndola en un experimento desquiciado de desarrollo tecnológico y abundancia, es decir, una continuación de la racionalidad y la epistemología de la ilustración occidental “bajo otras formas”. Peter Thiel dice exactamente lo mismo, aunque con un sentido levemente sombrío, cuando afirma que el país asiático es el mejor ejemplo de globalización -que es su nombre para el “progreso horizontal o extensivo”- porque su plan a veinte años es limitarse a copiar todo lo que funcionó en el mundo occidental, desde las vías férreas del siglo XIX hasta el aire acondicionado del siglo XX, hasta ciudades enteras, pero sin desarrollo vertical -es decir, sin verdadera innovación. Para Thiel esta es la forma pervertida -farsesca- que asume el desarrollo en nuestra época porque direcciona a la humanidad hacia la convergencia, el estancamiento tecnológico y la destrucción del planeta. En este punto ambos autores coinciden.
La salida al ciclo de agotamiento del iluminismo que proponen Thiel y Hui es, sin embargo, muy distinta. El primero propone la totalización hegeliana a través de la universalización cibernética y el triunfo del pensamiento filosófico occidental que ésta vehiculiza. Esto es lo que en definitiva acecha en los pliegues de su orden tecnofeudal dominado por monopolios de alta innovación: la cosificación de los recursos, el perfeccionamiento técnico de lo orgánico, la consolidación de un ecosistema integrado de hombres, naturaleza y máquinas y la transformación de la humanidad en una super especie de langostas depredadoras espaciales. El segundo, en cambio, propone la fragmentación de la totalidad a través del despliegue de diversidades en el pensamiento filosófico, estético y tecnológico. La fragmentación huiana no es, en este sentido, anti-europea pero sí es profundamente anti-hegeliana, en tanto desmantela la marcha del Espíritu Absoluto hacia su progresiva autorrealización. En su lugar hay una reposición de la pregunta por el Ser -expulsada de la historia del pensamiento occidental en la progresiva superación del arte por la religión, luego por la filosofía y finalmente por la ciencia y técnica modernas- que se encuentra detrás del concepto griego -recuperado desde Heidegger- de techné, que conjuga los sentidos de arte y técnica, y sobre el que Hui volverá una y otra vez en sus ensayos. El Ser no puede ser definido pero puede ser experimentado como una desocultación de la verdad trascendente o de Dios. La ruptura del universal implica, así, un reconocimiento de lo no-racional y su articulación a través de la experiencia sensible que provee el arte, el lenguaje, la religión, etc., en contextos cosmológicos civilizatorios situados, precisos y diferentes.
En la entrevista con Leyla Becha -que, por cierto, generó una nueva ola de indignación progresista- Guillermo Moreno ofrece dos conceptos claves que lo ubican como el candidato heideggeriano en el campo político: el de “tecnología conveniente” en contraposición al de tecnología disponible, frente a la pregunta de cómo alcanzar el pleno empleo en la Argentina, y el de la “urbanización peronista” (“¿cómo la sociedad peronista camina la ciudad peronista?”, se pregunta Moreno). Ambas definiciones merodean el concepto huiano de cosmotécnica que se propone como la unificación de una cosmovisión y un régimen de moralidad específica y civilizatoria por medio de actividades técnicas, “pertenezcan éstas al ámbito de los oficios o del arte”. En este sentido creo que sin dudas Moreno es el único candidato del actual espectro pan-peronista que ofrece -aún espontáneamente- una visión de futuro con capacidad de proyectar una bifurcación de futuros tecnológicos mediante la concepción del germen de una cosmotécnica argentina sobre la matriz doctrinaria del justicialismo como metafísica fundante.
Con esto quiero decir que es el único que intenta reconstruir un linaje de pensamiento tecnológico específicamente argentino como apoyo de nuestra propia cosmotécnica. Aunque esta tarea no puede recaer en él sino que debe ser retomada por sus intelectuales, Moreno, en tanto líder político y profeta secular, provee algunos elementos clave para conformar esa teología argentina cuando habla de “una ciudad que transpire amor” (el amor como principio ordenador de la teodicea nacional-popular) y cuando, más tarde, al criticar a Bukele por el trato que le da a los presos, habla del principio de autoridad y de la misericordia frente al individuo que se haya rendido.
El principio de autoridad a la vez lo ubica en la tradición cosmológica argentina de caudillismo y liderazgo carismático (tradición de la cual el justicialismo constituye exaltación y el neoliberalismo su aberración) de una forma quizás más sutil. Moreno también habla de “voz de mando”. Horacio González, en su esquiva y monumental biografía, menciona que Perón, si bien no rechaza a los “enciclopedistas” ni se inscribe en una posición necesariamente anti-intelectual, forma parte del linaje napoleónico de desconfianza hacia los idéologues. En cambio, “prefirió ver en el mando una ideología práctica que debía llevar al conocimiento de los hombres”. Este mando, que no se manifiesta en la orden ni emana de la autoridad proclamada sino que fusiona praxis y destino, es el extracto real del deseo de acción y la quintaesencia de lo trágico en política en tanto expresa a la mediación como una imposibilidad (Yuk Hui dirá, en Límite y Acceso: “una contradicción entre la necesidad del destino y la contingencia de la acción humana”, que en el caso de la Argentina no sería la voluntad de los dioses sino nuestro destino inevitable como nación latinoamericana desintegrada, traumada y violenta). A estos hechizos y contingencias, en los textos peronistas, se le llama conducción -“el dramático equilibrio entre orden e imaginación”.
Milei, por otra parte, representa la intensa voluntad sincrónica sobre el eje temporal global de la Modernidad occidental. Es decir, el triunfo de la marcha incesante del Espíritu Absoluto hacia su realización. Esta resolución totalizadora implica llevar a la Argentina a la plena integración con la nueva división internacional del trabajo, integración que eventualmente llevaría a su disolución y superación en la vinculación tecnofeudal a las plataformas de extracción de datos -tal es su emergente geopolítico: tras haber promovido la emergencia de los Estado-nación, la burguesía hoy los disuelve en un gran Estado mundial, tras haber promovido la propiedad privada, hoy promueve la renta eterna y las suscripciones. Esto significa el triunfo de un humanismo que aspira a reinventar al Homo sapiens como Homo deus por medio de la aceleración tecnológica. De ahí la afinidad sentimental de Milei con los grandes intelectuales y venture capitalists de la aceleración transhumanista, quienes a su vez lo observan como una gran oportunidad de practicar su apasionado extractivismo de recursos y de datos.
Y hay, en realidad, una tercer posición posible, una tercer salida a la crisis de la razón moderna en crisis, la peor de todas porque es la que nos clava en un estado de perpetua decadencia, que es la posición decrecionista. Esta es la posición más neoliberal de todas, además, promueve la fuerte intervención estatal “por abajo” con un sentido contenedor, liberando al mercado unas zonas mínimas pero muy rentables en una complementación virtuosa entre iniciativas pública y privada que emancipa a las grandes empresas del imperativo de construir un orden económico que sea capaz de integrar a todos. Es el orden del salario único universal (reivindicación neoliberal por excelencia) y la economía cooperativista. Esta es la opción de Juan Grabois y, en parte, la de la Iglesia Católica, pero, por suerte, carece de potencia histórica y de razón.
Guillermo Moreno rompe el ciclo en loop de retórica suicida de focus groups y política profesionalizada que nos quieren vender los politólogos con master en la UTDT que tienen 25 años, hablan como Kulfas y están muertos por dentro
No cabe duda de que en el último medio siglo el régimen del capitalismo ha vivido en una crisis constante, a menos en Occidente. Este diagnóstico lo ofrecen no solo sus detractores sino también sus defensores. Por ejemplo, en 2013, Larry Summers, el antiguo secretario del Tesoro de los Estados Unidos, habló de un “estancamiento secular” y de un “permanente estado de lento crecimiento” en los países capitalistas que, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, habían experimentado un impulso del bienestar general único en la historia de la humanidad. Estaba hablando de la economía pero también, naturalmente, de la política, que tras el estallido de la burbuja punto com mostró una y otra vez su inutilidad para hacer frente a la crisis iniciada durante la década del setenta, cuando los índices de crecimiento se habían empezado a desplomar y la imaginación se agotó.
Durante la época épica del capitalismo, entre el fin de la SGM y la guerra de Yom Kippur, se produjeron y adquirieron miles de bienes de consumo y se sacaron a millones de personas de la pobreza. La productividad laboral y el bienestar crecieron a un ritmo constante, los sueldos aumentaron, los sindicatos se fortalecieron, las clase media se expandió, etc. La política acompañó ese ciclo con un período de figuras e imaginación legendaria, grandes guerras, revolucionarios ultra chads, genocidios atroces, teorías políticas totalizadoras, sindicalistas potentes, mafiosos poderosos y asesinatos rutilantes, un gran se viene constante que ponía al mundo al borde de la transformación radical en cada semestre. Sin embargo, el ciclo entró en decadencia y la saturación de los mercados y los crecientes problemas de subconsumo en la economía en general supusieron una trampa para los Estados industrializados -entre los que se encontraba la Argentina- cuya estrategia de desarrollo se agotó. Lo que se hizo fue aplazar una y otra vez la crisis de demanda a través del creciente endeudamiento de las familias, precedido por la liberalización y la expansión de los mercados financieros, el congelamiento de los salarios, la destrucción de los sindicatos y un nuevo régimen de individuación destinado a cerrar el gap de demanda. La estrategia contraofensiva de Kissinger (negociación con el Viet Cong, aislamiento de la URSS, acercamiento a China, golpes militares en Latinoamérica), además, cerraron el ciclo ofensivo y nos terminaron de coger para siempre.
El capitalismo digital constituyó una respuesta al problema del estancamiento económico y político pero no una solución: la sofisticación de la hipersegmentación de mercados y la retórica “científica” de la innovación parecieron ofrecer un último sector rentable por el que apostar y con el cual estimular la imaginación cogida de una población atomizado en medio del desierto del estancamiento. Sin embargo, ni Google ni Facebook han desarrollado, como hoy se sabe, un modelo de negocios realmente novedoso que vaya más allá de la recopilación y análisis de datos de los usuarios y la difusión de publicidad personalizada. Lo único que hacen es reaccionar a la crisis de demanda en la que se encuentra sumido el capitalismo desde hace décadas, optimizar el impacto de la publicidad y generar así ingresos seguros para las empresas anunciantes.
El auge de los influencers es el epifenómeno de este estancamiento en tanto optimizan el papel de los conversores digitales de capital en dinero. Si bien las grandes plataformas tienen la capacidad necesaria para recopilar y analizar datos, así como para aguijonear los deseos de consumo, por lo general su imaginación no logra trascender la publicidad clásica. En cambio los influencers son una forma perfeccionada de la publicidad testimonial, concepto con el que en la literatura del marketing se hace referencia a una modalidad de recomendación de productos con la que se construye credibilidad p2p. Esta es la última frontera, hoy ya en su ciclo de decadencia, del capitalismo occidental. Su correlato en la política es el candidato hiper profesionalizado que ha perdido el contacto libidinal con la sociedad a la que intenta representar y actúa guiado por las encuestas de opinión y los focus groups, buscando producir efectos de confort y sinceridad manufacturados artificialmente en un laboratorio de comunicación generados por un equipo de jóvenes androides que han obtenido una licenciatura en Ciencias Políticas, un máster en la UTDT y una beca en la Fundación Ford. Como dice Vanoli en El amor por la literatura en tiempos de algoritmos (2019), mientras que el artista tiene una dimensión sacrificial y vulnerable, las marcas [los influencers] y los políticos actúan regidos por la forclusión de lo traumático y del fracaso: “las marcas y los políticos deben aparecer como entidades que quieren sanar”. Sin embargo, esta promesa aparece cada vez más inviable en tanto la democracia liberal se muestra impotente -dada su naturaleza corrupta y burocrática- para producir sentidos trascendentes e identidades colectivas movilizadoras y los estilos de vida que los políticos profesionalizados intentan vender son cada vez más insuficientes para sobrecompensar simbólicamente el estancamiento y el fracaso económico que su ideología neoliberal genera crónicamente.
Guillermo Moreno promueve una ruptura de ese loop inviable de buenas intenciones tecnocráticas que han fracasado una y otra vez y atomizado a la población, sumiéndola en un juego de “como sí” que se encuentra en crisis terminal hace veinte años. En principio, porque recupera la adscripción a una tradición política -una forma históricamente codificada de las emociones- que se presenta con capacidad de pensar la especificidad argentina en un sentido ontológico, cosmológico y teleológico, a diferencia de otros peronistas que simplemente se inscriben en ella con un sentido estratégico o ligeramente biográfico. Para Moreno, el justicialismo es tanto una estrategia de poder, una identidad, una geopolítica y una expresión de la estructura de sentimientos del pueblo argentino, algo que fácilmente se deduce de sus entrevistas e intervenciones públicas. Esta tradición política sería capaz de ofrecer estrategia nacional para resolver la “insolubilidad del conflicto entre valores” weberiana y habilitar una vía para alcanzar la paz y la felicidad del pueblo a través de los valores últimos de la comunidad. Estos valores, sin embargo, no son ni pueden ser universales, sino que son exclusivamente argentinos y, en última instancia, están destinados a entrar en conflicto -más o menos- con los valores del pluriverso de Estados, cada uno de ellos fruto de la conciencia política del pueblo, esto es, de la conciencia de un pueblo unido hacia adentro y separado hacia afuera, en virtud de un criterio intenso -schmitteano- de amistad y enemistad.
Es cierto que Moreno habla siempre de “peronizar el mundo”, pero también es cierto que muchas veces reconoce la potencial rivalidad cultural, sustancial, civilizatoria incluso, de una Argentina que se proyecta hacia la región y el mundo y fricciona con otras posiciones antagónicas (Brasil o China, por ejemplo). En todo caso, desde esta perspectiva -equivocada o no en sus particularidades, eso no importa-, el conflicto entre valores intra-comunidad quedaría eventualmente desterrado de la vida política en la eventualidad de la Argentina peronista que supera las limitaciones de una democracia liberal inoperante para suceder exclusivamente en el ámbito de la política exterior. Esto ya aleja mucho a la metafísica geopolítica que promueve el morenismo del credo liberal -que promueve siempre una especie marcha naive hacia la armonía universal hegeliana- para alojar una conciencia trágica deudora en partes iguales de la concepción práctica del mando en términos peronistas pero también de su concepción católica. En este sentido, el justicialismo de Moreno debe tenerse a distancia tanto del liberalismo sumiso y desterritorializado (Massa), del nietzcheísmo de la voluntad de poder (Cristina) y del nacionalismo belicista (Villarruel). Y lo hace reponiendo el componente libidinal y excesivo de la representación política, la picaresca del siglo XX y el sentido trágico de la conducción. Por eso, hasta que destruyamos finalmente la decadente democracia liberal -o como paso necesario en esa marcha incesante- banco a Guillermo Moreno sin ser morenista pero sí como peronista. La civilización austral nos llega desde el futuro. Cambio y fuera.
si reforma siiiiiiiiii
Me pasa algo bastante parecido, me parece que por momentos tiene cierta idealización de la década ganada. Me gusta su concepto de la libertad como donación de Dios y por lo tanto en su perspectiva de circulación a lo Marcel Mauss y después su agustinismo crematistico cuando se mete con la rentabilidad de la ganancia del empresario en el 6%. Me gusta que haga jugar al pensamiento cristiano de verdad y no simplemente tomar la religion como una cuestión liberal de elección de credo y nada más.