Melancholic peronism, parte 2: El exceso de drogas y alcohol es perjudicial para la salud (2011-2015)
El domingo 23 de Octubre del 2011 la fórmula Cristina Kirchner / Amado Boudou resultó ganadora, con una abrumadora mayoría de 54.1%, en las elecciones presidenciales, mientras que Daniel Scioli / Gabriel Mariotto arrasó en la provincia de Buenos Aires con un 55.2%. El resultado dejaba a la oposición totalmente desarticulada.
En su discurso de asunción, emocionada, la presidenta hizo referencia principalmente al Movimiento Evita y a La Cámpora, como grandes custodios del triunfo y “verdadera vanguardia de este Gobierno en sus momentos más difíciles”. Era la conclusión de una campaña que ya habían asignado a la militancia un rol privilegiado en su comunicación, una obra maestra de la sentimentalidad política que ya no presentaba, como en las campañas previas, al líder en un vínculo directo con la ciudadanía, sino que resaltaba la intermediación de las orgas, presentando al kirchnerismo como la única fuerza capaz de suscitar esa intensidad y movilización. En un artículo del 24 de octubre de 2011 en La Nación, Beatriz Sarlo va a escribir que “lo que parecía difícil cuando la popularidad de Cristina Kirchner alcanzaba un penoso 20 por ciento sobrevino en el año que va entre la muerte de Néstor Kirchner y estas elecciones. La presidenta viuda fue la protagonista y la directora de la obra, una creación suya y de un grupo muy chico de publicitarios e ideólogos, que la dejó hacer y perfeccionó lo perfeccionable. En lo esencial, una autoinvención”.
Aunque ya contaban con cierta presencia menor desde el 2009, 2011 fue el año en que La Cámpora dio el salto cualitativo en términos de inserción en las listas. Algunos testimonios recogidos en el libro de Sandra Russo, Fuerza propia -leído por esos años para dar testimonio de nuestro compromiso inclaudicable y un poco masoquista con la causa- sugieren la existencia de una estrategia de Néstor Kirchner, sobre todo a partir de 2008, por desarrollar una “orgánica nacional de la juventud” que se convirtiera, en el futuro, en una suerte de fuerza propia de Cristina, más leal que el PJ y más organizada que la “transversalidad”, que pudiese superar los límites de esa construcción fallida. Esto demuestra que, en principio, la “repejotización” del ciclo 2007-2009 había sido lo que más o menos todos nos imaginábamos en el momento. Tan solo una retracción táctica de un objetivo estratégico mayor, que tanto Néstor como Cristina no habían abandonado: la subordinación de la identidad peronista dentro de una cultura política más amplia de centro-izquierda.
Poesía estatal, hibris y narcisismo
La Cámpora, como orga, tiene su origen sentimental en el espontáneo anarquismo de la clase media durante los años previos al 2001, que se encarnó en una agrupación hoy olvidada pero que en esos momentos de confusión tenía cierto flair mediático llamada Movimiento 501, que le proponía a la ciudadanía viajar a 501 kilómetros del domicilio registrado en los días de elecciones para no votar y evitar las consecuencias legales de ese pequeño acto de insubordinación cívica. Ahí se conocieron, o convergieron, Wado, Recalde, Julián Alvarez, Ivan Heyn, Patucho, entre otros, por 1999. En un artículo del 23 de octubre de ese año que apareció en el diario Clarín, afirmaban que “nos interesa la democracia, y cumplir la ley”, lo cual era un mensaje bastante bajapija para un grupo de jóvenes en teoría anarquistas. O más bien, digamos, más que anarquistas eran neoliberales de izquierda radical. En seguida aclaraban, sin embargo, que “el sistema actual no es una democracia, sino una votocracia” (sic).
Admiraban al Subcomandante Marcos y a Manu Chao. Para las elecciones presidenciales que definirían el triunfo de De la Rúa frente a Duhalde organizaron un viaje en tren hasta Sierra de la Ventana en donde, comentaban, “habrá un partido de fútbol revolucionario que será jugado sin árbitro. Y el que cometa foul se irá de la cancha, si quiere”. La performance, un poco frívola, es injusta para juzgar el carácter de estos diletantes e idealistas, aunque permite rastrear, en un momento intenso de la historia reciente, las trayectorias sentimentales de una clase media sin muchos referentes y con un proyecto político astillado, aunque con algunas nociones persistentes: el antiperonismo, el antisistema, la antipolítica.
En paralelo a eso, sin embargo, La Cámpora encuentra otra génesis más concreta en las primeras reuniones del Grupo Calafate, que fue la pata progresista que el duhaldismo acopló “por izquierda” a su proyecto para disputar contra la Alianza en el ‘99.
La primera reunión de estos setentistas nostálgicos sucedió a principios de 1998 e incluyó, entre otros, a Alberto Fernández, Carlos Tomada, Alberto Iribarne, Miguel Talento, Mario Cámpora -sobrino del ex presidente-, Esteban Righi, Julio Bárbaro, entre otros. También estuvo en la reunión, enviado por Página/12, el periodista Miguel Bonasso, que acababa de terminar El presidente que no fue, una biografía muy crítica sobre Héctor Cámpora. Máximo tenía en ese momento, veintiún años, y, según cuenta Laura Di Marco maliciosamente en su libro de 2012, “el nombre del Tío empieza a fascinarlo. También los cuentos de Bonasso sobre la juventud de los setenta (...) Máximo lee el libro de Bonasso y le encanta. Le deja huella (...) Es, entonces, en aquellas mesas calafateñas, donde Héctor J. Cámpora empieza a convertirse en la estrella rockera de los jóvenes K, aunque falten muchos años para que esos dos puntos, aparentemente inconexos de la historia terminen fusionándose”. No digo que tengamos que creerle, porque Di Marco tiene un amplio historial de pifies y tergiversaciones, pero una parte perversa de mí desea hacerlo.
El libro de Bonasso es fundamentalmente en contra de Cámpora y de los ‘70, pero Máximo lo lee como si fuese a favor, quizás por cierta insolvencia intelectual que nunca corregiría. Lo que rescata, sin embargo, no es la experiencia revolucionaria, las ansias de futuro, el odio a la democracia burguesa que esa generación expresó, sino la sumisión a la conducción y la voluntad democrática y liberal del presidente de transición. En una entrevista a Tiempo Argentino el 13 de marzo de 2011, de hecho, meses antes de romper definitivamente con el gobierno kirchnerista, Bonasso relee su propio libro y dice, como un intento de desprestigiar a esa juventud en ciernes, a la que ya despreciaba por arrogante y pelotuda, que “Cámpora intentó construir un peronismo democrático y plural, no se llevaba bien con los empresarios de la política. En algún aspecto, y no quiero que suene mal, fue un demócrata-liberal dentro del peronismo. De muy buenas intenciones. Pero un demócrata-liberal en serio.” Esta es la tradición en la que se referenciaron Néstor y Cristina Kirchner, que eran sentimentalmente setentistas pero nunca habían tenido una real militancia revolucionaria. Cristina, de hecho, en sus discursos de esa época siempre hablaba de Cámpora, pero casi nunca mencionaba a Perón.
El Movimiento 501, nuestro pequeño simulacro neoliberal de desobediencia democrática
La Cámpora también intercepta ese caldo de cultivo, a caballo entre el setentismo performático y la emocionalidad liberal que lleva a la clase media a romantizar su propia participación en el estallido del 2001 y se nutrirá fundamentalmente de dirigentes universitarios surgidos en la UBA. Principalmente de tres agrupaciones que van a surgir por esos años: NBI, en la Facultad de Derecho, TNT en Económicas y el Mate en Sociales. NBI fue fundada por Recalde y es donde también converge con Wado (que además fue uno de los fundadores de HIJOS). También en NBI se formaría Alejandro Julián Alvarez, que sería Secretario de Justicia con Cristina, y el gran Patucho, un tipazo, que intervendría en la TV Pública y armaría la red de “bloggeros K” en la transición a los 2010. De TNT saldría Ivan Heyn y Axel Kicillof, aunque este segundo se mantendría muy crítico del kirchnerismo en los primeros años, denunciando las continuidades del modelo económico con el menemismo, y se sumaría al kirchnerismo recién después de la muerte de Néstor.
Los jóvenes en ese primer círculo de confianza que vendrán de una militancia más tradicional serán los menos: el Cuervo Larroque, que, luego de ser presidente del centro de estudiantes del CNBA tuvo militancia en el Movimiento Barrial 19 de Diciembre; el hoy caído en desgracia, eterno en el alma del pueblo, compañero Ottavis, que venía del corazón del PJ duhaldista en la provincia -y por eso sería siempre un poco sospechado por los camporistas-, y Mayra Mendoza, que tiene su origen en la rancia Juventud Radical de Quilmes.
Más allá del chisme biográfico, que puede ser divertido, lo interesante es señalar el origen social y político común que luego ofrecería a la orga sus marcas de estilo e idiosincrasia particular y cierto horizonte de sensibilidad común a sus militantes. La falta de arraigo popular en la conducción va a ser experimentada desde el principio con cierta modestia, lo que llevará a su sobrecompensación cultural a través de una serie de referencias folklóricas que muy rápidamente, y por repetición, se sentirán forzadas. La principal serán Los Redondos, que además va a ser la que, por sus propias características simbólicas, mejor matchee con el ethos posmoderno de la agrupación.
Gran eslabón estético que en nuestro país conecta a la vanguardia setentista con MTV y el Parakultural con Cromagnon, Los Redondos es la banda de rock que mejor expresa la derrota y despolitización melancólica de esa contracultura optimista que en los ‘70 se propuso cambiar el mundo, en los ‘80 ser feliz y en los ‘90 ganar la mayor cantidad de guita posible. El Indio Solari, un sofisticado intelectual de izquierda que siempre se sintió importunado por la ritualización folclórica que de su arte hacían sus lumpenizados fans, falló una y otra vez en identificarse, conducir u ofrecer un liderazgo claro para esas masas hambrientas de representación en el clímax del deshilachamiento social operado por el nuevo mercado laboral neoliberal y en una época en que, como dijo Cecilia Flaschland en un artículo genial en El Ojo Mocho N° 20, el rock era el único espacio que recreaba ciertos símbolos de la doctrina peronista frente al vaciamiento ideológico de la tradición nacional y popular (“Un grupo de rock no puede hacer un planteo social”, dijo el Indio en 1999, en el estilo de Emilia Mernes), reservándose siempre la prerrogativa de lanzar proclamas estéticas desde el confort de su hogar de oro sólido para conservar su aura de “hombre bueno”, algo que lo emparenta sin dudas con el tipo de conducción política que ofreció Máximo Kirchner durante la década -y que sigue ofreciendo.
Los Redondos nunca fue una banda moderna ni vanguardista ni, en realidad, políticamente “de izquierda” sino, probablemente, todo lo contrario. Y porque Los Redondos nunca fueron peronistas -porque despreciaron al peronismo- es que pudieron constituirse, diez años después de su separación, en íconos kirchneristas. También porque, como instrumentos normalizados que evocaban vagamente a los sectores desplazados en los ‘90 ofrecieron a una militancia de clase media con budget estatal cierta desplazada conexión con aquello que les faltaba y que necesitaban recrear de forma artificial.
Esa suerte de plebeyización sintética funcionó como correlato estético para sublimar los procesos de construcción política que, siguiendo a Dolores Rocca Rivarola [1], caracterizaron al ciclo que se abre en 2011 con el crecimiento vertiginoso de la Cámpora, lo que produjo un fuerte impacto en la correlación de fuerzas al interior del oficialismo en detrimento de, una vez más, el armado tradicional peronista, con mayor arraigo territorial y verdaderas credenciales populares.
El recelo que provocó la llegada de los cuadros de la orga a la “mesa chica”, después de la muerte de Néstor, se debió, principalmente, a que La Cámpora nació como una agrupación estatal, es decir, alentada por la inserción de sus militantes y referentes en los distintos niveles técnicos y políticos del Estado y fue financiada directa o indirectamente (a través de trabajo full-time o de la gestión de planes o programas sociales) con presupuesto público, lo que les permitió una gran expansión en un corto tiempo. Esta dinámica tuvo dos efectos: por un lado, prolongó y profundizó un tipo de lógica de construcción política nacida durante el menemismo, de gestión del territorio sobrevinculada al aparato estatal, de arriba hacia abajo, y por otro, al no ofrecer vías alternativas de recambio de cuadros políticos con orígenes sociales diversos, consolidó en el peronismo una identidad de capas medias y medias-altas artificialmente proletarizadas como vía sacrificial hacia la inserción laboral. De esta manera, se produjo un tipo de militancia conservadora, germinada en la abundancia de recursos y dependiente de la distribución de los excedentes de la economía.
Estos elementos demuestran ser fundamentales para explicar por qué, cuando en 2015 tocó abandonar el Estado, La Cámpora dejó pedaleando en el aire a muchos de sus militantes, vinculados a la orga por el único y esquivo hilo de Ariadna de los contratos basuras en diversos ministerios, secretarías, subsecretarías y municipalidades, provocando un quiebre y un desencanto con muchos de los cuadros más jóvenes, un escenario que se volvió a repetir, aunque a menor escala, de vuelta en 2024. Esa débil cultura política, organizada sentimentalmente en torno al arribismo y la “cercanía a Cristina”, explica también las subsecuentes y continuas fallas para producir un satisfactorio reciclado de las elites, dado que La Cámpora favoreció una formación de cuadros de tipo técnico en detrimento de militantes con trayectorias y saberes vinculados con la inserción territorial, es decir, produjo una burocracia poco dinámica, adherida a los azulejos de la gestión y sobrevinculada a lo que en la jerga judicial se denomina el “tráfico de influencias”.
Esta “falta de política” fue fetichizada bajo el velo de una sobrepolitización histérica. En todos lados se hablaba de la “vuelta de la política” y de que “lo personal es político”, y se “politizaba” cualquier conversación irrelevante -desde la selección de Sabella hasta quién era gorila y quién peronista en Patito Feo- con solemnidad progresista y un lenguaje importado de la peor sociología postestructuralista como estrategia para disfrazar la extrema frivolidad de las discusiones. Lo que al final todo esto gestualizaba era un sistema de pertenencias y una pequeña cartografía erótica de la inserción estatal que, contrario a la definición modernista y clásica de la política, privilegiaba la organicidad y la consistencia interna del sistema, antes que la atracción de la ciudadanía y de nuevos militantes, y que ofrecía la salvación a través de la vinculación a una estructura jerárquica de mandarines y clérigos (referentes, dirigentes y funcionarios), la participación en rituales seculares (actos, marchas, actividades) y el contacto con ciertos objetos sagrados (Cristina).
La sobresaturación fue rápidamente capturada por parte de las agrupaciones y organizaciones con una militancia más tradicional o preexistente a la penetración en el Estado y generó muchos roces y críticas (en 2012, por ejemplo, Pablo Moyano declaró que “si los de La Cámpora fuesen los custodios de la democracia a Cristina la hubiesen derrocado los manteros de Florida”). Esto obligó a la orga a ofrecer respuestas defensivas o alusiones indirectas. Durante el acto Irreversible, en el estadio de Argentinos Juniors en septiembre de 2014, se hizo desfilar en el escenario, como una suerte de espectáculo exótico -que no excluía cierto parentesco con las exhibiciones de samoanos y sudaneses en la Londres victoriana-, a decenas de militantes de la organización en barrios, centros de estudiantes y “organizaciones de la sociedad civil” para subrayar que “sí tenían militancia social y territorial”. Mientras nombraban uno a uno a los referentes, un conductor señalaba con sorna que “acá están estos funcionarios de alcurnia, los burócratas” frente a los miles de conmovidos chicos y chicas que, con un meticuloso look militante descuidado observaban el espectáculo con sus gafas oscuras y aplaudían.
Irreversible fue probablemente el pico de popularidad de La Cámpora y, paradójicamente o no, el punto de mayor penetración de la agrupación entre las capas medias, algo que se deshilachó rápido tras la pérdida de la caja en 2015.
La Cámpora, y sus organizaciones satelitales, constituyeron un intento del cristinismo de fundar sus propias bases de sustentación desde el Estado y, finalmente, completar el viejo sueño neoliberal de producir un orden sin peronismo, o con un peronismo subordinado en su exceso específico. Esta pretensión se hizo, en esta oportunidad, no sobre la base de la “desperonización” de los símbolos, como en el período 2003-2007, sino, al contrario, como una “sobreperonización” que, al igual que el menemismo, saqueaba elementos del folklore justicialista tradicional y los ornamentaba para hacerlos converger con la estética trendy dominante, vaciándose en el proceso de sus sentidos originales, aunque esta vez por efecto de la saturación: Evitas “tortilleras” junto a Frida Kahlo y Simone de Beauvoir, Gauchitos Gil diseñados y minimalistas, tarot peronista, mamushkas, peluches, el Diego en su etapa “cubana”, etc. Un despliegue sincrético que convertía al imaginario popular del peronismo en un catálogo de Pinterest disponible para estampar en remeras o decorar la casa y gestionar así la propia identidad individual, reduciendo su potencialidad política a un despliegue meramente decorativo y performático.
Diego, Derechos, La patria es el otre, Néstor, Cristina, Derechos Humanos: un pequeño catálogo de productos del tardo-capitalismo kirchnerista para customizar tu personalidad militante
Este triunfo de la estética infantilizada como puesta en escena saturada tiene como antecedente directo el debate entre Jorge Asis y Gerardo Romano en junio de 1996 en el programa de Mariano Grondona, Hora Clave. Aunque ambos tenían 48 años en ese momento, Jorge Asis, vestido de impecable traje, representaba algo más que al menemismo: representaba a la estética agonizante de una política adulta y argumentativa. Romano, en cambio, de polera negra y campera de jean, empezaba a instalar un estilo declamativo, emocional y moralista, al que le bastaba presentarse siempre joven, y que sería la marca de estilo del progresismo de esos años y, más en general, de la política posmoderna (la verdadera marca de la “centroamericanización”). Una señal estética que no se anuló con la apelación a la “politización” sino que, por el contrario, se alimentó de ella en la medida en que convergía en el efecto carismático que las nuevas tecnologías audiovisuales -en este caso, la tele- estaban introduciendo en el vínculo de representación.
Este debate, y las complejas relaciones entre estética y política en el campo progresista durante los ’90, aparecen narrados de forma magistral por Lorena Alvarez en el artículo “Transgresores módicos”, en el libro ¿Qué hacemos con Menem? de 2021, cuya lectura recomiendo humildemente. Allí Alvarez escribe que “aunque pareció ganar en ese entrevero televisivo, Asís planteaba también una pelea estética que en realidad perdió en el largo plazo. La impronta Romano venció en el tiempo y hasta fue recogida años después por toda la política. Quedaba atrás cierta elegancia y la eterna imagen juvenil se adueñó de todo. Figuras descontracturadas, que a veces leen, sin demasiada solidez, pero con un halo de eterna jovialidad, y que se ven bien en cámara”.
Teoría estética y teoría política
La Cámpora expresa la intervención corrosiva de las nuevas tecnologías en el vínculo entre representación política y ciudadanía como probablemente ninguna otra estructura política de su tiempo. Al analizar las configuraciones de la cultura literaria ante el avance de internet, cuyas nuevas condiciones de producción, circulación y consumo de contenidos son la condición de lectura necesaria de nuestra época, Hernán Vanoli, en El amor por la literatura en tiempos de algoritmos (2019) analiza cómo el régimen de textualidad se moviliza desde la autonomía total en la modernidad a la desestabilización radical en la posmodernidad hacia su conversión en herramientas de auto-optimización fundamentadas en el carisma y los afectos. Este movimiento abre un proceso en el que la movilización política y las formas de percibir el mundo que ésta habilita, en lugar de tensionar la propia identidad, como antaño, la consolida. O mejor dicho, la entroniza como único elemento específico de aglutinamiento colectivo. El nuevo régimen de sentimentalidad, “sin dejar de ser seductor y entretenido, (…) corona las desigualdades e inhabilita el cambio social.”
Vanoli también afirma que internet pulveriza las correas de transmisión entre vanguardias (artísticas, políticas) y sociedad y que, en ese contexto, “los ‘intelectuales’ son reemplazados por la débil figura del influencer”, como figura que interviene en el ámbito público y con capacidad de jerarquizar la proliferación infinita y confusa de lifestyles y reducir la indeterminación ontológica de la época ante sus audiencias. Fieles a su tiempo, el influencer fue el estilo de representación adoptado por la militancia joven kirchnerista.
Un ejemplo privilegiado para observar estas variaciones es el de Mayra Mendoza, actual intendente de Quilmes y parte de la conducción nacional de La Cámpora, cuya transformación física, de una militante de barrio a un exuberante cuerpo publicitario, ofrece claves para leer las aplicaciones de este modelo novedoso de intervención en la política argentina. En ese objeto simbólico privilegiado se interceptan varias tradiciones culturales que vale la pena observar.
Siguiendo la teoría de Béla Balázs sobre la revalorización y fragmentación del cuerpo que opera el cine, como medio moderno, frente al teatro, como medio antiguo, Ole Nymoen y Wolfgang Schmitt [2] proponen una lectura de la auto-optimización como espectáculo en la era de las redes sociales, donde el cuerpo se presenta como un proyecto en el que hay que trabajar continuamente, y como un espacio para performar el propio proyecto político. Esto, que es una consecuencia natural de la privatización de la esfera pública (“lo personal es político”), permite ofrecer cierto simulacro de “repolitización” de lo que en realidad es un ejercicio de acumulación mercantil y consumo -como dijo alguna vez Dolly Parton: “cuesta un montón de dinero verse tan barata”- que tiene como correlato el vaciamiento de la política de los ámbitos colectivos donde tradicionalmente estuvo alojada. Esto significa que en la medida en que la política abandona las calles va inscribiéndose en el propio cuerpo de referentes y militantes y en las redes sociales.
Aunque todos los miembros de la conducción de La Cámpora han sufrido notables improvements en su imagen física -Máximo no es la excepción-, y en general podríamos decir que el display general de los principales referentes del peronismo, si comparamos la actualidad con los ’80 o los ’90 se presenta mucho más estético, juvenil y agradable a la vista, Mayra es un ejemplo radical de esta dinámica porque ha convertido su cuerpo en un lienzo de expresiones políticas on-demand: tatuajes de Néstor y Cristina, de Maradona, las Malvinas, la palabra “lealtad”, etc., algo que también suele acompañar con remeras estampadas que ofrecen comentarios sobre los temas cool del momento como el romance de Pedro Rosemblat y Lali Espósito, etc. Todo en el típico formato grande, colorido, estridente y sin sutilezas que, aunque podría interpretarse como un desprendimiento de la estética menemista, y quizás lo sea, en realidad es la marca de estilo del capitalismo de plataformas, hecho para adaptarse al formato cada vez más pequeño de las pantallas de los celulares: “la moda se presenta ahora en un formato mucho más pequeño que el de las pantallas de televisión o las páginas de las revistas. Por eso, cada vez se profesa menos el amor por el detalle, que antes era un signo distintivo de la alta costura” (o de la alta política).
Mayra Mendoza y su notable transformación, de militante barrial a cuerpo publicitario
El secreto del éxito de Instagram es que -al igual que en la política- la publicidad no debía parecer publicidad. No por nada, al principio, se pedía que las interacciones fueran “relevantes y legítimas”. Para Kevin Systrom, el creador de la plataforma, aquella era una cuestión crucial, y por eso animó a los influencers y a los anunciantes a esforzarse para que sus publicaciones parecieran “honestas y genuinas”. Bajo esta idea es que nació el formato cuadrado, para emular al de las polaroids, y la idea de trabajar sobre el principio de la “imperfección”. Claro, Systrom creía en la imperfección, pero no imaginaba que el capitalismo digital acabaría perfeccionándola. La profesionalización de la estética selfie y su aire de improvisación hoy es la estética dominante, algo fácilmente reconocible en el timeline de las principales estrellas de la red social y en el propio cuerpo de Mayra. Esto también tiene su origen en el estilo bohemio del progresismo en los ’80 y ’90, que se trasladó al “cuidado estilo descuidado” del rock en los 2000. También en YouTube y en TikTok, donde el principal recurso utilizado para los reels es ahora el jump cut, un elemento vanguardista que Jean-Luc Godard creó en Sin aliento para reflejar la fragilidad del individuo y de la modernidad. Y La Cámpora saquea con meticulosidad estos recursos artísticos, con fotógrafos profesionales que cubren sus eventos y producen un registro fotográfico que muestra a sus referentes y militantes en situaciones “cuidadamente descuidadas”, y editores de videos que producen modernas piezas audiovisuales de estética “callejera” y sucia.
El astillamiento de las relaciones de representación política por la vía de la saturación simbólica y estética y las políticas de la identidad tuvo correlatos en dos fenómenos importantes. El primero fue la proliferación de una retórica que apelaba constantemente a consignas construidas alrededor de la idea de una comunidad -“la patria es el otro”, “el amor vence al odio”, “nadie puede ser feliz en soledad”, etc- que en la práctica funcionaron para velar el efecto paradójicamente opuesto de la militancia: la sacralización de las propias convicciones, la sospecha ideológica ejercida sobre el resto de la sociedad y, en definitiva, la clausura del vínculo con el “afuera”. Esto, sumado al rabioso auto-diseño promovido por la mercantilización carismática de las consignas, dio como resultado un tipo de intervención narcisista e identitaria antes que transformadora. Es decir, que no buscaba convencer o dejar su huella en una realidad convulsionada, ni ofrecer siquiera claves de interpretación para un presente confuso sino antes declamar una posición irreductible como especie de acto publicitario de un tipo de política estéril.
La perfección de la imperfección. Máximo Kirchner y Lu Cámpora cantan en la marcha del 24 de marzo de 2024. Fuente: https://twitter.com/la_campora/status/1771926616345592259
La Cámpora encarnó el régimen de diseño de las plataformas de extracción de datos pero aplicada a la política: un régimen de producción y consumo construido sobre diferencias visuales antes que programáticas y signada por la sospecha permanente de la sociedad argentina por haber adoptado una actitud cínica y despolitizada durante el menemismo (el embeleso frente a la “sociedad del consumo”, etc) mientras le proponía como alternativa, un “reencuentro con lo real” -la “vuelta de la política”- igualmente estética, superficial y consumista. En este sentido, su horizonte siempre fue, en lugar de la comunidad organizada, la “comunidad imposible” o inconfesable sobre la que escribió Blanchot.
En este sentido también, la Cámpora se articula como una especie de espejo de los grandes productores de contenido del poscapitalismo, Google, Apple, Meta, Amazon, Google, que mientras que en su fachada se muestran amigables y promueven los valores de la libertad, el progreso, la democracia y la fluidez, en su backend construyen un modelo de negocios sustentado en “la evasión fiscal, la vigilancia, la manipulación de noticias, la adicción a la dopamina de sus usuarios, las prácticas oligopólicas y la precarización de la fuerza laboral” (Vanoli, ibid). La única pero significativa diferencia es que, mientras Meta monetiza tu contenido y las características de tu perfil sociodemográfico y actitudinal, La Cámpora rentabiliza la energía vital de sus militantes, la cual extraen y operacionalizan como “poder de movilización” y negociación en la mesa política, descartando luego la fuente de esa energía una vez que los jóvenes militantes quedan fundidos. Desde un punto de vista estrictamente de negocio, sería más una organización con una fachada de empresa tech pero con un modelo de negocios extractivista.
En el último tiempo la “militancia” como estrategia de intervención en la realidad que proponía La Cámpora y el kirchnerismo emocional en general -un esquema en el que, desviándose de su formato, digamos, “original”, consolidado durante los ‘50-‘70, muchos jóvenes fueron captados a “poner el cuerpo” con la promesa futura pero siempre un poco vaga de ocupar cargos en el Estado o en empresas estatales- entró en crisis por dos motivos: primero, por la emergencia de un modelo alternativo de activismo encarnado por La Libertad Avanza, mucho menos burocratizado y menos aspiracional, menos cheto también, y segundo, por la profunda inoperancia de esos mismos militantes que, una vez llegados al Estado, se encontraban precarizados, sin línea y sirviendo a un gobierno impotente y contrario al pueblo.
La amenaza sobre el modelo de negocios, entonces, despertó encendidas defensas de parte de sus beneficiarios y en contra de quienes, intentando refinar el marco teórico y las estrategias de intervención de un peronismo muerto, empezaron a influir políticamente desde espacios que no estaban encuadrados o que eran menos orgánicos (canales de stream, organizaciones nuevas, el morenismo, etc.).
Voy a dar dos ejemplos, de dos miembros de La Cámpora: el artículo “El consenso es corrupción: contra los nuevos intelectuales”, publicado por Nicolás Vilela en Contraeditorial el 7 de marzo de 2024, y el artículo “Mark Fisher sobre la derrota: Abandonen toda esperanza” de Tomás Aguerre en Cenital el 11 de mayo de 2024. En ambos casos se intenta discutir con estos nuevos actores del campo, llamémosle en un exceso absoluto, “intelectual” desprestigiando la intervención “de sillón” y romantizando la actividad militante como única estrategia verdadera de relacionarse con el “poder”. Ambos podrían tener razón -tanto Vilela como Aguerre dieron el salto hacia la “militancia” desde los blogs en el ocaso de la “década ganada”- sin embargo no puedo dejar de pensar que los “hobbistas” de la política parecerían ser más bien ellos dado que la mistificación del esfuerzo de miles de jóvenes idealistas que trabajan en todos los niveles de la estructura burocrática de La Cámpora parece funcionalizar sus posiciones de privilegio y sus flujos de ingresos, algo que de paso complementan con poca o nula reflexión -al menos pública- sobre las fallas de los gobiernos que integran o integraron. ¿Qué hay más “hobbista” que convertir a la política en algo tan profesionalizado y cerrado que se vuelve un pasatiempo de minorías iluminadas?
La crisis del modelo de militancia desplegado por La Cámpora y su aguerrida defensa por parte de estos referentes también nos deja algunas preguntas acerca de cuál es la estrategia de “participación política” o vinculación con el Estado que estos referentes menores pero relevantes están realmente defendiendo cuando atacan a lo que ellos llaman “peronismo influencer” o al morenismo, por poner solo dos ejemplos. En el caso de Aguerre, por ejemplo, un artículo publicado en C5N denunciaba la adjudicación de contratos millonarios de Telam a la agencia de comunicación que tiene junto a Patucho Alvarez (Monteagudo) durante la gestión de este último y mientras Aguerre fue su Jefe de Gabinete de Asesores, lo que sea que esa posición signifique. La agencia Monteagudo, por cierto, trabajó y facturó en todas las últimas campañas electorales de Unidad Ciudadana, el Frente de Todos y el FPV de CABA, demostrando alta simbiosis y dependencia de las estructuras financieras del kirchnerismo. Esta denuncia, que casi seguro es una operación interna entre sectores del peronismo muy difícil de desentrañar para los simples observadores externos como este servidor -y para nada sea verdad-, sin embargo, desnuda ciertas sospechas plausibles que luego cristalizarán y justificarán el discurso antiestatista libertario sobre las que Aguerre no parece darse por aludido cuando -citando de forma erudita a Mark Fisher y al politólogo Eitan Hersh- solicita a una militancia titubeante que no se dejen engañar por los cantos de sirena de los comentaristas nihilistas de la web a los que alguna vez él mismo perteneció, antes de ser funcionario.
Pero también parece poner un signo de interrogación sobre esa sociedad distópica stajanovista que propone Vilela sobre el final de su artículo en la que, como forma de resistir a la “subjetividad de mercado” que propone Milei, todos nos deberíamos convertir en militantes de La Cámpora. Vilela escribe que “militante orgánico es el individuo que trabaja de manera eficiente sin el garrote del capital. Su experiencia de organización y conciencia de grupo aumentan la productividad del trabajo; la convicción en un proyecto político que excede la administración cotidiana, facilita el buen trato con el público, la disciplina orgánica acelera los procesos burocráticos”. Quizás no sea necesario, para desarmar esta apreciación un poco alucinada, ir tan lejos como para recordar los pormenores del paso de Patucho y Aguerre por Aerolíneas y por Télam, o las recientes acusaciones de acoso sexual del tesorero de Hurlingham, sino simplemente leer la maravillosa obra de Violeta Kesselman, Intercambio sobre una organización, editada por Blatt & Rios en 2013. Kesselman, que participó del proyecto cultural de Damian Selci y Nicolás Vilela en torno a la Revista Planta durante los 2000 y luego dio el salto con ellos a la actividad política dentro del kirchnerismo, retrató, imaginamos que con cierto desencanto aunque también con mucho virtuosismo literario, el tedio y la degradación de una militancia política sobredeterminada por la burocratización, la profesionalización y el anhelo de conseguir una planta permanente, en los seis relatos que componen ese libro, que ofrece un documento de época invaluable y un comentario contundente acerca de la bancarrota moral y práctica al que el kirchnerismo llevó el modelo de militancia “tradicional”.
La década sobregirada
El otro fenómeno concomitante a la sobresaturación simbólica del período fue la amplificación, por parte de las organizaciones juveniles, de la agenda neoliberal dentro del repertorio del peronismo, enfocada en cuatro ejes: la democracia, siempre en peligro de manipulación por oscuros intereses que la acechan, los poderes concentrados mediáticos, el poder judicial y los derechos humanos. Estas referencias insistentes -casi calcadas de los debates que definían la agenda del Partido Demócrata por estos años- estructuraron un tipo de preocupación institucional, ya completamente autonomizada de la “sociedad real”, que tenía cierto sentido en tanto política de oposición (construir un enemigo que detentaba un “poder real” que no se encontraba en el Poder Ejecutivo) pero que movilizaron histéricamente a la ciudadanía detrás de causas autorreferenciales, propias de la élite política, en un contexto de creciente estancamiento económico.
La inoperancia de esta agenda, viciada por las limitaciones del pensamiento neoliberal progresista, fue haciéndose explícita en diversos lugares, aunque en ninguno fue tan notorio como en el gran conglomerado mediático que el kirchnerismo montó con pauta estatal. Al mismo tiempo en el que Tristán Bauer, como Director del Sistema Nacional de Medios Públicos, se rehusaba a pensar un modelo viable de exportación o comercialización del excelente contenido de las señales Encuentro y Paka Paka por sus profundas convicciones marxistas, el kirchnerismo dio una gran cantidad de financiamiento al Grupo Veintitrés de Matías Garfunkel y Sergio Szpolski[3], que montaron una escenografía de cartón con contenidos apenas tolerables por la minoría intensa de convencidos ultrakirchneristas sobre una estética sufriente y la vaga sensación de que, al consumir esos canales, diarios y revistas, nos estábamos oponiendo a los intereses persistentes de quienes “habían triunfado en Caseros”.
Aunque la realidad era ligeramente diferente. El diario gratuito El Argentino, Diagonales o Tiempo Argentino, la ilegible 7 Días o la imagen soviética y pixelada que nos devolvía la señal CN23 y que nos esforzábamos por incorporar en nuestra rutina audiovisual experimentando cierto goce sacrificial porque nos hacía sentir buenos y contraculturales, eran, en el mejor de los casos, una especie de Good Bye Lenin colectivo que ocultaba la crisis terminal del modelo neoliberal. Y en el peor, una pantalla de la subtrama de espías de la AFI y deep state aliancista que conectaba a Stiuso, Moneta y el ex agente de la CIA -con mucha injerencia en el país por esos años- Frank Holder[4] y que terminó con Szpolski en una fallida candidatura a intendente de Tigre en 2015 con cierto impulso de agrupaciones sciolistas.
Todo ese montaje surgía de la cosmovisión de clase media que orientaba a La Cámpora hacia un proyecto político fundamentalmente performático: primero el símbolo, después el hecho. La “batalla cultural” cristalizó como certeza después de la derrota contra las entidades agropecuarias. Federico Martelli, que era en ese momento un militante cercano a la agrupación de Máximo, aunque dentro de la esfera de influencia de Alicia Kirchner -iba a formar Kolina por esos años- razonaba en 2011, en una entrevista: “¿Cómo puede ser que pierda mi gobierno, con todas las cosas buenas que hizo? Eso fue lo que me pregunté después de la derrota de 2009 porque no me entraba en la cabeza. Recién entonces me di cuenta de que lo importante no eran los hechos sino cómo y de qué manera se los cuenta. No pudimos explicar bien por qué se peleaba contra el campo, y por eso mucha gente se oponía, en contra de sus propios intereses”
Junto con el conglomerado mediático, pata más formal de la “batalla cultural”, se armó por esos años también la red de blogs, como una especie de complemento guerrillero del aparato de comunicación. El epicentro del ecosistema era Ramble Tamble, el blog de Artemio López, Artepolítica y La Barbarie. Algo que fue fogoneado entre Patucho Alvarez, que mantenía el blog Un día peronista, y Juan Manuel Abal Medina, quienes después iban a convocar a muchas de esas jóvenes plumas para Canal 7 y Télam y para la Secretaría de Medios, respectivamente, sin olvidar el abigarrado sistema de medios -muchos de ellos muy buenos aunque presos de cierto clima sobregirado- que también ofrecían opciones de inserción laboral precarizada para los jóvenes intelectuales de clase media viviendo su propia gesta de liberación nacional: los suplementos Ni a Palos de Miradas al Sur y No de Página/12, la Nacional Rock, etc. (todos espacios, en esa época, realmente muy buenos, por cierto, muy vitales y de gran nivel intelectual)
El clima de ebullición por esos años era total y movilizó mucho a la militancia digital alrededor de la que se calificaba como “la madre de todas las batallas”: la ley de Medios. El triunfo y la sanción de la ley, en octubre de 2009, parecieron demostrar que la estrategia de control de los flujos de comunicación, a diferencia del conflicto previo alrededor de la 125, esta vez había funcionado. Aunque en el largo plazo esa agenda se demostró irrelevante para la sociedad y estéril en sus efectos reales, más allá, por supuesto, del gran crecimiento fúngico del ecosistema de kioskos políticos en medios, canales, diarios y agencias de noticias. Lo que en esos años parecía una genialidad, hoy se repite “como farsa” en la desesperación de los referentes del kirchnerismo por captar streamers y producir contenido para TikTok, algo que prolonga esa noción falsa y superficial, en el fondo liberal, de que “controlar la narrativa” puede impactar en la opinión pública, independientemente de tus malas políticas o de tu mensaje blando e irrelevante.
El 27 de abril de 2012 se desplegó una nueva estrategia de construcción política que buscaba la coordinación de un conjunto de organizaciones kirchneristas -la Corriente Nacional de la Militancia, La Cámpora, el Movimiento Evita, el Frente Transversal Nacional y Popular, entre otras- bajo el sello de Unidos y Organizados. La presentación se hizo en un acto en la cancha de Vélez en donde se prescindió de la movilización tradicional del PJ. El discurso de Cristina Kirchner fue sintomático: “Este maravilloso acto que vinieron a proponerme los compañeros del Movimiento Evita y de La Cámpora allá por febrero era un acto que lo querían hacer el 11 de marzo, y yo les dije: compañeros, el 11 de marzo es un hito histórico de la patria. Lo es en mi historia política, fue la primera vez que pude votar, fui una militante de aquellos años, pero sin lugar a dudas sin el protagonismo que podía influir en el curso de esos acontecimientos vertiginosos. Vertiginosos y terribles también de aquella época. Dije entonces: ¿por qué no hacerlo el 27 de abril cuando comenzamos nosotros mismos a construir a partir de nuestras convicciones históricas, de nuestros principios políticos, una historia que estamos escribiendo nosotros mismos y que jamás permitiremos que la vuelvan a escribir desde afuera o desde intereses contrarios a la patria?”
En un intento adicional por trascender lo que se entendían como identidades “tradicionales”, se nota ya aquí, de forma germinal, un esfuerzo por desplazar las efemérides del peronismo hacia las del kirchnerismo en una transmigración de lo particular a lo universal. Esto es algo en lo que La Cámpora va a seguir insistiendo por muchos años y hasta la actualidad y que se contagiaría como marca de estilo a otras agrupaciones que, aún rivalizando con la organización de Máximo Kirchner, trasladarían este gesto melancólico a toda la cultura política kirchnerista, aún a pesar de la notoria intrascendencia que algunas de esas fechas tienen para la población argentina y para la mayoría de los peronistas. El ejemplo más llamativo, por la absoluta ausencia de atributos para constituir una efeméride importante dentro del movimiento, es el de la tarde lluviosa del 13 de abril del 2016, cuando Cristina fue llamada a declarar en la causa conocida como “la ruta del dinero K” y la militancia juvenil se movilizó para expresarle su apoyo. En realidad, Cristina nunca estuvo en riesgo de ir presa, ni fue proscrita, ni la letra K fue prohibida del abecedario -como sugirió en el discurso. Todo fue una calculada maniobra de conflicto controlado para mantener el negocio de la grieta vivo. Aún así, la fecha cristalizó en el imaginario microclimático de la militancia como una especie de 17 de octubre posmoderno -La Cámpora le llamó “el Día de la Lealtad del Siglo XXI”-, lo que promovió conmemoraciones, agrupaciones y movilizaciones.
El kicilofismo y La Cámpora, sectores hoy enfrentamos en una interna de palacio sin diferencias ideológicas, celebrando el 13 de abril, “el día de la lealtad del siglo XXI”
El nombre de Unidos y Organizados, volviendo a aquel 2012, fue también, como en el caso de las efemérides, un intento de relectura de la tradición peronista. En este caso, la célebre frase de Perón acerca de que “el año 2000 nos encontrará unidos o dominados”. Una lectura, digamos, viciada pero significativa, en tanto parece enfatizar, desde una mirada retrospectiva, que ese año 2012 nos encontraba en la antesala de una serie de derrotas electorales producto, en gran parte, de errores políticos autoinflingidos por los límites de la imaginación política que imponía esa misma militancia y la conducción política a la que seguíamos sin cuestionar, y que profundizaría nuestra subordinación al esquema de poder del neoliberalismo global. Es decir, nos encontraba dominados.
El espacio de Unidos y Organizados, que parecía ser el primer intento serio de aglutinar a toda la militancia por fuera del PJ no logró, entonces, estabilizarse como espacio de articulación y más bien se mantuvo como tensa arena de disputa entre La Cámpora, que constantemente luchaba por hegemonizarlo, y el resto de las agrupaciones, lo que llevó rápidamente al Movimiento Evita a marginarse como estrategia para preservar su autonomía. Para 2014 ya era ampliamente reconocido como una experiencia fallida.
Aún a pesar de eso, la aventura de La Cámpora y de Unidos y Organizados deja algunas enseñanzas adicionales respecto de la compleja “gramática política” kirchnerista del período, que combinó una expansión horizontal casi sin precedentes para una organización política, dada la abundancia de recursos, con una fuerte centralización decisoria y transferencia libidinal en la conducción de Cristina Kirchner. Este ejercicio de la conducción política derivó en pocos espacios orgánicos de renovación. Aboy Carles, en El declive del kirchnerismo y las mutaciones del peronismo (2014) escribió que “la concentración del poder que ha tenido el kirchnerismo a lo largo de la última década no ha generado hasta ahora posibles sucesores aceptados por todo el espacio, y la única dirigente hoy acatada por el conjunto deberá abandonar el gobierno a fines de 2015.” Los dos hechos más sobresalientes que señalan esta conducción anómala son la ruptura con la CGT en 2012 y la ruptura con Sergio Massa en 2013, -producto también de una neurótica interpretación de los resultados de la elección de 2011- dos piezas claves del armado amplio peronista que alimentarán las sucesivas derrotas electorales, especialmente la presidencial en 2015.
La revolución proletaria y el renegado Galperín
Pero también esa concentración en el poder y celebración microclimática iba a alimentar las grietas en un modelo de acumulación agotado y obstinadamente prolongado por una gestión directa sobre la política económica de Cristina, que proyectaría sobre ese tema la sombra fantasmal de algunos prejuicios ideológicos fosilizados. El segundo ciclo del kirchnerismo estuvo marcado por la segunda crisis del neoliberalismo en Argentina, aunque esta vez al unísono con su crisis global. La lectura que Cristina hizo de este proceso -asesorada por un grupo de tecnócratas de corazón de oro que creían estar exceptuados de los tradicionales errores de interpretación de su casta de aristócratas autistas en virtud de los stickers del Diego que tenían pegados en sus termos Stanley, lo que sin dudas en sus mentes les otorgaba cierto “halo popular” que contrarrestaba a la educación sponsoreada por la Open Society en Columbia que habían recibido- la llevó a profundizar los desajustes macroeconómicos preexistentes mistificándolos bajo la noción de que se estaba luchando contra el sentido común tilingo de las clases medias del que ella era, en realidad, una manifestación neurótica, hipertrofiada y “por izquierda”.
Uno de los problemas clave de la economía argentina de ese momento fue el incremento de importaciones en un contexto de elevado consumo interno, algo agravado por el sostenimiento de un dólar muy barato (devaluar era considerado “ajustar” y, por ende, estaba prohibido) y porque en ese momento estábamos obligados a traer mucho combustible de afuera debido a los desajustes provocados por los subsidios a las tarifas, otra política sacralizada de la gestión del período. También porque la inflación era ya elevada (aprox 25% anual) y la devaluación sostenida pero suave no había acompañado la suba de precios, lo que generaba cierta presión adicional sobre el tipo de cambio por parte de ahorristas que buscaban resguardar su capital en divisas o en inmuebles.
La sociología jauretchiana-paranoica de Cristina interpretó esto no como producto de los desequilibrios estructurales de la economía sino como una conspiración de oscuros intereses desestabilizadores convergiendo con la sensibilidad anti-argentina de una clase media aspiracional incapaz de reconocer las condiciones de su propia destrucción (más o menos igual que hoy). Por lo tanto, en lugar de armar un plan económico, recibió el año 2012 con un esquema de restricciones a la compra de dólares que no estuvieran asociados estrictamente a operaciones comerciales o financieras con el exterior que conocimos bajo el sensual nombre de “cepo”. Este esquema continúa hasta el día de hoy, revalidado por todos los gobiernos desde entonces.
El cepo derivó en la formación de un mercado paralelo, el “dólar blue”, que lentamente comenzó a crecer y a complejizarse al ritmo de la neurosis colectiva argentina, y que operó en una brecha considerable y creciente respecto del dólar oficial. La existencia del blue tuvo efectos económicos pero sobre todo culturales, que trascendieron por mucho el tamaño objetivo del mercado operado, siempre declarado como “pequeño” pero nunca realmente cuantificado. La dualidad del tipo de cambio repuso cierta glosa hipócrita en el régimen de discursividad del kirchnerismo, restringiendo las operaciones de formación de activos externos y desalentando la inversión privada, pero a la vez habilitando el despliegue de un sin fin de nuevas estrategias de especulación financiera de pequeña y gran escala “mientras el sector público no tuvo ni los recursos ni el financiamiento ni la institucionalidad suficiente para compensarlo”, como menciona Kulfas en Los tres kirchnerismos, consolidando la financiarización de la economía, a la vez que la despatrimonialización de la sociedad.
Al cepo se le agregaron, como medida adicional de restricción, las Declaraciones Juradas Anticipadas de Importaciones, las DJAI -un dispositivo de control que hasta entonces se había utilizado de manera muy limitada y que en ese momento se normalizó-, mediante el cual la Secretaría de Comercio observaba el ingreso de bienes importados. En la práctica esto produjo todo tipo de negociaciones informales entre el sector privado y el Estado, y un mecanismo mediante el cual se invitó a sectores importadores a compensar las salidas de divisas con mayores exportaciones, aunque sin un plan de apoyo o competitividad. Muchas empresas que no tenían capacidad para generar exportaciones en el corto plazo empezaron entonces a “comprar” cuotas de exportación a otras empresas con una especie de sobrecosto de entre el 5 y el 13%, generando una situación un poco delirante en el que PYMES de electrodomésticos, automóviles o tecnología eran forzadas a la vez a exportar vino, limones o mariscos, algo que no sabían hacer, que hacían mal y que, por lo tanto, les agregaba un alto stress operativo. Esta situación empezó a convertir progresivamente a la gran burguesía hasta entonces filo-kirchneristas en irredentos gorilas espontáneos.
Fue este el momento en el que el kirchnerismo perdió el contacto con la realidad del sector y, envalentonado por el microclima triunfalista decidió que podían convertirse en una élite política sin élite económica. O, mejor, en una élite cultural con asistencia social, algo ligeramente parecido al régimen de Vichy, como alguna vez me dijo el intelectual soviético Mauricio Corbalán. El deterioro en el modelo de acumulación política del gobierno fue la consecuencia de, como mencioné anteriormente, que la promoción industrial nunca fue entendida por el peronismo neoliberal como un modelo de desarrollo sino como una política social con el objetivo de “dar trabajo” y, por lo tanto, nunca hubo realmente un plan[5].
Es un lugar común entre ciertos comunicadores inteligentes y sensibles de la centro-izquierda kirchnerista, decir hoy que nunca pudimos formar una “burguesía nacional” por la constitutiva matriz epistemológica traidora y wannabe de nuestros empresarios. Esta lectura es un poco anacrónica y, aunque tiene algo de verdad (los empresarios argentinos están, como todos los empresarios en las periferias del mundo, interceptados por la ideología global aspiracional de la “innovación”), ignora que hubo un momento en que las grandes empresas industriales y de tecnología en el país estaban, en su gran mayoría, muy alineadas con los gobiernos de Néstor y Cristina.
Dos claros ejemplos son Mercado Libre y Globant, aunque hay muchos más. Ambas eran -siguen siendo- compañías globales de alto valor agregado, lideradas por empresarios modernizadores, con mucho soft power argentino en la región y en el mundo, financiadas por el gobierno kirchnerista y que debieron haber estado integradas de forma virtuosa al Estado en lugar de perseguidas por el extractivismo impositivo y, por eso, expulsadas hacia paraísos fiscales. Galperín, de hecho, coqueteó en los primeros años con nuestro gobierno y cuando empezó a cotizar en NASDAQ, en 2007, fue saludado por Cristina, gentileza que devolvió con afecto.
El caso de Globant es aún más fuerte y significativo, porque Martín Migoya solía gesticular de forma más abierta un cierto peronismo elegante en cada celebración pública y conferencia a la que se lo invitaba. Aún más, su COO, Patricia Pomies, referente cultural y técnico clave de la compañía, tuvo un rol fundamental en la dinamización y expansión del programa Educ.ar, una de las plataformas de contenidos y educativas más exitosas de la gestión del gobierno de Cristina, algo que ya se discutió en este iluminador pasquín progresista, lo que la llevaría luego al unicornio en una carrera meteórica, sin dudas por sus propios méritos. Por su origen social y por su educación formal y sentimental, Patricia es un cuadro kirchnerista puro y duro: egresada de la carrera de Ciencias de la Comunicación de la UBA, interesada en la política, con un perfil ligeramente de izquierda y muy preocupada por la agenda de diversidad, es probable que tenga más cosas en común con Julia Mengolini -quien criticó en diciembre de 2023 a Globant en su programa de radio en Futurock- que con la camada de capitanes de la industria tradicionalmente involucrados en la desestabilización política del país como Roberto Rocca o Franco Macri[6].
Los equívocos en la interacción con el sector empresario argentino a partir de 2011 marcan ciertas continuidades con el período previo pero también algunas fundamentales rupturas, en especial en el sentido pragmático de la conducción. Hay una frase que se cita de Néstor que, en diálogo con la conducción de La Cámpora, les decía: “la realidad, muchachos, es que cualquier empresario puede ser conducido, hasta Magnetto, que en algún momento fue funcional al desarrollismo. Los empresarios son empresarios, si les dan esta mesa, se llevan la mesa. Pero si el Estado los conduce, se llevan lo que corresponde”. Esas lecciones fueron olvidadas por quienes las recibieron.
Cristina visita las oficinas de la empresa kirchnerista Globant en 2011 y se fotografía en un pelotero junto a Martín Migoya
La sobreinterpretación de la restricción externa tuvo, como efecto residual prolongado, esta especie de sensibilidad liberal leninista. Pero en su génesis fue un epifenómeno de la ideologización de las herramientas de política económica. En particular, de la noción de que el crecimiento sólo podía ser sostenido, durante el período, sacrificando reservas internacionales, estrategia que encontró un límite preciso en el nivel bajo que estas alcanzaron a fines de 2013, cuando por primera vez en mucho tiempo el resultado del intercambio comercial dio negativo. Es en este contexto en el que se da, a principio de 2014, la famosa “devaluación de Kicillof” con la que Moreno todo el tiempo insiste como punto de finalización de la “década ganada”, que forma parte de un ajuste más amplio y que marcó su desplazamiento definitivo del gobierno.
Kulfas sostiene también en Los tres kirchnerismos que en un contexto de bajas tasas de interés del mercado mundial, y especialmente en Estados Unidos, “no tenía demasiado sentido que Argentina liquidara sus reservas cuando contaba con la oportunidad de obtener recursos para el pago de sus vencimientos de capital a tasas muy bajas”, especialmente teniendo en cuenta que “durante el primer kirchnerismo, y en un contexto de holgados superávits fiscales y externos, se habían efectuado colocaciones de deuda”. Sin embargo esta opción estaba fuera de discusión desde que, a fines de 2011, un momento que hubiese sido perfecto para tomar deuda porque la crisis era evidente pero todavía no inminente, el entonces ministro de economía, Amado Boudou, intentó acordar con el Club de París para volver a los mercados externos, cosa que le valió la acusación interna de “endeudador” y “neoliberal”. La chicos de La Cámpora habían sospechado desde siempre de Boudou por su origen en la UCD y su carisma, algo que aprovecharon para facturarle en ese momento.
**
Teniendo en cuenta los desajustes de la economía y las grietas internas, el triunfo en el balotaje del 22 de noviembre de 2015 de Mauricio Macri frente a Daniel Scioli fue sorprendente pero no inesperado. Desde que en 2005 Néstor Kirchner aceleró su armado transversal, el objetivo del kirchnerismo fue refundar el orden democrático sobre las bases de un bipartidismo que trascendiera el viejo cisma de peronismo-antiperonismo y se acercara más al clivaje “normal” de las democracias europeas donde un partido de centro-izquierda alterna con un partido de centro-derecha disputando un espacio de diferenciación estética mientras más o menos continúan las grandes políticas estratégicas. Con ese sentido dejaron venir a Mauricio Macri en 2007 -que, como ya discutimos en alguna entrada anterior, en 2003 iba a ser candidato del PJ en Capital- y, ocho años después, el sueño republicano de Cristina parecía cumplirse.
En este sentido puede leerse también la campaña interna de desprestigio sistemática del propio candidato del espacio peronista que llevaron adelante las agrupaciones más vocacionalmente cristinistas, bajo la consigna “el candidato es el proyecto”, algo que no comenzó a ser admitido sino hasta años después, de manera progresiva y con un poco de timidez. Está claro que La Cámpora no quería que ganase Macri, sin embargo. En su arrogancia asumieron que el triunfo de Scioli estaba más o menos asegurado pero que adoptando esta actitud de antipatía temprana iban a tener cierto margen para condicionar su gestión y no perder espacios. Para Cristina, sin embargo, el juego era presumiblemente diferente, de largo plazo, lo que se vio en la insólita habilitación de una interna desgastante y sangrienta en la Provincia de Buenos Aires entre Aníbal Fernández y Julián Domínguez.
Estos cuatro hechos mencionados al pasar -la ruptura con la CGT, el cisma del Frente Renovador, la interna en la Provincia de Buenos Aires y el boicot a Scioli-, aislados pero conectados, habilitan una mirada no solo acerca de las deficiencias contingentes del liderazgo político del peronismo en su etapa de intensificación emocional sino que también permiten reflexionar sobre los límites de la cosmovisión progresista que el cristinismo heredó como una convicción de Néstor, que a su vez heredó del Frepaso, que a su vez heredó de los ex PCR que habían dado forma al proyecto democrático alfonsinista y que adquiere sentido bajo el paraguas del pensamiento neoliberal.
En retrospectiva, ese 2015 resulta clave para entender la ruptura definitiva del proyecto político del kirchnerismo, y la interrupción del ciclo de relevo con las nuevas generaciones. Los pibes que se habían incorporado a la política tras la crisis del 2001 y que se habían “peronizado” en diversos momentos del ciclo (2001, 2003, 2008 o 2010) vieron en la actitud de ruptura de la candidatura y en cómo posteriormente La Cámpora dejó en banda a muchos compañeros tras perder el Estado como un parte aguas que aceleró la adopción de una actitud cínica hacía la política que marcaría los años siguientes. Tras años de crecimiento y celebración, la orga entraría por primera vez en un proceso de relativo desprestigio, achicamiento y reflujo. Los más jóvenes, en cambio, que se incorporarían a la política durante el año de triunfo de Macri bajo el discurso de la “vuelta de la derecha” y el miedo al “neoliberalismo de Cambiemos”, se iban a encontrar con una generación partida y una militancia ensimismada, sobregirada alrededor de una actitud de resistencia estética excesivamente emocional, que no abría los espacios de debate ni las discusiones.
___________________________
Notas
[1] “La militancia kirchnerista. Tres momentos del compromiso activo oficialista (2003 y 2015), de Dolores Rocca Rivarola, en Los años del kirchnerismo. La disputa hegemónica tras la crisis del orden neoliberal, de Alfredo Pucciarelli y Ana Castellani (2017)
[2] Influencers. La ideología de los cuerpos publicitarios, de Ole Nymoen y Wolfgang M. Schmitt (2022)
[3] Entre 2009 y 2015 Veintitrés fue el grupo que más pauta oficial recibió (815 millones de pesos), más del doble del segundo, Albavisión, del mexicano Remigio González, que en Argentina opera Canal 9 (384 millones de pesos). En tercer lugar venía Telefé (331 millones de pesos), seguido del grupo Uno, de Manzano-Vila (311 millones de pesos). El top 5 se completaba con Página/12 (248 millones de pesos). Fuente: Jefatura de Gabinete, Poder Ciudadano y Fundación LED.
[4] Algo de esta trama, que excede los alcances de este libro, se puede seguir en el artículo de José Crettaz publicado el 17 de enero de 2016 en el diario La Nación, “Szpolski-Garfunkel: la implosión del mayor grupo kirchnerista de medios”, y en el libro de Alejandro Alfie “Los agentes de Néstor y Cristina” (2015)
[5] Martín Schorr y Andrés Wainer afirman que: “Las moderadas ganancias de competitividad que registró la industria argentina no derivaron en gran parte de una inversión sostenida en tecnología e infraestructura que contribuyera a una estructura productiva más homogénea y a una mayor diversificación de la canasta exportadora. En este sentido se mantuvo cierta herencia neoliberal en tanto fue sobre todo el ‘mercado’ quien determinó que se expandieran los sectores donde las brechas de productividad entre la producción local y la mundial eran menores (...) En este marco se manifiesta entonces una de las ‘paradojas’ del comportamiento fabril durante el kirchnerismo: si bien en repetidas ocasiones estas administraciones gubernamentales catalogaron a la industria como la ‘locomotora del crecimiento’ y el sector dinamizador y ordenador de un ‘modelo de crecimiento con inclusión social’, en los hechos, la continuidad de una dependencia tecnológica terminó fortaleciendo la centralidad y el poder de veto de los grandes proveedores de divisas en la Argentina, cuyo ciclo de acumulación y reproducción ampliada del capital en la esfera productiva gira alrededor de actividades con un bajo o nulo grado de industrialización”, en “La economía argentina bajo el kirchnerismo: de la holgura a la restricción externa. Una aproximación estructural”, en Los años del kirchnerismo, de Alfredo Pucciarelli y Ana Castellani (2017)
[6] Recomiendo, una vez más, ver la entrevista de Patricia Pomies con Santiago Siri del 19 de abril de 2023 en La última frontera
Ah, una cosa que me olvide. Te falto nombrar a Mara Pedrazzoli, una camporista funcionaria de Kici que escribió un librito de poesía que se llamaba MECON.... no lo leí por suerte, pero me contaron...
La explicación de los dimes y diretes de los aspirantes a profesionales que llegaban al Estado es ciento por ciento fiel. Armaste una historia de la que todos renegamos e incluso olvidamos, acaso reprimiendo nuestras propias prácticas definidas en torno a "lo que hacía y planteaba de línea política" de La Campora. Para mí, y como todo comentarista que le exige al escritor algo que no tiene que ver, sería interesante rescatar la "otra" estética de la época: la del Movimiento Evita, tal vez, y arriesgo, mucho más protagonista del período post CFK.