Muerte del peronismo para la juventud. 3 hipótesis para pensar el triunfo de Milei y nuestra crisis existencial.
El triunfo de Javier Milei en las elecciones presidenciales despertó el horror de todo el espectro que representa a la “democracia legítima” argentina. Desde la izquierda trotskista hasta Juntos por el Cambio, desde Myriam Bregman hasta Martín Lousteau, todos expresaron su preocupación y anunciaron que el orden político podría estar en peligro con el ascenso de La Libertad Avanza.
Algunos comentaristas percibieron esta reacción al unísono -sostenida, por ejemplo, por la gran marcha que volvió a movilizar a amplios sectores de la clase media en “defensa de la universidad pública” el 23 de abril de 2024- como la prueba de que los consensos democráticos básicos de la Argentina post-1983, e incluso algunos de los consensos que se remontaban a 1853, seguían firmes. Sin embargo, las cosas no son tan obvias.
Hipótesis #1: Milei es la última y la única referencia realmente existente de la retórica anticapitalista sobre la lucha de clases
Hace algo así como veinte o veinticinco años, cuando la euforia por la caída de la Unión Soviética se volvió insuficiente para sostener el consenso en torno al orden neoliberal, la derecha populista jugó en Occidente un rol estructural en la legitimación de la hegemonía de las democracias liberales proveyendo un punto de exclusión al régimen que galvanizó y demostró la benevolencia del sistema oficial. En un artículo escrito en el año 2000 (“Why Do We All Love to Hate Haider?”), Zizek recordaba la sensación de alivio que sintió todo el campo democrático cuando, diez años antes, los partidos de derecha populista emergieron en Europa. El mensaje fue: al fin tenemos un enemigo al que todos podemos odiar juntos, a quien podemos sacrificar -excomunicar- con el objetivo de demostrar nuestro inalterable consenso democrático. Este alivio debe ser leído sobre el ruido de fondo del orden neoliberal.
Durante los ’90 la política occidental se llenó de estas figuras: Pat Buchanan en Estados Unidos, Jean-Marie Le Pen en Francia, Jörg Haider en Austria, etc. Su “inaceptabilidad”, su franca oposición a los dogmas laicos de los derechos humanos, la igualdad, la equidad, etc sobre los que se fundaba el discurso neoliberal sirvió para mover el foco del verdadero antagonismo social hacia el peligro del “populismo de derecha”, consolidando un campo democrático unificado que, más allá de sus diferencias internas difíciles de distinguir, tenían como objetivo último sostener el orden posutópico purgado del más mínimo elemento subversivo.
Durante los últimos cuarenta años, el sistema bipartidista, la forma predominante de la política occidental en nuestra era, se consolidó en torno a la apariencia de elección donde en realidad no había ninguna. Ambos polos convergían en la misma política económica reduciendo en última instancia su diferencia a actitudes culturales y estéticas. La crisis de este modelo, frente a diversos factores externos que comenzaron a horadarlo (prolongados períodos de austeridad, crisis de inmigración masiva, etc), convirtieron sin embargo a estas derechas populistas -que hasta entonces habían servido para volver simbólicamente operativo e inevitable al sistema- en opciones políticas viables que empezaron a estimular la imaginación de una ciudadanía desencantada. El campo democrático no supo -y todavía no sabe- como reaccionar ante esto, y en cambio proponen como oposición una performance de denuncia e indignación, aunque esta vez no para consolidar simbólicamente al sistema sino frente a su amenaza real. Esta narrativa es cada vez más incapaz de conmover a la ciudadanía.
La crisis del universalismo de los derechos humanos se percibe en el prestigio creciente de los regímenes autoritarios como destino turístico de influencers globales, quienes son contratados por los gobiernos de esos países para suavizar su imagen, pero, tras la visita, suelen llevarse como souvenir a sus casas -tras comprobar la limpieza y seguridad de sus calles y la “armonía” social reinante- un sentimiento de escepticismo hacia la democracia.
Aunque en la Argentina el bipartidismo nunca terminó de funcionar de forma prolija, este modelo de “dos partidos que en realidad son más o menos el mismo” parece retornar a través de las décadas como una silueta que las élites políticas intentaron rellenar a pesar de que la deuda permanente de la economía no permitió nunca estabilizar la apuesta (Tim Jackson le llama, con un poco de sorna, “capitalismo de poscrecimiento”). Hay una línea que se puede rastrear: radicalismo y renovación en los ’80, menemismo y frepaso en los ’90, kirchnerismo y macrismo en los 2010, todos expresaron distintas cepas sentimentales de un mismo proceso político, cultural y económico. Esas encarnaciones ofrecieron a la sociedad argentina el simulacro de la discusión política, a veces incluso en grados de alta intensidad, aunque jamás esmerilando realmente la matriz neoliberal. Este simulacro se coronó, además, con recurrentes crisis económicas que arrasaban al país y en las que ambos polos del sistema democrático mostraban continuidad en la responsabilidad.
Lo que nos trae de vuelta a Milei. No es difícil reconocer en Milei un punto de quiebre del ciclo político que en la Argentina se inició en 1983 y que parece haber alcanzado su agotamiento definitivo en 2023, con gran hastío social. Apenas llegado a la Casa Rosada, el nuevo presidente anarco-capitalista torpedeó los tres fundamentales consensos del orden neoliberal, con cierto consenso de la sociedad. Tensionó con las instituciones democráticas, impulsó una revisión de la narrativa de los derechos humanos -hecho que acompañó con otros gestos simbólicos pedorros como desmantelar el Salón de las Mujeres de la casa de gobierno- y le puso una bomba al disyuntor de la economía, aplicando una devaluación, liberando los precios en las góndolas y desmantelando buena parte del sistema de restricciones a las importaciones y subsidios al consumo y a la energía que sostenían el frágil poder adquisitivo de los argentinos. Aunque todavía le faltan algunas cosas -por ejemplo, levantar el cepo- está claro que esa es la dirección hacia la que se dirige.
Frente a esto, la oposición organiza una microresistencia estética en el que nos encontramos unidos los peronistas melancólicos en su acepción tiktokera, la izquierda decadente, los radicales fashion y la aristocracia macrista esquirlada, proyectando una oposición estereotipada entre el orden democrático racional versus el fanatismo ideológico. Pero, como ya dije en otro lado, estamos fallando en registrar que las palabras que mejor definen al estado del pueblo argentino después de 40 años de derrotas económicas y simbólicas es el de la apatía y transgresión.
Lo que sucede hoy en la Argentina con la sagrada democracia liberal, con los derechos humanos y conquistados y con la red de subsidios que contienen al consumo mientras despatrimonializan la capacidad de ahorro y futuro del pueblo es: ¿peronismo? ¿aborto? ¿democracia? ¿DNI no binario? ¿vacunas? Los argentinos parecen decir: “al fin perdemos todo eso”. La apatía se combina con la libertad profana de finalmente cuestionar todas las cosas “buenas y justas” que resultaban centrales a la moral victoriana del orden neoliberal.
Pero hay algo más. Al igual que Buchanan, Le Pen (padre e hija), Haider, Bolsonaro o Trump, Milei es el único que hoy no busca apelar a una clase media, anarquista, neurótica, insatisfecha y derrotada, sino que habla en nombre de los trabajadores. No de los asalariados, con un trabajo en blanco y afiliados al sindicato, que son nuestro simulacro de nobleza decadente, sino a aquellos que de forma creciente, desde los ’80 hasta acá, fueron quedando afuera del sistema y desparramados entre las grietas del modelo, desvinculados de la estructura laboral formal, de sus instituciones aristocráticas y de su horizonte de representaciones. Eso es lo que realmente lo sitúa en serie con todos esos exponentes globales de la derecha populista, mucho más allá de su irrelevante falta de convergencia en la defensa de ideas económicas proteccionistas, con la que se nos sigue insistiendo. En este sentido, Milei el único político en el espectro actual capaz de nombrar a un colectivo social reprimido del discurso público y utilizando la retórica antiestablishment que el peronismo despreció desde hace ya mucho tiempo por el confort de la pertenencia. Esto quiere decir que Milei es la última referencia realmente existente de la retórica anticapitalista sobre la lucha de clases.
Hipótesis #2: El peronismo neoliberal es socrático pero la época es nietzcheniana
Como buen epígono del alfonsinismo y del Frepaso, el kirchnerismo en las últimas dos décadas fue especialista en poblar el discurso del Estado de, como me dijo un amigo y ya cité, “cosas que empezaron como método, se convirtieron en ideología y terminaron como dogmas”: no reprimir la protesta social en el post-2001 se convirtió en no reprimir el delito; el juicio y castigo necesario a los genocidas se convirtió en la desfinanciación de las fuerzas armadas y la destrucción de la política de defensa, etc. Es evidente que a lo que se acusa de “progresismo” es, en realidad, a esa maraña de normativas del discurso superimpuestas como un virus sobre el canon doctrinario del peronismo que nos dice que la única manera de oponernos a las políticas de destrucción del salario es hablando “como si no supiésemos lo que sí sabemos”. La política del peronismo de estos últimos años espejó la manera en que la sociedad capitalista moderna administra el goce: prohibiendo el exceso, pero solicitando el consumo. Esto dio como resultado algo equivalente a la Coca Zero o el Chocoarroz. Un reemplazo del “discurso del Amo” por el “discurso universitario”, un poder que busca regular (tener razón) antes que ir hacia el final de su realización, un goce descafeinado.
El auge de lo que se llama vulgarmente “militancia de derecha” entre los jóvenes no es otra cosa que una rebelión contra esta densa trama de modales que apoyan las libertades en nuestras sociedades. Los libertarios no temen las incertidumbres de la libertad y la permisividad. Lo que temen es, por el contrario, aquello que experimentan como una red opresiva de regulaciones que, bajo el velo de la “habilitación del placer” en realidad prohíben nuestro goce y sentido trascendente.
Esto resulta claro en su discurso memético, que conecta la cultura irreverente, que busca romper los tabúes y consensos sociales sobre los que se asentó el orden durante las últimas dos décadas, con las políticas tradicionalmente asociadas a la derecha. La estética de la trasgresión, la búsqueda de la provocación por la provocación misma, mina el discurso de la derecha libertaria con elementos que también caracterizaban a la contracultura de izquierda en los ’60 y ’70. Elementos que la derecha tradicional, católica denunciaba indignada. En esa época, el amor libre, adorar deidades raras, destruir la familia nuclear, tomar cocaína o admirar asesinos seriales eran intentos de perforar la malla del sentido común de la sociedad salarial, que era descripta -el libro de C. Wright Mills, White Collar: The American Middle Classes es un gran ejemplo de ello- como una jaula de hierro distópica de conformismo y vigilancia. La contracultura elaboró, en su contra, una performance estética que buscaba subvertir la sensibilidad dominante y que, aunque no tenían un sentido político fuerte, contribuyeron a horadar los cimientos del orden que sostenía a la elite del momento, al mismo tiempo que los horrorizaba moralmente.
Nietzsche, uno de los tantos pensadores que galvanizan la cultura online de la derecha libertaria -lo sepan ellos o no- argumentaba a favor de la transgresión del orden moral que pacificaba a la sociedad y por la celebración de la vida como voluntad de poder. Ese anti-moralismo que Bataille operacionalizó en una noción de soberanía que estresaba el componente de auto-determinación por encima de la obediencia, emerge rápido en algunas de las declaraciones más ácidas de las principales terminales mileistas. Bataille -como muchos de sus contemporáneos en el siglo XX- tenía un respeto reverencial por la transgresión como una estética de la corrosión, capaz de desgastar los pilares sobre los que se asentaba el régimen, celebrando cualquier gasto de energía radical, excesivo e inútil que no reportara ningún retorno. En una época en el que se acusa a los libertarios de haber sido penetrados por la ideología instrumental calvinista centroamericana, yo tiendo a observar todo lo contrario. Hablar de despertarte a las 5 am, entrenar, trabajar todo el día, no tener novia para maximizar ganancias no implica, en este caso, una ética protestante sino que mistifica el reclamo ante un mercado laboral quebrado, frente a un peronismo que, encima, insiste en adoptar la ética socrática profundamente conservadora -pero “buena”- de que es mejor ser esclavo que verdugo, algo por cierto expresado en la moda un poco titubeante de hablar del gobierno de Milei en términos de “crueldad”.
Boris Groys señala que hay algunas comunidades que rechazan el cambio histórico de la moda porque se perciben trans-históricos. Los sacerdotes católicos, los monjes budistas, los judíos ultraortodoxos, los amish, etc. Los uniformes demuestran que un individuo está comprometido a valores permanentes y trascendentales, en oposición a la moda que se propone como el paradigma de lo que es siempre contingente, está constantemente en circulación. En la lucha entra estas dos temporalidades, la de la ética y la de la estética, encontramos recreado el enfrentamiento entre un peronismo “ético” que se uniformiza para aferrarse a sus principios eternos, que cifran en teoría una verdad del pueblo, y un discurso de la transgresión que propone una estética de la última instancia. Pero la primera, astillada irremediablemente desde el siglo XX, cede siempre ante la segunda, porque la voluntad de poder se impone siempre a la melancolía. Dicho provocativamente: para ganar la época no hay que volver a Perón sino que hay que dejar de leerlo – de buscar en esos textos una verdad dorada y última.
El culto al transgresor moral como un individuo heroico es una noble tradición que tiene sus orígenes en el romanticismo pero, como señala Simon Reynolds en Sex Revolts, fue rescatada por la contracultura de los ’60. Norman Mailer leía al hippie como un epígono del psicópata noble que, en su desprecio por las convenciones sociales y el mainstream, simbolizaba la liberación sexual, social y moral. Pero esta reivindicación atraviesa toda la actividad de las vanguardias culturales e intelectuales hacia la segunda mitad del siglo XX, desde la obra de Michel Foucault (Historia de la Locura, Vigilar y Castigar) hasta las increíbles novelas de Bret Easton Ellis, American Psycho (1991), o de Chuck Palahniuk, Fight Club (1996), por cierto, dos adaptaciones que son referencia cultural obligada de la militancia libertaria.
Esta figura parece particularmente relevante en una época en que la representación política del peronismo se encuentra en ruinas y el liderazgo cuestionado. La era en la que cada uno es su propia Unidad Básica y, a la vez, es el Departamento de Estado de otro, algo que se puede ver tanto online como offline, en un régimen discursivo que intercepta el hedonismo con la sospecha permanente. Si la dirigencia no baja línea, entonces la línea soy yo.
Richard Spencer, un referente neo-nazi y organizador de la marcha Unite the Right en USA dijo que “the left is now the right, and the alt-right is the New Left”, en referencia a la izquierda contracultural de los ’60. En la línea de enfrente (en la nuestra), discursos como el feminismo, que hacia la mitad del siglo XX incorporaban elementos moralmente provocadores, capaces de horrorizar a las elites dominantes, se convirtieron en cambio en los nuevos vigilantes de la moralidad pública, habilitando las condiciones de su cristalización como los enemigos preferidos de los discursos de la trasgresión. Especialmente en los últimos años, el proyecto que se suponía social y moralmente transgresor e inconformista del feminismo convivió sin problemas, y ayudó a legitimar, la actitud de gestionar la decadencia del peronismo y la interna pelotuda que astilló al gobierno bajo la excusa de “no hacerle el juego a la derecha”. Sin embargo, y paradójicamente, ese callar para “no hacerlo el juego a la derecha” fue lo que le hizo el juego a la derecha.
Una hipótesis adicional para formular acá es que cada cambio en el régimen del capitalismo es antecedido, o acompañado, por la emergencia de vanguardias culturales que operan un discurso radicalmente transgresor de las normas morales vigentes para cimentar un clima cultural propicio y preparar a la población civil para la cirugía social mayor que va a operar sobre ella el nuevo poder naciente. El dadaísmo y el surrealismo prepararon el régimen de pos-guerra, el feminismo y los hippies crearon las condiciones sentimentales para el triunfo del neoliberalismo y la alt-right y la cultura memética anticipan no un retorno del Estado de Bienestar como se cree de forma voluntarista sino el nuevo tecnofeudalismo en el que las plataformas de extracción de datos terminarán por imponerse a la frágil soberanía de los Estados nacionales y abolirán finalmente la propiedad privada. En este sentido preciso, incluso si Milei fracasa y lo sacamos a patadas en el orto del gobierno, nosotros quedamos irremediablemente a contrapié de la historia y estamos destinados a ser derrotados.
Hipótesis #3: la Ciencia Política nos hizo mierda
En la Naturalis Historia de Plinio el Viejo se cuenta la historia de Zeuxis y Parrasio, dos célebres pintores que desarrollaron su actividad durante el siglo V a. C. Plinio narra que, en un momento dado, ambos se entreveran en un concurso para ver quién era capaz de pintar una ilusión más realista. Primero Zeuxis pintó sobre un lienzo unas uvas, que se veían tan reales y tentadoras que los pájaros se acercaron para picotearlas. Pero Parrasio ganó el desafío pintando un velo en una pared. Cuando se lo mostró a su amigo, Zeuxis le dijo: “Bueno, dale, ahora corré el velo para ver qué fue lo que pintaste”. En la pintura de Zeuxis, la ilusión fue tan convincente que la imagen fue tomada por la cosa real. Pero en la pintura de Parrasio, la ilusión estaba en el misterio oculto detrás de la cortina.
Lacan utiliza esta anécdota para afirmar que así es como funciona el misterio en un espacio simbólico: en realidad, no hay misterio. Lo único que debe ser explicado es cómo pintar un velo lo suficientemente convincente para crear la ilusión de que hay algo escondido atrás.
El peronismo desde hace varios años se quedó sin misterio detrás del velo -la prueba es intentamos convencer a la gente de votarnos con la frase “votá al normal” cuando tendríamos que haber dicho “votá al que está loco en serio”-, algo que hoy es usufructuado por La Libertad Avanza, que tras la cortina del ajuste fiscal sostiene aún la ilusión de una purificación moral de la Argentina. Cristina, a la que muchísimas veces vimos intervenir con lecturas sofisticadas sobre la geopolítica o análisis estratégicos sobre la correlación de fuerzas en momentos críticos de la vida política del país, hoy intenta adoctrinar a sus cuadros intermedios y seducir a una sociedad apática haciendo name dropping de generadoras de energía. La clase política del kirchnerismo, que durante buena parte de la década del 2000 corría por izquierda a la sociedad, desde hace ya muchos años sigue los trends de los influencers de la opinión pública en un intento de reducir su propia incertidumbre ontológica. Cosplay de Cambiemos, sin banderas partidarias -solo cornudizadas banderitas argentinas- en 2017. Nacional, popular, democráticos y feministas en 2018. Mejores en 2019. Troskistas estéticos en 2021. Privatizadores light en 2023. Devotos de la Virgen de Luján en 2024.
En los ’80 hubo una modernización en el campo de las ciencias sociales con el ingreso de la Ciencia Política, que desplazó a la Sociología que había reinado como estrategia privilegiada de interpretación e intervención de la realidad durante las décadas revolucionarias del ’60 y ’70. La carrera de Ciencia Política se creó en 1985 en la UBA aunque, como señala Carlos Altamirano recordando al alfonsinismo, su vocabulario, temas y lentes de análisis ya se hallaban incorporados al examen y la discusión del proceso que estaba en curso desde mucho antes. La nueva disciplina trasladó los ejes de preocupación de la transformación a la reinstitucionalización de una Argentina que parecía vivir en anormalidad permanente. También despojó al peronismo trendy de la Renovación de su capacidad para construir de una relación de representación entre la elite política y el pueblo fundado en el vínculo libidinal, algo que Perón entendía a la perfección. En cambio, el nuevo orden que se imaginó con las herramientas teóricas y técnicas de la opinión pública entronizó un tipo de representación que se pensaba debía ser puramente transaccional para ser “profesional”: sondear puntos de preocupación en la ciudadanía, insistir sobre ellos en campaña, ensamblar políticos en base a ciertos atributos demandados, etc.
Pero el caso ejemplar de la división del sujeto es el gap que separa deseo de anhelo. Esta división está en la raíz de la distinción entre el individuo -que, como su nombre lo indica, es una unidad indivisible- y el sujeto -que es el individuo escindido. Esta separación fundamental tiene dos versiones. Primero, un sujeto no solo desea algo, sino que quiere obtenerlo sin tener que pedirlo explícitamente, como si en realidad no lo quisiera o como si le fuese impuesto, porque demandarlo directamente arruinaría toda la experiencia. Segundo, y de forma inversa, un sujeto quiere algo, sueña con eso que quiere, dice todo el tiempo que lo quiere, pero en realidad no desea obtenerlo – el sentido de su deseo es que “eso” se mantenga distante e interrumpido, la totalidad de su consistencia como sujeto depende de que nunca lo obtenga.
El peronismo adoptó esta mentalidad en los ’80, aunque Menem la subvirtió con su carisma plebeyo y su charm populista. Para el peronismo melancólico el punto de capitulación final, nuestro Gettysburg, fue 2008, cuando el equipo de Barack Obama, compuesto por las mentes más brillantes de Silicon Valley, personalizó de una forma jamás vista la publicidad del candidato, que partía de una posición muy débil. Como explica Christoph Kucklick, para lograrlo se impulsó la “desintegración digital del electorado”, que dejó de clasificarse burdamente en clases, capas, o en lo que en Europa llaman milieus o grupos sociales con características económicas, entornos y mentalidades similares. En lugar de ello, los especialistas en información y los jefes de campaña profesionalizaron al máximo esa campaña: hipersegmentaron a las audiencias, hicieron A/B testing online y plantearon una estética esperanzadora y artsy. Pre-2008 Néstor hacía campaña así nomás, apelando a sus atributos mágicos de líder e intérprete del neoliberalismo popular “de abajo". Post-2008 entramos en un loop de asesores ecuatorianos, brasileros, catalanes, etc. -y perdimos con todos.
Mientras el peronismo se pasó la última década y media haciendo focus groups y recibiendo el atento consejo “profesionalizado” de los gurúes de la opinión pública, Milei se consolidó, en nuestra época, como el único político capaz de interpretar la condición elusiva del deseo que, por supuesto, es una dimensión fundante del análisis electoral que ha sido reprimida. El pueblo no solo quiere lo que quiere sino que, a veces, quiere lo que dice que no quiere. En este caso -y, digamos, solo en este caso-, “no” no es solo “no” sino que también puede ser “sí” o toda una amplia gama de vidriosas posiciones intermedias. La ciencia política -perdida en las complejidades formales de los “sistemas de partidos” o que nos dice por ejemplo que “el espacio del dirigente político excéntrico, provocador, gritón y apasionado ya está ocupado”, como si la política fuese un ta te tí- es ciega ante esta verdad. Y el peronismo neoliberal, “profesionalizado”, también.
Con Milei, en cambio, no solo gozan los libertarios, que en teoría ven realizado su plan de gobierno, sino que también gozamos los peronistas, que podemos ver cumplido nuestro inconfesable anhelo de que alguien al fin dinamite el agotado modelo económico post-2001 sin perder la prerrogativa estética de oponernos y denunciar sus efectos socialmente devastadores en redes sociales. Y goza también la casta, que suena con que Milei les haga el ajuste para que después puedan volver.
La única figura del peronismo hoy capaz de romper la gramática transaccional de la representación anodina es Guillermo Moreno. Aunque quizás con eso solo no le alcance, pero su triunfo -como el de Milei- es profundamente cultural. Cada día surgen nuevas teorías conspirativas sobre por qué está en todos los programas: porque lo banca Eurnekian para enmendar el error que cometió con Milei, porque lo banca Máximo para esmerilar a Kicillof, porque lo banca Kicillof para comerle a La Cámpora, etc. Todas son boludeces. El único motivo por el cual lo invitan de todos lados es porque es el único que dice algo. ¿A quién van a llamar sino? ¿a Juliana Di Tullio? Nadie en el peronismo dice públicamente lo que realmente quiere decir o, peor, dicen lo que piensan y lo que piensan es una mierda.
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En fin, esas son tres hipótesis para pensar la coyuntura del peronismo y el triunfo de Milei en 2024. Suponiendo que las tres sean ciertas, algo realmente improbable, dejo diez características que el peronismo debe asumir para volver a ser una fuerza ganadora que exprese la voluntad del pueblo y que lidere el proceso de inserción de la Argentina en la Hill Valley de Biff Tannen global que nos espera cuando el neoliberalismo termine de caer, con el objetivo de moderar sus efectos y encauzar sus consecuencias en un sentido “humanista y cristiano”.
1) El peronismo debe volver a ser ligeramente anti-democrático -este ligeramente puede ser totalmente y está todo bien.
2) El peronismo debe proponer una estética de la trasgresión y no una ética de la conservación -ni, en general, ninguna ética. Para esto podemos empezar no siendo unos crotos de mierda.
3) Sería deseable que el sindicalismo subordine a la clase política y que todos nuestros candidatos sean invotables.
4) El peronismo no debe usar nunca asesores de campaña fashion. Sería perfecto también que el peronismo cierre la carrera de Ciencia Política y de Comunicación de la UBA, o al menos las elija como enemigos.
5) El peronismo debe abandonar la economía de la buena onda, el amor y los likes y pensarse a sí mismo en la intersección entre pulsión de muerte y hedonismo.
6) El peronismo debe elegir un candidato con huevos y una visión mesiánica de hacia dónde debe ir la Argentina, no importa cuál sea. La Unidad solo sirve para validar sus cargos legislativos, que se la metan en el culo.
7) Hoy el peronismo es el personaje de Darín en El mismo amor la misma lluvia, la película más anti-peronista de la historia argentina. Un modelo romántico alternativo podría ser Chris Elliott (Woogie) en Loco por Mary.
8) El peronismo debe encontrar una manera de reconciliar teóricamente cristianismo y voluntad de poder. Si no lo logra, debe quedarse únicamente con la voluntad de poder.
9) El peronismo debe dejar de pensarse como el partido del orden y debe empezar a pensarse como el partido contra el orden -orden que incluye al propio peronismo. Es decir, el peronismo debe ir contra sí mismo.
10) LA banda del peronismo deben ser los Ratones Paranoicos y no Los Redondos