Apuntes para una historia de la derecha contracultural. De Reagan a la ruptura del consenso reaganista. Parte 1.
En el recuento de la historia política norteamericana reciente la década del ’80 se suele leer como un punto de quiebre, cuando el país -y el mundo con él- giró a la derecha después de décadas de empuje progresista. Para los Cold War Conservatives, los ocho años de su presidencia, entre 1981 y 1989, marcaron el verdadero gran triunfo que habían estado buscando durante tantos años. Este triunfo que le pusiera fin a una era de altos impuestos, Estado interventor y ruptura moral.
Esto es al menos lo que cuenta la historiografía normie. Y en muchos aspectos es la verdad. Definitivamente lo es, si miramos desde los fríos páramos hiperinflacionarios del Mad Max austral. Sin embargo, si se observa con un poco más de detalle, la presidencia de Reagan se parece más a un final que a un inicio. Esta es la hipótesis de Nicole Hemmer en Partisans, o de Rick Perlstein en su shakeperano y monumental Reaganland. Porque casi inmediatamente después de que Reagan abandona la presidencia, el movimiento conservador que representaba empezó a evolucionar rápidamente en una dirección completamente opuesta a las políticas, retórica e ideología que lo habían llevado a la Casa Blanca.
**
En los ‘80 Reagan representó un conservadurismo que era optimista y popular. Dos cosas que la derecha norteamericana no había podido ser durante todo el siglo XX. La guerra fría había formado un grupo de republicanos frustrados y gritones, convencidos de que el New Deal y el comunismo interno representaban una amenaza existencial para los Estados Unidos y debían ser destruidos y de que la sociedad tenía una jerarquía natural en cuya cima estaban los white anglo saxon protestant, una especie en declive. Pero desde el final de la segunda guerra mundial ambas convicciones habían sido refractarias tanto para las amplias mayorías de la sociedad como para el establishment del GOP. Ese pequeño pero muy intenso grupo recuperaba algunas reivindicaciones, y a veces se interpretaba como una cepa, de lo que se conoció como la “Old Right”, una derecha nativista, anti sindicatos, anti intervención de los Estados Unidos en la Segunda Guerra, racista y antisemita, opuesta al capitalismo industrial, que creía que el verdadero destino norteamericano se encontraba en la producción de materias primas y en los valores de la vida rural. Como tal fueron nombrados muy pronto “New Right”.
La “New Right” empezó a transformar de a poco el corazón del Partido Republicano, dando un primer golpe cuando lograron que Barry Goldwater ganara la nominación del partido en 1964 y compitiera con la presidencia contra Lyndon Jhonson, carrera que iba a perder por paliza pero que impactaría de forma fundamental a las dos centenarias instituciones electorales del sistema, completando la transformación de los demócratas de ser el partido de las leyes Jim Crow al partido de los derechos civiles, y dotando al Partido Republicano de su base electoral rural y blanca. Este es un momento clave de la historia política de Norteamérica y de occidente. El Partido Demócrata que iba a resultar de este momento iba a definir las agendas de las elites globalistas por los siguientes 60 años y contando, pero esta es otra historia.
Afiche de la campaña presidencial de Barry Goldwater. Vos lo sabés, yo lo se.
Reagan era completamente distinto de esta derecha, sobre todo estéticamente. Durante toda su carrera política fue considerado un optimista, una característica personal que además fue una característica de su gobernación del estado de California y de su presidencia. Esta actitud lo separó del enojo, miedo y resentimiento que había alimentado el movimiento conservador de los ‘60 y ‘70, especialmente el de la “New Right” (una pregunta clave para entender con qué tipo de republicano estás hablando es: ¿Nixon o Reagan?). Además lo diferenció del sentimiento de decadencia nacional que estaba arrastrando el sentir popular una década antes. En su discurso de aceptación de mando en 1980, dijo: “Dicen que los Estados Unidos ya tuvo su día bajo el sol, que nuestra nación ya ha pasado su cenit. Esperan que les digamos a nuestros hijos que el pueblo americano ya no tiene la voluntad de lidiar con sus problemas, que el futuro será de sacrificios y pocas oportunidades. Mis queridos ciudadanos, rechazo rotundamente ese punto de vista.” El discurso, para los que se interesan en estas cosas, es una de las grandes expresiones de escolástica conservadora. Un texto donde la nostalgia de derecha se entremezcla, paradójicamente, con un profundo deseo de futuro.
Otra característica de Reagan y del reaganismo fue su absoluta flexibilidad ideológica, que le permitió permanecer popular durante toda su presidencia. Aún a pesar de que sus convicciones giraban en torno a un duro credo ultra liberal en lo económico y culturalmente conservador, en general cuando encontró un excesivo pushback de la sociedad que lo ponía en riesgo de perder apoyo de la opinión pública, pivoteaba y favorecía el status quo. Hay incontables ejemplos (su política contraria a la asistencia social y su coqueteo con el electorado segregacionista que en 1968 se había juntado alrededor de George Wallace), pero probablemente el más claro fue la tensión entre sus convicciones fiscalistas y su approach agresivo frente a la Unión Soviética.
Casi en seguida de haber ganado la presidencia, Reagan llamó a la prensa al Rancho del Cielo, su retiro privado en California, para firmar una ley que estipulaba el mayor recorte de impuestos en la historia de los Estados Unidos. Sin embargo, a medida que el gasto en inversión militar crecía para contrarrestar la influencia soviética en diversos puntos del mundo, se vio obligado a volver a su rancho, esta vez sin prensa, y firmar un incremento de impuestos por 98.3 billones de dólares por los siguientes tres años. Reagan volvería a firmar un incremento de impuestos en 1984 en su objetivo de mantener los déficits descontrolados de su gestión más o menos a raya.
Lo mismo hizo en política exterior. Aunque empezó su campaña y su presidencia con un tono apocalíptico de confrontación total contra la amenaza comunista, cuando fue evidente que su retórica inflamada lo estaba empujando cada vez más hacia a los bordes del conflicto nuclear, suavizó su discurso y se movió hacia la diplomacia. En 1984 llamó por “una política de disuasión creíble, competencia pacífica y cooperación constructiva”, sosteniendo relaciones con los líderes soviéticos aún a pesar de su frustración porque se morían demasiado seguido (tres en cuatro años). La llegada de Gorbachev a la secretaría general del partido comunista soviético inició una época de diálogos y negociaciones virtuosas que llevó a Reagan a declarar, en 1988 en el Kremlin, que sus ataques al “imperio del mal” eran un producto de “otro tiempo y otra era.”
Una tercera característica clave del reaganismo fue su genuino credo liberal que conectaba con su optimismo. Reagan creía en las ideas de libre comercio y libre movimiento y veía en la apertura a la inmigración la piedra angular de su “Ciudad sobre la colina” [City on the Hill], una metáfora recurrente en la retórica política norteamericana que retoma la imagen bíblica del sermón de Jesús en la montaña para representar la idea de Estados Unidos como un faro de esperanza y libertad, una nación de brazos abiertos cuyos grandes logros debe inspirar y guiar a otras naciones.
En su campaña de 1979 propuso por primera vez la idea de un mercado libre entre Canadá, USA y México, y aunque sus vecinos se mostraron escépticos al principio porque pensaron que solo profundizaría su dependencia económica, Reagan logró los primeros pasos en la conformación de lo que luego sería el NAFTA en los ‘90. También veía el libre movimiento de gente como parte del ideal democrático. Odiaba la idea de un muro en la frontera con México, argumentando en 1980 que “uno no construye una valla de nueve pies en la frontera entre dos naciones amigas.” En un recordado discurso habló de los inmigrantes ilegales de forma altamente aspiracional: “Estamos hablando no de meras estadísticas, sino de seres humanos, familias, de esperanzas y sueños por una vida mejor.”
Como argumenta Greg Grandin en Empire’s Workshop: Latin America, the United States and the Making of an Imperial Republic, el reaganismo se galvanizó, y pudo sostener su optimismo doméstico, en la intervención sangrienta en Centroamérica. Después de la desastrosa década del ’70, siguiendo a la derrota humillante en Vietnam, el escándalo de Watergate y la crisis financiera que empezó a horadar el New Deal, el objetivo del reaganismo no era solo reafirmar el poder militar norteamericano sino recuperar la moralidad de ese poder, recuperar la moralidad de la intervención militar y recuperar la moralidad de los mercados. Analistas neocons del riñón de la administración como Jean Kirkpatrick (una mujer poco reivindicada por el feminismo pero que, según dicen, simpatizaba con la Junta Militar, y no con Gran Bretaña, durante la guerra no declarada por las Malvinas) veían a la crisis norteamericana no como una crisis de poder sino más bien como una crisis de confianza. Medio Oriente y África estaban relativamente repartidas con la URSS y en una especie de empate hegemónico. América del Sur estaba dominada por gobiernos de facto que reportaban directamente al departamento de Estado. Centroamérica, en cambio, se encontraba en un profundo desorden. Los sandinistas habían ganado la revolución en 1979 y había poderosos movimientos insurgentes en El Salvador y Guatemala. Era una zona sin importancia, sin armas nucleares, donde la Unión Soviética no podía intervenir y muy cerca de la zona de influencia de los Estados Unidos. Un campo de experimentación perfecto.
Jean Kirkpatrick, el nacimiento de la revolución de las hijas
Así fue como Centroamérica se convirtió en un crisol de diferentes sectores de la New Right. Neocons seculares, theocons mesiánicos, milicias libertarias radicalizadas durante la guerra de Vietnam que querían destruir al Estado, soldiers of fortune, etc. Las contradicciones al interior del partido eran intensas. Pero Reagan les dio financiación, apoyo logístico y los dejó a todos sueltos en Centroamérica, algo que ayudó a recuperar la confianza en el poder de intervención norteamericano, a limar esas tensiones y construyó el consenso que necesitaba para desplegar su narrativa optimista, pragmática y melancólica en el orden doméstico. Como menciona Nicole Hemmer en Partisans, “la retórica liberal no siempre se trasladaba a un apoyo total hacia los inmigrantes y refugiados. Reagan trajo a su política exterior una mirada centrada en el anticomunismo, no en los derechos humanos. Y como no estaba dispuestos a reconocer las atrocidades cometidas por los gobiernos anticomunistas de El Salvador y Guatemala, por ejemplo, la administración se negó a reconocer a los refugiados de esos países, a pesar de que Reagan mantuvo hasta el final la retórica de la libertad aún a pesar de que muchas veces ignoró sus verdaderas implicaciones.”
En fin, parado sobre una pila de latinoamericanos muertos (y no debemos olvidar que el primer objetivo de guerra santa de la derecha norteamericana, mucho antes que el Islam, fue la teología de la liberación), el reaganismo construyó un discurso pro-diversidad, pro-liberad y pro-democracia, profundamente optimista y pragmático, que devolvió la confianza a la nación norteamericana y su rol de liderazgo global luego de dos década desastrosas y autodestructivas. Esto es sumamente notable porque la New Right, el sector que llegó al poder con Reagan y que dotó de dinamismo al reaganismo, no era ninguna de esas cosas.
**
Incluso aunque la democracia, la diversidad y la libertad puedan no sonar como cosas raras para que un presidente norteamericano abrace -especialmente uno de “derecha”-, el movimiento conservador había sospechado de todas esas cosas durante décadas. Anclada en la supresión de las mayorías negras en algunos estados del Sur, el apoyo por el gobierno irrestricto de las minorías ya se había manifestado claramente en las páginas de algunos outlets mainstreams de la derecha como el National Review y en los rallies de Barry Goldwater. El claim de que los Estados Unidos eran “una república, no una democracia” había ganado mucha popularidad en los ’60, de hecho, en respuesta al clamor democrático del movimiento por los derechos civiles. Y con el levantamiento de la “silent majority” de Richard Nixon la fractura populista se profundizó aún más (Nixon será llamado el “Rey de los Orthogonians”, en referencia a uno de los dos clubes sociales de su universidad, el Whittier College, a donde iban a parar los hijos de las clases medias y obreras, en contraposición con el club Franklin, donde iban los hijos de la elite). De hecho, la New Right no solo desconfiaba de la democracia, odiaba la diversidad y para nada creía en la libertad de mercados y de movimientos migratorios. No era ni optimista ni pragmática. Por el contrario, era irreductiblemente ideológica y resentida. Y a pesar de que el reaganismo le devolvió a los US su orgullo nacional y Reagan mismo, con su fuerte orientación hacia los índices de popularidad, se convertía cada año más en un santo del conservadurismo norteamericano, algunas grietas comenzaron a notarse desde relativamente temprano.
Por ejemplo, en 1986, David Stockman, el jefe de la oficina de presupuesto de la administración, que se había unido al gobierno creyendo realmente que Regan quería hacer recortes fuertes de presupuesto, enfurecido por los crecientes déficits fiscales del gobierno que se veía incapaz de recortar planes sociales para no perder popularidad y seguía expandiendo el gasto militar, renunció y escribió un libro donde destruía al presidente: The Triumph of Politics: How the Reagan Revolution Failed. En una entrevista a la revista Omni declaró: “Hay una desconexión shockeante entre Reagan en campaña, el flagelo del Big Government, y Reagan el presidente. No hay en realidad un contenido consistente, creíble, serio en el ‘reaganismo’. Solo un cierto tipo de retórica muy popular – y por contenido me refiero a ideas, un cierto sentido de realidad y hechos.”
En 1988, Pat Buchanan, que había sido miembro y representado el ala más a la derecha de las administraciones Nixon, Ford y Reagan, escribió en The Wall Street Journal que “si Reagan no se hubiese preocupado tanto por las encuestas y se hubiese preocupado más por sus convicciones, no se estaría yendo a su casa con políticos hablando de su administración como una de las que más amplió el déficit en la historia de los Estados Unidos.” Y un poco más adelante, en el mismo artículo: “sin embargo, el verdadero momento en que los republicanos dejamos pasar nuestro momento fue cuando no quisimos aceptar el desafío de la izquierda en el terreno de la lucha de clases, cultura, religión y la raza. Esas batallas las abandonamos sin pelear.”
Muy de a poco, la New Right empezó a dividirse respecto del gobierno de Reagan. Y aunque para muchos se iba convirtiendo en un Dios, para otros se iba a convertir un Dios fallido.
**
Por supuesto, aunque la New Right empezó a cuestionar a Reagan hacia los años finales de su segundo mandato, nunca terminaron de romper con él. Era demasiado popular, le había dado dos grandes términos al GOP y reconstruido algo parecido al orden moral y la confianza militar de los Estados Unidos en el mundo.
Pero en 1989 dos eventos rompieron el tenue consenso que mantenía unida a la derecha norteamericana. En Enero, Reagan dejó la presidencia. Y en Noviembre terminó la Guerra Fría. Los dos factores que habían sostenido la coalición reaganista de repente desaparecieron. Y el tipo que el Partido Republicano había elegido para supervisar la transición era probablemente el menos indicado: George H. W. Bush.
La Guerra Fría había sido un factor determinante para mantener la homogeneidad del partido desde la posguerra, pero especialmente durante los ‘80 porque ofrecía respuesta a todas las contradicciones que tensionaban al régimen y sus militantes: small government, excepto cuando había que ampliar el gasto militar; respeto irrestricto a las libertades individuales, excepto cuando había que vigilar y cazar a los comunistas adentro; conservadurismo social, excepto cuando había que mostrar la superioridad de nuestra música y nuestra literatura liberal (un plan que supo aprovechar la CIA); America First, excepto cuando había que mandar tax payers money al extranjero para contener la amenaza soviética, etc. Lógicamente, tras la caída del muro, los halcones del conservadurismo más duro de repente dejaron de tener motivos para aceptar todos esos “peros” y se volvieron sin concesiones a su agenda.
Ahora, George H. W. Bush, nacido de una familia de sangre azul en el estado de New England y reconvertido magnate petrolero de Texas, encarnaba a la perfección la transformación que durante los ’60 y ’70 había atravesado el Partido Republicano: de la elite acaudalada, laica y aristocrática de la costa este, moderadamente conservadora, a los nuevos ricos de los estados del sunbelt, ultra religiosos y turbo conservadores. Bush hizo esa transición, aunque incómodo. Cuando en 1980 aceptó acompañar a Reagan como VP tuvo que dejar de apoyar el aborto y girar hacia la agenda, hoy diríamos “anti derechos”, de la New Right, que en el fondo despreciaba.
En el debate del ‘92 Clinton hizo pija a Bush senior
En el lore republicano Bush fue, entonces, un debilucho, un pusilánime, un reptiloide. El clavo en el ataúd de la revolución conservadora de Reagan. Era todo lo que Reagan no era: taciturno, moderado, sin carisma, débil. Por eso, a pesar de que sus políticas fueron bastante similares -por no decir calcadas (NAFTA, Gulf War, social conservatism)- esa diferencia estética fue suficiente para condenar a Bush frente al núcleo duro de su base política que vio la oportunidad para operar la ruptura que no se habían animado a hacer con Reagan. La mayoría de los miembros de la New Right vio en Bush una interrupción del reaganismo, no su continuación, aunque esa fue una excusa para quebrar el consenso conservador sin criticar a Regan directamente y rescatarlo para su mitología post-Guerra Fría.
Uno de los principales representantes que emergió de esa nueva derecha rebelde y contracultural fue Pat Buchanan, el tipo que sacudió al establishment del Partido Republicano mucho antes que Donald Trump.
**
La primera cita de Pat Buchanan con su futura esposa la pasó en un motel de New Hampshire tomando Wild Turkey con Hunter S. Thompson. Estuvo a apenas unos metros de Martin Luther King Jr durante su famoso discurso de “I Have a Dream”. Fue a China con Richard Nixon y sobrevivió a Watergate casi sin marcas. Sobrevivió también al escándalo Iran-Contra durante la administración de Reagan, en el que estaba metido hasta las bolas, y se sentó al lado del presidente durante el Summit en Reykjavík, en el que casi se logra el desarme nuclear mundial. Inventó el talk show conservador en la nueva era de televisión por cable que estaba invadiendo los hogares norteamericanos durante los ’90. Desafío al establishment, profundizó la “batalla cultural” que había abierto Nixon durante los ’70 y probablemente fue clave en el triunfo de George W. Bush en el 2000 cuando sus boletas en Florida, corriendo como candidato independiente, por ser muy parecidas a las de Al Gore, terminaron en muchos sobres de personas que en realidad querían votar por el candidato demócrata.
Si no fuese por su poderosa ambición, Pat Buchanan -Pitchfork Pat- sería probablemente la figura más cercana a un Forrest Gump de la vida real; un tipo común y corriente que estuvo en todos lados, vio todo, influenció todo y narró cada momento clave de la historia norteamericana de la segunda mitad del siglo XX. Como un renacentista, Pat fue boxeador, expulsado de la universidad, operador político, asesor de la Casa Blanca, periodista, talk show host, tres veces candidato presidencial, autor de una trilogía de libros espectacular sobre la decadencia de occidente, hippie, publicista y fino escultor real de la derecha nativista y de moda que conocemos ahora y a la que luego algún teórico sin gracia ni imaginación ni calle, lamentablemente más reivindicado, le puso el estúpido nombre de “paleoconservadurismo”, por su conexión con las ideas de la Old Right de los años ’30 y ’40.
Cuando Reagan se retiró y Bush se perfiló como su sucesor, Buchanan fue el primero en empezar a hacer las preguntas que pusieron en crisis los viejos consensos de la Guerra Fría: ¿ir a salvar a Kuwait? ¿Por qué? ¿Libre comercio? ¿A quién beneficia eso? Definitivamente no a los trabajadores de las fábricas de Manchester, New Hampshire, Detroit, Michigan, cuyos trabajos se iban a ir hacia Japón o México. ¿Por qué los trabajadores americanos deberían competir con los inmigrantes mexicanos por el trabajo?
Durante la administración Bush, Buchanan abandonó sus posiciones reganistas de libre comercio, intervencionismo en el extranjero e inmigración. Pero la idea que más cuestionó fue la de democracia. En una columna en 1991 escribió que “la prensa americana está fascinada hasta el punto de la intoxicación con la idea de la democracia”, no solo descartando los sueños húmedos del establishment conservador de instalar la democracia en las antiguas repúblicas soviéticas, sino cuestionando el orden doméstico también. Entonces comparaba instituciones como IBM y el cuerpo de Marines contra el gobierno en Washington: “Solo este último se organiza según principios democráticos y no autoritarios. Y sin embargo, ¿cuál elegiría usted como la institución superior?”
Ese mismo año presentó su candidatura en la primaria del Partido Republicano. Su discurso de inauguración de campaña fue antológico porque presentó todos los talking points que, treinta años después, serían recuperados por la alt-right y permitirían a otro candidato, con mejor timming y quizás skills, llegar a la presidencia: “Las personas de este país necesitan recuperar su capital del ejército de lobistas y agentes de potencias extranjeras que la mantienen en un estado de ocupación con el objetivo de desviarla de su interés nacional.” Asociando al entonces candidato Geogre H. W. Bush con los “burócratas en Bruselas” que en esos años estaban construyendo un “superestado europeo”, Buchanan rugió ante su ruidosa audiencia de plebeyos subsidiados, neonazis apenas disfrazados y milicianos anti Estado federal: “No debemos cambiar nuestra soberanía por un asiento confortable en la mesa del Nuevo Orden Mundial!”
Pat Buchanan, en 1996, tratando de hacer a América grande otra vez
Buchanan construyó su magia sobre la base del discurso libertario surgido en la contracultura de los ’60, con un estilo fuertemente populista e inaugurando la figura del outsider. Apelando al americano olvidado, arremetía contra el “Rey George” y prometía destruir al establishment político de Washington, demócrata y republicano, en largos discursos que actualizaban la prosa paranoica de Philip K. Dick.
Y aunque no ganó la primaria (ni la siguiente, que corrió contra Bob Dole en el ’96) transformó la agenda del partido republicano, empujándolo hacía la derecha -arrastrando consigo al Partido Demócrata de Bill Clinton- y modernizó para siempre la manera de hacer política al entender que no se trataba ya de la ideología o de las propuestas de políticas públicas, sino de expresar un acto de protesta radical, cierto desagrado y enojo, que electrizaba a un grupo de votantes que se sentían olvidados por el sistema. Buchanan chupaba votos, según las encuestas, no solo de los conservadores tradicionales, sino también de los sectores más moderados e incluso liberales del Partido Republicano, pero también del Partido Demócrata. A esa base transpartidaria Buchanan la llamó “Middle American Radicals”: tipos que, aunque tenían cierta visión ligeramente liberal sobre políticas (estaban a favor de regular la portación de armas, estaban a favor de mantener la educación laica, etc), en realidad eran definidos por un fundamental rechazo a las elites en los medios, en la educación, en la política y en los negocios. Ese rechazo dio forma a la convicción de que la verdadera lucha que debía pelear no era entre Republicanos y Demócratas sino entre los norteamericanos “reales” versus las elites que habían comprado a los pobres usando la plata que le habían sacado a la clase media. Esos votantes tenían un temperamento radical, y buscaban no conservar el orden sino destruirlo. Esta era la que, según Buchanan, debía constituir la nueva base de un Partido Republicano renacido: gente enojada, radical reaccionaria y convencida que eran las víctimas de un sistema liberal que incluía tanto a los líderes del partido Demócrata como a los lideres del partido Republicano que los habían traicionado.
**
Si vivías en 1995 en Estados Unidos es probable que no pudieses pasar mucho tiempo sin encontrarte a Laura Ingraham. Sentada en el asiento del conductor de su Range Rover color verde ejército, como columnista en su talk show de ultra derecha Politically Incorrect o en la tapa del New York Times Magazine, en una minifalda de leopardo, los brazos cruzados y el mentón en alto en actitud desafiante.
Laura Ingraham se volvió una celebridad casi de un día para el otro, pero lo cierto es que había pasado los diez años anteriores regando de a poco la dulce plantita de la fama. Joven, hermosa, rubia, elegante, escandalosa, conocedora de los nuevos medios de comunicación e impregnada de la cultura pop de la época, Laura representaba a toda una nueva generación de ultra conservadores que se habían radicalizado al calor de la ruptura del consenso reaganista, los discursos anti establishment de Pat Buchanan y los ecos de la contracultura sesentista que llegaban a través de MTV y Comedy Central.
Aunque era demasiado joven para votar en 1980, iba a participar brevemente en la administración Reagan. Sin embargo, rápidamente abandonaría el trabajo político para sumarse al creciente ecosistema de medios conservadores que por ese entonces explotaba en cable, principalmente Fox News y MSNBC. Su formación política sin embargo se daría un poco antes de eso, en dos grandes instituciones norteamericanas, el Dartmouth Review y el Independent Women’s Forum.
El Dartmouth Review es el diario conservador que publica el Dartmouth College en Hanover, New Hampshire. El diario se fundó en 1980 y por el pasaron grandes plumas de la derecha norteamericana, entre ellos Joseph Rago (ganador del Pullitzer), Hugo Restall, James Panero y Dinseh D’Souza, que fue novio de Laura por un tiempo. Con un estilo entre provocador y a veces directamente racista, el Dartmouth Review es una institución en sí misma que les recomiendo investigar si les interesa, aunque no es el objetivo de estos breves y coloridos párrafos. Durante sus 40 años de existencia ha provisto de cuadros técnicos e intelectuales a los staffs de las administraciones Reagan, Bush y Trump y su lista de polémicas y controversias públicas probablemente podría llenar un libro largo e interesante. Según Nicole Hemmer, Laura se paseaba por el campus por esos años en un Honda cuya patente leía “FARRIGHT”
El Independent Women’s Forum (IWF) por otro lado fue una organización que surgió del trabajo de Ingraham como joven militante conservadora promoviendo la nominación de Clarence Thomas a la Corte Suprema en 1992 y en el difuso campo del panfeminismo de derecha y fue su verdadera plataforma de proyección nacional. Como organización sin fines de lucro, el IWF fue una de las expresiones más claras de la transformación que se estaba operando al interior del feminismo tras ser interceptado por los nuevos discursos publicitarios de la era pos-contracultural. Posicionándose de forma igualmente opuesta tanto al feminismo liberal, que promovía la liberación sexual y el aborto libre, y al movimiento femenino socialmente conservador de las décadas anteriores al estilo de Phyllis Schlafly, que por esos años ya rondaba los 70 años, la Iglesia Evangélica, y el grupo Concerned Women for America, el IWF se oponía a políticas como la Violence Against Women Act, que esencialmente penalizaba los femicidios, y programas para incrementar forzosamente la representación de las mujeres en la fuerza de trabajo. Pero también rechazaban el activismo sofocante que recluía a las mujeres al ámbito doméstico que caracterizaba a los grupos conservadores más tradicionales. A la vez, sostenía una posición vaga respecto al aborto, sin condenarlo activamente, y en cambio optaba por apropiarse de un set distinto de reivindicaciones culturales que incluían el empoderamiento de la mujer a través de la participación en la fuerza de trabajo y el derecho a la portación de armas. Y mientras reivindicaban el rol de la mujer como madres y amas de casa, hablaban de él como una elección antes que como un destino moral.
De hecho, el IWF, y Laura Ingraham especialmente, se brandeaba a sí misma como un tipo de conservadora cool y sexy que complementaba con su potente carrera profesional en medios y su gran manejo de los códigos de la cultura pop noventista.
En 1996, escribiendo para el Wall Street Journal, Ingraham argumentó que “Smith & Wesson y la NRA habían hecho más para ‘devolver la noche a las mujeres’ que la National Organization for Women” (la organización tradicionalmente feminista liberal), al tiempo que se quejaba que los grupos feministas tradicionales no habían celebrado cuando Marion Hammer había sido nombrada presidente de la National Rifle Association, la primera mujer en ocupar el cargo en 125 años. El artículo termina sugiriendo que las mujeres de Norteamérica deberían organizarse para pedir una especie de permiso especial de portación de armas, al que llamó “Annie Get Your Gun Permit” en referencia al film Annie Get Your Gun de 1950 en el que una chica de un pequeño pueblo de Ohio, Annie Oakley, demuestra excelentes habilidades de tiro.
Marion Hammer, primera presidenta mujer de la NRA
La sugerencia de Ingraham terminó siendo tomada por el IWF una cálida tarde de 1997, cuando 54 mujeres se reunieron en un mitín político del barrio suburbano de Maryland para pedir por sus derechos de portación. La periodista Hanna Rosin publicó un artículo en la revista conservadora New Republic en donde sugería que estas hermosas mujeres habían inventado el “Chenoweth chic”, en referencia a la diputada republicana Helen Chenoweth. “Como algunas chicas habrán descubierto, escribió Rosin, lo genial sobre el Chenoweth chic es que ofrece la posibilidad de pertenecer a la clase trabajadora sin tener que mudarte a una casa rodante.”
Como sugiere la vestimenta de Laura Ingraham, descripta por Hanna Rosin -una minifalda de leopardo y una cartera Chanel-, las mujeres de la IWF combinaban un rabioso antifeminismo con un estilo profundamente femenino: no los vestidos de entrecasa de la época inmediatamente anterior sino un estilo deliberadamente provocador y self-consciouss que resaltaba los rasgos físicos y subrayaba abiertamente la sexualidad como sinónimo de poder.
Nicole Hemmer describe a Laura Ingraham y a las mujeres del movimiento conservador de los ’90, post-Buchanan, de la siguiente manera: “Las mujeres de la derecha eran provocadoras en los dos sentidos de la palabra: provocaban indignación y provocaban excitación, aprovechándose de su sex appeal. Incluso en la era post-Reagan, el movimiento conservador seguía manteniendo cierta imagen seria, retrógrada, que reflejaba en una cierta estética política. Por la asociación tan cercana entre el Partido Republicano y la derecha religiosa, las mujeres conservadoras tendían a ser incluso más mojigatas, negándose a vestirse a la moda, a revelar mucho de sus cuerpos o a sugerir demasiado.” Las mujeres del IWF dieron vuelta ese estereotipo. Además de Laura Ingraham estaba Ann Coulter, otra femme fatale rubia, jefa del equipo de abogados de la cámara baja de los republicanos, que lideró muchas de las investigaciones de los escándalos de los Clinton en los tempranos 90s, o Barbara Olson, una hermosa presentadora televisiva que se encontraba en el vuelo 77 de American Airlines que fue secuestrado y obligado a desviarse hacia el Pentágono el 11 de Septiembre de 2001.
CONTINUARÁ…
Bravo!
Publicación interesantisima. ¿Te podría pedir la fuente o fuentes sobre Pat Buchanan? Me gustaría tener data del tipo para comprender mejor algo de política estadounidense pero sobretodo para tener una mejor idea del giro a la derecha del libertarismo norteamericano, también identificado como paleolibertarismo. Sirve de todas formas como una genialidad para entender mejor la dinámica sociológica de época por aquellos tiempos.