La 'vuelta a los valores tradicionales' es el claim de una marca de snacks que targetea a los 18-35 cogidos por la crisis del neoliberalismo
Frente al ya innegable fracaso del modelo de la globalización neoliberal y del proyecto de la ilustración, que en la Argentina se presenta incluso aún más despiadado en su decadencia y en sus efectos, occidente parece seducido por fantasías de retorno: a la tradición, a la cristiandad, a los valores grecolatinos, al peronismo original, al siglo XX, etc. El astillamiento de las formas de representación social y política y la angustia frente a la indeterminación de un sujeto escindido y sobredeterminado por el imperativo del consumo impulsan a muchas personas educadas a buscar de forma urgente referencias culturales e ideológicas que se presentan definitivas en registros discursivos históricos que parecen ofrecer certezas y referencias aparentemente sólidas. Todo esto es, por supuesto, un espejismo para cornudos.
Las tradwifes son lo último que ven los tradperonistas, los libertarios y los progresistas antes de darse cuenta de que las mujeres no tienen pene
En las últimas semanas hubo en el espacio de las redes sociales iberoamericanas un debate sobre Roro, una influencer española que presenta un rol de tradwife en su instagram y en tiktok. El término denota un tipo de subcultura femenina de internet que cree en los roles tradicionales de género, especialmente dentro del matrimonio, promoviendo que las mujeres se queden en casa a cuidar del hogar y de los hijos, cocinen muffins, cuiden de sí mismas, demuestren una moralidad discreta, etc, al estilo de las amas de casa de las primeras décadas del siglo XX. El debate me parece espectacular y es tan de nicho, tan estúpido y tan irrelevante, que quiero dedicarle todo el tiempo de mi vida, porque lo que me resulta evidente es que este trend expresa de forma casi perfecta que lo que hoy se presenta como modelos de vida guiados por los valores “conservadores” son en realidad una performance posmoderna que mezcla algunas referencias tradicionales (hornear pastelería, ponerse delantales, acomodarse el pelo rubio con un cepillo de hebras naturales, etc) con cierta estimulación libidinal obscena.
El caso de Roro es ahora notorio, porque no llevó mucho descubrir que su voz de niña de diez años es impostada y que lleva tratando de pegarla como influencer hace mucho tiempo, además que todos sus outfits están deliberadamente diseñados para ser muy sexies, con lo cual detrás de la capa exterior de manualidades y sumisión mormona emerge de forma evidente la estimulación erótica soft-core. Pero lo mismo sucede con las referentes más importantes del firmamento tradwife anglo, que utilizan esa especie de background idílico y rural como escenógrafía de una reversión ponográfica de Heidi que nunca alcanza el clímax de la penetración: Estee Williams, una casi Marilyn Monroe de pelo rubio y cuerpo sugerente, la australiana Jasmine Dinis, que se la pasa tomando leche de vaca, o la canadiense Gwen Swinarton, que directamente pivoteó de hacer videos en OnlyFans y contenido ASMR para YouTube al espacio conservative.
Está claro entonces que, en un nivel muy primario, para los hombres jóvenes que voluntaria o involuntariamente se mantienen célibes, este tipo de contenido provee un tipo de erotismo de fácil consumo y validado ideológicamente; mientras que para muchas mujeres ofrece un role model aceptable del que tomar pautas de comportamiento que reduzcan el desamparo trascendental frente a la complejidad de navegar el nuevo individualismo angustiante que nos presenta posibilidades de elección “ilimitadas”.
Sin embargo, hay algo más. La obsesión reciente con las tradwifes actúa también, en un sentido freudiano, como un poderoso fetichismo. Como los lectores asiduos de este espacio de reflexión torturada y frívolo sabrán ya para este momento, el fetiche en Freud es un objeto, aquello que un chico ve antes de darse cuenta que la mujer no tiene pene. Es decir, es aquel objeto que oculta la presencia de esa nada y es de alguna manera como el signo de su ausencia. Es una especie de presencia paradojal que evita el surgimiento de la angustia ante la confrontación con el antagonismo real. En este caso, las tradwifes funcionan como lo último que ven los dulces jóvenes globalistas -especialmente aquellos que identifican en ellas el auge de un trend cultural criptofascista- antes de ver la represión sexual de nuestra sociedad a la que ellos mismos han contribuido con sus políticas de biovigilancia. En este sentido, las tradwifes funcionan en dos sentidos: ofrecen un modelo de comportamiento tanto como de indignación a jóvenes alienados y reprimidos sexualmente por derecha y por izquierda.
Más o menos esto mismo es Milei, cuando se nos presenta como gran defensor de los valores tradicionales de occidente. Por supuesto, Milei no puede defender ningún valor tradicional porque si hay una abominación posmoderna, esa es sin lugar a dudas él: un anarquista desterritorializado y ensamblado en un estudio de televisión, sin contacto con la religión o, mejor dicho, que hace de la religión una especie de performance ready-made, yendo de un pentecostalismo ad-hoc hacia el judaísmo emocional y luego hacia el catolicismo por conveniencia, que no conoce la Argentina, que no sabe agarrar un mate, que odia a Maradona, en fin. Pero lo que sí es Milei -al igual que Moreno, como expliqué en mi subs anterior- es un gran fetiche que oculta, bajo la acusación obsesiva que los peronistas melancólicos le hacen de “fascista” o “ultraderecha”, el verdadero antagonismo social de la sociedad fracturada por el fracaso del modelo neoliberal al que siguen aferrados y que se niegan a asumir. La cómoda oposición hacia Milei, en este sentido, habilita la construcción de un campo discursivo que es lo que a la vez les permite evadir la verdadera pregunta por lo que está roto en el sistema político argentino (lo que ellos no son capaces de representar) y que es, de hecho, lo que en última instancia abre el espacio efectivo para que muchísimos trabajadores, antes peronistas, hoy voten por los libertarios.
(Como una pequeña extrapolación obse sobre esta nota, tampoco puedo evitar sino observar que pasa algo muy similar con el auge de las columnas e informes sobre “trolls libertarios” que están tan de moda en los canales de comunicación online dentro del amplio campo de la izquierda cultural champagne en tanto el sobredimensionamiento narrativo de unas supuestas redes de militantes online amenazantes y con oscuro financiamiento estatal -a las que se les llama, en el paroxismo fetichista, “grupos de tareas”- funcionan a la perfección para mistificar la propia condición de quien enuncia, velando su absoluta falta de representatividad y el fracaso de su proyecto político y presentándolos como “liberales” frente a un enemigo “fascista” cuando en realidad son unos conservadores puritanos frente a tuiteros auténticamente irónicos y libertinos que se rebelan contra la trampa del resentimiento de la corrección política.)
Milei es lo último que ven los peronistas melancólicos antes de enfrentarse con su propio fracaso, y esa fetichización bloquea su capacidad de proponer una salida positiva de representación hacia el futuro, pero también es el espejismo del retorno imposible a unos valores tradicionales que no existen para su juventud expulsada de la representación y angustiada frente al aislamiento, entonces, pero ¿quién sería nuestra Roro? Y cuando digo nuestra me refiero a peronista. Es decir, quién sería nuestro influencer haciendo una puesta en escena que mezcla valores tradicionales con cierta experiencia libidinal para monetizar la demanda de una representación fracturada. Para mí está claro que sería Martín Ayerbe, que ha sabido dejar atrás su pasado de latinoamericanista neoliberal hippie y reconvertirse como una especie de criollo de tierra adentro reivindicando algo así como las “cinco virtudes gauchas”, un discurso diseñado en probeta para seducir a la pequeño-burguesía joven e ilustrada de los grandes centros urbanos en busca de un sentido trascendente frente al astillamiento del peronismo y sus espacios colectivos de contención y militancia. Lo que en Roro es baby voice en Ayerbe es la imitación del timbre grave y raposo de Iorio, y lo que en Roro es el cautivante guiño del eros femenino en Ayerbe es la fantasía libidinal de la reindustrialización del país, que en su relato se vuelve casi una fanfic pornográfica de obreros metalúrgicos transpirados, la marina mercante saliendo del puertos y la planta de producción de agua pesada de Neuquén volviendo a producir. Por supuesto, como somos un país profundamente más poderoso en nuestras fantasías eróticas que los españoles producimos un peronista que te habla de centrales nucleares donde ellos alumbran una minita conectada al flujo libidinal global que encuaderna libros para el novio. También, porque somos un país pobre y herido en nuestro autoestima nacional, nuestra tradwife apenas puede capturar la atención difusa de las audiencias de los canales de stream del peronismo margi y la de ellos está monetizando su contenido en millones de euros a través de alianzas con multinacionales. Pero el dispositivo es esencialmente el mismo.
Carta de lectores a la revista Cosmopolitan: volví a los valores tradicionales y son los mismos que los de mi sociedad posmoderna, ¿soy tarado?
Una de las innovaciones más importantes que hizo su entrada en el gran escenario de la cristiandad con la reforma gregoriana del siglo XI fue el de las universidades, y con ellas, los abogados. Ciertamente este ingreso fue menos triunfal -al menos en el recuerdo caprichoso de la historia- que el de los peregrinos guerreros que, inspirados por Urbano II, marcharon hacia Jerusalem en 1096, pero definitivamente su impacto fue más importante y duradero.
El mismo año que Urbano se consagró Vicarius Christi, en 1088, se fundó la escuela de leyes en la ciudad de Bologna, un centro sponsoreado por la crema y nata de la intelectualidad de la reformatio -entre otros, la Gran Condesa Matilde de Canossa, que había dado asilo a Gregorio durante la famosa querella de las investiduras, expulsó militarmente a Enrique IV, emperador del Sacro Imperio, de Italia, y financió el trabajo de Ireneo, un jurista bolognés cuyos comentarios sobre un vasto cuerpo de leyes romanas proveyó las bases -y las inquietudes- de lo que posteriormente sería uno de los más grande logros intelectuales de la cristiandad: el Decretum Gratiani o, como se lo conoce en español, la Concordia de las discordancias de los cánones. La obra, que consolidó y unificó todo el derecho y la actividad doctrinal de la Iglesia Católica, estuvo lista en 1150 y se le atribuyó a un solo monje llamado Graciano, aunque fue un trabajo de décadas y que involucró a muchos colaboradores.
Sin dudas el esfuerzo que se necesitó fue prodigioso. La ley canónica no consistía solamente del corpus canónico. El Decretum unificó los fallos papales, los decretos promulgados por los obispos y todas las penitencias dictadas. Estos documentos no solo estaban desperdigados por el mundo cristiano sino que, en la mayoría de los casos, eran contradictorios entre sí. Los criterios para normalizar la ley fueron dos. Primero, estaban las sagradas escrituras, por supuesto. Segundo, estaba la obra que habían dejado los padres fundadores de la Iglesia: Agustín de Hipona, Ireneo de Lyon, Orígenes Adamantius, etc.
A diferencia del mundo musulman, que había nacido con un cuerpo legal bien formado que regulaba todas las actividades humanas, para el cristianismo Dios había escrito sus leyes “en el corazón de los hombres”. Pablo de Tarso había anunciado, en la epístola a los Gálatas, que “la ley entera está resumida en un simple mandamiento: ama a tu prójimo como a ti mismo”. En esta frase, para Graciano, estaba el fundamento de toda la justicia cristiana. Tan importante era este mandamiento para el monje que el Decretum empieza citándolo, y -haciendo eco de las enseñanzas de los estoicos de la misma manera en que Pablo lo había hecho- optó por definirlo como ley natural, es decir, como la piedra angular del sistema legal de la Iglesia: todas las almas eran iguales ante los ojos de Dios, solo frente a esta noción se podía fundar una verdadera justicia. El Decreto de Graciano, entonces, se dedicó a podar todo lo que perteneciera al inestable derecho canónico que contradijera esta afirmación.
Los juristas de Bologna se convirtieron tanto en agentes del orden como de la revolución. El nuevo derecho canónico consagró así una ley natural que destruyó todas las viejas formulaciones de la sociedad medieval: que las costumbres eran la última autoridad, que los grandes merecían una justicia distinta a la de los humildes, que la desigualdad era algo natural en el mundo. El Decretum proveyó un criterio de justicia hacia el futuro y transformó el entendimiento del sistema legal para siempre, que dejó de ser una forma de garantizar el status de la aristocracia secular y empezó, en cambio, a perseguir el trato justo a todo hombre y mujer, independientemente de su rango, riqueza o linaje, en tanto cada hombre y mujer era igualmente un hijo de Dios.
Cincuenta años después de la publicación del Decreto, alrededor del 1200, un pobre hambriento robó algunas pertenencias a un hombre rico y el caso llegó a evaluación del tribunal de la Iglesia. Los juristas de Bologna, después de algunas deliberaciones, alcanzaron una solución basados en el canon y citando la obra de Clemente I, uno de los grandes padres fundadores de la Iglesia y gran inspiración de la obra de Graciano: de acuerdo con la ley natural, iure naturalis, el mendigo no podía ser encontrado culpable de ningún crimen porque “el uso de todas las cosas debe ser común a todos”. Como tal, argumentaron, él solo estaba tomando lo que por derecho le correspondía. No solo eso sino que, según los juristas, era el rico, no el hambriento ladrón, quien debía ser objeto de la desaprobación divina. Cualquier obispo confrontado con semejante caso en el futuro, siguiendo la ley canónica, tenía el deber de asegurarse que los opulentos paguen lo que les corresponda para sostener a los miserables.
Que la caridad fuese una deuda cristiana era, por supuesto, un principio tan viejo como el cristianismo mismo. Pero lo que nadie había pensado en argumentar antes, sin embargo, era el principio que, sostenido en la ley natural, la volvía una obligación de todos los hombres y mujeres para con Dios: que los pobres tenían derecho a que sus necesidades básicas de vida se vean satisfechas. Esto era, en una formulación que cada vez se empezó a leer más y más en los fallos de los juristas canónicos medievales, un “derecho humano”.
¿Qué significa esta historia? Pienso en el trend cultural de las tradwifes como síntoma de una sociedad que, frente a la angustia de la indeterminación y el individualismo, ansía volver a anclarse a ciertos valores trascendentes. El trend, menor y trivial como es, puede ser interpretado como parte de un malestar cultural que, citando a Marx, empieza como tragedia y continúa como farsa o, aún mejor, citando a Marcuse, cada vez más durante el siglo XX empieza como farsa y continúa como tragedia, que parecería ser más apropiado para este caso. Cuando en general se piensa en valores tradicionales nuestros intelectuales/trend-setters están hablando de los valores de la sociedad católica y latina. Sin embargo, deberíamos empezar a pensar si existen esos valores católicos a los que podamos realmente volver o todo el debate no es parte de un gran equívoco.
Los principios y convicciones universales que hoy dominan la sociedad occidental globalizada y que los neotradicionalistas rechazan como símbolo de una falsa tolerancia hedonista son, en realidad, la secularización misma de la moral católica, que debe su éxito a su voluntad universalista y racionalista. Desde muy temprano, ya dentro del mundo romano y como su prolongación, el cristianismo había empezado a sincronizar el régimen temporal del mundo y a “desencantar” la vida cotidiana, extirpando la magia pagana, introduciendo el pensamiento científico y situando al individuo como centro de la creación. San Columbano inventó la confesión individual y la penitencia como forma de expiar los pecados, San Bonifacio taló el roble de Thor, que sostenía el mundo, y con su madera construyó una capilla, Beda el Venerable sincronizó el calendario estableciendo el año 0, Gregorio IX decretó la independencia de las universidades, Tomás de Aquino armonizó la teología con el naturalismo aristotélico, el martirio de Catalina de Siena estableció las bases del matrimonio basado en el amor mutuo, lo que liberó a los individuos de los acuerdos políticos, algo que aún hoy persiste en amplias zonas del mundo que no han sido influenciadas por el cristianismo y que fácilmente podría ser leída como una forma elevada de planificación social antiliberal. La reclamación de Irlanda para la fe de Cristo, allende las fronteras del caído imperio romano, con sus durezas y su modelo de ascetismo, y la reforma gregoriana, que purificó la jerarquía eclesiástica y la separó de los poderes seculares, sirvieron como antecedentes naturales y modelos éticos para la posterior reforma protestante, aunque los memes nos hayan hecho pensar que los latinos dormimos la siesta y por eso somos ultra chads. La noción de “libre albedrío” es clave como centro de la teología y de la martirología cristiana. ¿Cuál es la respuesta que ofrece el cristianismo frente al trágico sentimiento de abandono, de soledad, de desamparo ante un mundo indiferente -la misma sensación de desamparo que experimentó Jesús en la cruz? La respuesta no es, como sucede en otras religiones, que a través del rezo y la penitencia debemos restablecer el contacto con la divinidad sino que, al contrario, esa soledad, esa libertad, es el regalo mismo que Dios nos hizo en tanto hijos suyos. En este sentido, entre cristianismo y liberalismo, entre catolicismo y reforma, no hay una oposición férrea sino, más bien, una compleja evolución dialéctica.
El catolicismo se ha vuelto un elemento de consumo para la producción de la imagen pública de nuestros políticos/influencers posmodernos -y quizás en ese gesto falso y penitente es cuando más cerca de Dios estén
Es cierto que la sociedad hedonista en la que vivimos enuncia una paradoja fundamental: que mientras oficialmente se nos insta a disfrutar de la vida bajo parámetros de absoluta permisividad, a realizar nuestro máximo potencial y somos constantemente invitados a ensamblarnos como individuos libres, etc, nos encontramos con una existencia hiper regulada por las normas del buen comportamiento que, se nos dice, existen para sostener y hacer viable este régimen de “libertad”. Estas reglas nos indican qué palabras tenemos que usar, qué ideas tenemos que tener y cómo debemos tratar a los demás para no “ofenderlos”. Somos libres para producirnos como dispositivos de auto-afirmación narcisista, pero nos encontramos constantemente vigilados por los mecanismos de control cada vez más invasivos de los Estados, las plataformas de datos y las corporaciones financieras que registran nuestros consumos y movimientos y monitorean que no nos estemos desviando de la norma.
Sin embargo -y esto es importante señalarlo- el reverso de esta situación, es decir, lo que se propone como una “vuelta a los valores tradicionales”, un retorno a una sociedad emancipada de los imperativos moralizantes de la globalización, más cercana a cierto ideal de trascendencia, etc, también enuncia una paradoja de igual signo: no es solo que no podamos volver a algún régimen de viejos valores estables capaces de ofrecernos certezas, sino que, peor aún, el momento en que lo propongamos va a ser el momento en el que nosotros mismos nos convertiremos en el mismo tipo de monstruo posmoderno que afirma su individualidad emancipada.
La estética mistificante de la historia occidental que se plantea como esta suerte de neotradicionalismo no solo no puede implicar una real vuelta a los valores estables, permanentes, invariables que se suponen orientaban la vida social en etapas históricas previas, sino que en general ocultan el gran ego-trip neurótico y performativo de quien la enuncia. La fascinación en sí no es nueva, por supuesto. Desde Nietzsche en adelante, fetichizar un pasado agrario imaginario y abstracto ha sido parte integral del discurso conservador. Y ya en la segunda mitad del siglo XIX -una época hoy idealizada por el trend “tradicionalista”- se denunciaba cómo la feminización de una sociedad que ofrecía cada vez más confort a sus ciudadanos a través de la modernización tecnológica suprimía el telos heróico del guerrero masculino. En este sentido, una de las figuras posmodernas por excelencia del campo discursivo de la derecha actual es Bronze Age Pervert, que con una mezcla de fetichismo de la fuerza, imaginería pagana, superstición anticivilizatoria, materialismo biológico y una hiperstición homoerótica denuncia la pérdida del sentido de acción, de la jerarquía y del poder espiritual de occidente.
Resulta natural que, de la misma manera en que Nietzsche denunciaba la “moralidad de esclavos” del cristianismo, BAP hoy denuncie la “moral de cornudos” de la “cultura woke”, porque aunque a muchos de sus followers posirónicos se les escape la genealogía política, lo que llaman “progresismo” es uno de los destinos posibles de la teología cristiana, sino el más importante. Se podría argumentar que el progresismo es una especie de catolicismo pervertido, sin marco teórico, pero es claro que la represión fundamental de esta noción de continuidad es también parte de los equívocos de nuestra época, aunque sirve para explicar muy bien el tipo de mestizaje religioso, cultural y carnal que en la América española fue promovido por los misioneros católicos y que hoy muchos “conservadores” reivindican contra la penetración del “colorismo” norteamericano.
Sin embargo, a diferencia de Nietzsche, el atavismo mítico de BAP reemplaza la voluntad de poder nietzscheana por un extraviado culto narcisista. En lugar de perseguir la intervención política, se ofrece una mise en scène irónica y hueca de jóvenes semidesnudos en ambientes caribeños, que sublima, en el larpeo de una estética grecolatina, la melancólica impotencia de saberse un mero productor de símbolos para el consumo estético o, en términos bourdianos, parte del “sector dominado de la clase dominante”. El ejercicio es, sin embargo, efectivo, en tanto captura la imaginación de jóvenes inteligentes y sensibles pero expulsados del sistema educativo-institucional y físicamente incompetentes, alienados por una sociedad estallada y en decadencia. La prosa fragmentaria, arrebatada y por momentos infantil de su libro/manifiesto completa el efecto de simulacro calculado para audiencias incautas. Este tipo de figura se repite una y otra vez y, en nuestro país, la observamos en personajes de relativa relevancia en nichos de producción cultural subordinada como por ejemplo Angel Faretta, quien complementa una buena línea política, interesante y provocadora, con un millón de gestos taciturnos y egotistas, como iniciar sus videos con un “salve”, presentarse como ciudadano romano o solicitar retornar a la misa en latín. La paradoja así se vuelve clara: este tipo de atavismo romántico, que se presenta como la búsqueda de un significado fundacional en un mundo que se denuncia como posmoderno, relativista y sometido al yugo hipócrita del lenguaje políticamente correcto, es en sí mismo, un gesto posmoderno, relativista, performático e hipócrita.
Boris Groys, sin embargo, señalaría acá una nueva paradoja -una paradoja encima de la paradoja: en la tradición cristiana, la ética estuvo siempre subordinada a la estética. Esto es, al diseño del alma, que era una garantía de la dimensión eterna del hombre. Dios, para el cristianismo, era considerado un espectador del alma humana, y ésta, en tanto tal, debía ser organizada siguiendo las reglas del ascetismo espiritual para ser placentera a su mirada. Probablemente el ejemplo más claro de esto, al menos que a mi se me ocurre, haya sido el de Paulino de Nola, senador romano nacido en Burdeos en el año 355, descendiente de una ilustre familia de cónsules e hijo del prefecto de la provincia de Aquitania. Tras la muerte prematura de su hijo, Paulino hizo un gesto de contrición y se encomendó a la fe. Entregó todas sus riquezas a los pobres y se retiró a vivir como un mendigo en una pequeña cabaña en la ciudad de Nola, ubicada en la bahía de Nápoles. Pálido por su dieta de frijoles y con el pelo largo y sucio como un esclavo, su apariencia estaba diseñada para shockear a quienes lo visitaban en busca de un gesto de ascetismo e iluminación. Su olor corporal también. En una época en que no había mayor marca de riquezas que estar recién bañado y cubierto en esencias perfumadas, Paulino celebraba su fetidez declarando que era “el mismo olor que había tenido Cristo al ser crucificado”
Groys relata cómo la revolución en el diseño que tuvo lugar al inicio del siglo XX podría ser caracterizada como la aplicación de las reglas del diseño del alma al diseño de los cuerpos humanos, algo que en realidad -como el caso seminal de Paulino ilustra muy bien- empezó a suceder desde mucho antes y con mucha frecuencia a lo largo del santoral cristiano. La verdadera diferencia, sin embargo, es que a medida que el mundo occidental secularizó la estructura de valores del catolicismo -a medida que el catolicismo se secularizó a sí mismo para internalizarse en el sistema cultural de occidente y triunfar- el alma dejó de estar “prisionera” dentro del cuerpo para convertirse en la manifestación exterior del individuo moderno. Esta exteriorización trajo aparejada la obligación del auto-diseño, una presentación estética de la ética del sujeto. Es por esto, dice Groys, que, entre otras cosas, los terroristas occidentales escriben manifiestos político-estéticos antes de cometer sus crímenes de odio y suicidarse. O la razón de por qué los políticos modernos -o los influencers que intervienen en política- diseñan su propia imagen como una producción de diferencias visibles que en muchos casos incluyen el saqueo decorativo de la simbología cristiana “tradicionalista” sin ningún contenido real por detrás (o, digamos mejor, sin participar en la liturgia o en los sacramentos, lo cual, por cierto, les resultaría muy inconveniente): “quejarse por esto -anota Groys- ignora el hecho de que, en el centro del régimen contemporáneo se halla precisamente el posicionamiento visual de los políticos en el campo mediático, lo que no solo les permite trasmitir sus políticas sino que constituye sus políticas. El contenido, en contraposición, es absolutamente irrelevante porque tiende a cambiar constantemente”. Llamativamente, cuanto más profanan los símbolos de la religión buscando un efecto de autopromoción narcisista es cuando estas figuras posmodernas, en la línea de Paulino de Nola, quizás más estén honrando una tradición cristiana a la que solicitan volver sin comprender. Acaso esta humilde perspectiva redima el acto burdo de colgarse un Rosario como si fuese una cadena de LV -una brusca divinización publicitaria de la cultura religiosa que es bastante excusable, por cierto.
Algo parecido se observa en las quejas francamente pelotudas que surgieron alrededor de la representación de la Última Cena por un grupo de drag queens barbudos y pedófilos en los Juegos Olímpicos. Sin embargo, cuando Marcos López, artista visual y fotógrafo, famoso por su trabajo sobre la tradición cultural argentina, creó su representación de la obra de Da Vinci -unos gordos comiendo asado- nadie denunció la crisis espiritual de occidente. ¿Por qué sucede esto? En realidad, que podamos recrear, parodiar e ironizar la sobre la iconografía cristiana demuestra su absoluto poder viral y su potencia, en tanto se encuentraa internalizada en el espíritu colectivo de la sociedad occidental. El verdadero triunfo del catolicismo no es la inflexibilidad de su canon sino, por el contrario, su capacidad para astillarse y reintegrarse dentro de la universalidad secular, es decir, para convertirse en la arquitectura sentimental de la sociedad global. Lo que quizás no funcionó en el caso del espectáculo inaugural de París no fue la representación bíblica en sí, sino que el show entronizaba un tipo de estética kitsch -“ese turbio amor secreto por la niñez vulgar del mundo”- diseñada para escandalizar, para provocar, para astillar el sentido de lo sublime y perforar la noción social del gusto, donde una parte de la audiencia global, infatuada por el espejismo del neotradicionalismo, esperaba encontrarse con algo que le indicase que los poderes occidentales aún tenían voluntad de dominar el mundo bajo los mismos medios y con las mismas herramientas que en el siglo XIX -la iconografía pedagógica y terrible de las águilas, el acero y los ejércitos marchando. Sin embargo lo que acaso no entiendan esas audiencias es que el verdadero imperialismo occidental, su verdadera intensidad de dominación, hoy es vehiculizado por la ideología liberal de la diversidad sexual y la flexibilidad moral. Quizás esta es la pregunta que, en el fondo del espejismo neotradicionalista, tengamos que hacernos.
Me gustó el artículo Diego y me hizo pensar. Quizás es un poco ambicioso.
Dos cosas que se me vinieron a la cabeza mientras lo leía:
En relación a los contenidos trad como pirueta que esconden un disloque libidinal, me acordé de la serie "Love and Death" con una de las hermanas Olsen, donde la protagonista es una mina mormona que es una aplanadora en múltiples sentidos y en el sexual sobre todo, con un deseo irrefrenable de vivir, y todo en una matriz ultra puritana, religiosa y tradicional.
En relación a la idea de recuperar algo de lo sagrado y lo tradicional, en el capítulo 7 de la temporada 2 de House of the Dragon, el diálogo entre una especie de sacerdote que ha consagrado su vida al cuidado de dragones y la reina protagonista que pretende "democratizar el acceso" a los dragones:
"Los dragones son sagrados. ¡Son el ultimo vestigio de la magia de la Vieja Valyria en este triste mundo!" La idea de que el mundo era mágico y dejó de serlo y eso lo volvió triste es espectacular y angustiante a la vez...
Sería genial una bibliografía de todo esto. Me ha hecho reir a lo grande también y ha puesto muchos puntos sobre las íes. Por lo demás, luego de tanta sesuda lectura, reducir el cristianismo a un fenómeno sociológico es quizás sólo una chiquilinada de la que puede recuperarse. Pero de lo que usted se tiene que arrepentir -samidianamente hablando- es de decir que entre catolicismo y reforma hay mera evolución dialéctica. EY por ello, el fantasma de Iñaki Loyola lo perseguirá en sus pesadillas acusándolo de ser un émulo seudo trascendentalista de las nicklandeces mas vanas.